Martín Kohan: “A veces se habla de la ideología política como una enfermedad, hasta el Presidente cree que él no tiene ideología”

Martín Kohan

Sentado en un bar de Palermo, Martín Kohan se pierde dentro de un diario desplegado sobre la mesa. Hay bullicio, es la hora del almuerzo, y unos libros abiertos y recortados cuelgan del techo en una exótica metáfora sobre la literatura. El escritor levanta la vista, sonríe, saluda amablemente y se pone a plena disposición. Como un delincuente desarmado que se entrega en paz, sabiendo que lo que tenía que hacer ya lo hizo, que la transgresión delictiva ya fue realizada.

El motivo de esta entrevista es la publicación de 1917, un libro publicado por Ediciones Godot  que posa la mirada sobre la Revolución Rusa de una forma, por lo menos, llamativa. Sin llegar a las cien páginas, son diez ensayos divididos en cinco capítulos que trazan un mapa conceptual entre política y literatura. Hay cierta lateralidad al acontecimiento porque no narra lo esperable, el momento en que las armas disparan o las reuniones donde los líderes decidían cómo torcer el destino negro de sus pueblos. Son pinceladas que dan cuenta de la revelación de una trascendencia, donde se juega —como el mismo Kohan dice en el libro— “la inexorable fricción que tiende a producirse entre la dimensión en gran escala de los acontecimientos históricos excepcionales y sus protagonistas, y la dimensión de la vida diaria”.

Aparecen, entonces, en las páginas de ese artefacto amarillo, las secretarias de Lenin cuando este ya se encontraba muy mal y lo que les dictaba no tenía demasiado sentido. También el momento en que Trotski le pide a André Breton que se baje del auto que compartían o las palabras que Antonio Gramsci utiliza desde la cárcel para pedirles a sus hijos que le escriban más, que se esmeren, que necesita cartas más largas para sentirlos cerca. No hay dudas de que la obsesión de Martín Kohan está en el lenguaje cuando se vuelve una serpiente que zigzaguea entre sus limitaciones y sus posibilidades. “¿Qué puede hacer, sin las palabras, el líder de la Revolución?”, se pregunta al referirse a Lenin. ¿Puede la acción tener lugar sin un lenguaje previo que la evoque?

—En el prólogo de Eduardo Grüner a tu libro, hay una idea muy interesante en la que se pronuncia por todas las particularidades que debieron ser expulsadas para que la historia sea universal. ¿Cómo pensás vos la historia?

—Después de Grüner yo no me animo a decir nada, pero por vía de todo lo que uno ha leído, desde Grüner hasta Hegel y Lucáks, a mí me interesan esas particularidades cuando, al percibirlas, no mande a parar al libro al registro del anecdotario ni a las notas de color ni a la trastienda de la Revolución. Ni una cosa que detesto: rastrear al hombre de carne y hueso por detrás de la figura histórica. Con San Martín no te puedo explicar… páginas y páginas y páginas para contrarrestar la idea de que por delante está el bronce y por detrás el hombre de carne y hueso. Páginas y páginas para contrarrestar esa ideología de la figuras históricas. ¿Cómo hacer para ir a parar al detalle, a la particularidad, al momento concreto sin ir a la nota de color, al hombre de carne y hueso, etcétera? Es tratar de detectar, espero haberlo logrado, los momentos en que esa particularidad toca un universal y revela o insinúa o expresa o habilita una significación histórica. Una escena, un gesto. Cuando esa articulación se produce es donde esos hechos me interesan. Como anécdota, sin dudas, no; el hombre real o el hombre de carne y hueso, tampoco. Porque, ¿qué quiere decir, si lo interesante es que la historia la hizo justamente el hombre de carne y hueso? Lo interesante es que en esa particularidad se alojan las contradicciones, las tensiones y los conflictos del proceso histórico entero. Por eso se vuelve relevante.

—En un punto, esa idea es ir contra la idealización del héroe, ¿no?

—Absolutamente. En esto resuena en mí lo que leí sobre San Martín y también sobre la configuración de héroes. Concepciones y teorías del sujeto que ponen al héroe, como en el mundo clásico, por encima del hombre común. Bueno, sino no hay heroísmo. Porque a veces está que “era un hombre como todos”. ¡No, no era un hombre como todos! De hecho hizo cosas que no hacemos todos. Al mismo tiempo los héroes tiene una dimensión de ejemplaridad. En el caso de San Martín es muy claro en cuanto a su implementación patriótico-escolar. El héroe, sin quedar subsumido en la condición del hombre común, no puede tener una proyección tal que caiga en el principio de ejemplaridad y en el principio de emulación, porque entonces, si es tan extraordinariamente superior al hombre común, no hay ejemplo a seguir.

—Hay entonces un movimiento ideológico para que nosotros, los hombres comunes, no lleguemos a ser héroes…

—Exacto, porque es idealización, endiosamiento, no ya heroísmo. En el caso de Lenin y de Trotski me interpelaba de un modo distinto a la figura de San Martín. Aunque soy argentino, o porque soy argentino, con la figura de San Martín tenía una posición deconstructiva mucho mayor que con Trotski o Lenin. Voy a hablar con sinceridad: tenía una posición deconstructiva que acá no tengo en absoluto. El trabajo sobre San Martín con el nacionalismo como horizonte político era un libro que yo pensé orientado a contrarrestar, es decir, revelar ciertos dispositivos de configuración del héroe. La intención o más bien el posicionamiento ideológico que yo tengo en 1917 no es el mismo. La completa idealización los vuelve inalcanzables pero tampoco corresponde la humanización: “Era un hombre como cualquier otro”. ¿Ah sí? ¿Como cualquier otro? ¡Organizá vos el Ejército Rojo! Y al mismo tiempo el endiosamiento justamente lo pone en un plano suprahumano donde lo que ellos hicieron no se puede volver a hacer. Sólo pueden hacerlo ellos y se murieron. Me parece que la particularidad que vos señalás del prólogo de Grüner toca también ese punto que no es humanizar al dios, sino el anclaje de la excepcionalidad, porque no deja de haber una excepcionalidad, en una singularidad concreta. En ese punto yo viví una de las situaciones de contradicción interna más grande que puedo vivenciar: estuve en Moscú y fui a ver, no sé cómo decirlo, ¿a Lenin? porque era Lenin. Y dentro de todo lo que me pasó, el alboroto, y lo conmovido también, un poco consternado incluso, porque era el único muerto que yo vi en mi vida…

—¿Nunca habías visto otro? ¿Ni en un velorio?

—Los judíos velamos a cajón cerrado. Eso en cuanto a la parentela. Y en los velorios que no hubo cajón cerrado, en cuanto vi que estaba ahí el muerto, no me acerqué. ¿La única escena en que yo esté mirando un cadáver? ¡Lenin! Con lo cual no sólo estaba mirando a Lenin, yo estaba mirando a la muerte, dado que fue mi única situación de contemplación detenida con la muerte. Detenida hasta cierto punto porque en el Kremlin no te permiten pararte, tenés que circular. Por un lado tenía la agitación política, la exaltación interna muy grande, y al mismo tiempo me decía a mí mismo: “esto no corresponde”. Embalsamar, momificar, endiosar, convertir en objeto de culto… el fetiche del cuerpo. Yo escribí sobre Eva Perón también, analizando la fetichización del cuerpo, la espiritualización del cuerpo, pero, ¿qué hace el marxista acá con Lenin? Y al mismo tiempo ahí estaba. Son esas contradicciones…  Mirá, ahora me acuerdo cuando defendí la tesis de doctorado: yo vivía en Caballito y al día siguiente me tomé el subte A a la Catedral para ver a San Martín. Yo recién te decía de la deconstrucción pero encima, por cómo estaba en la Catedral, la resonancia religiosa se materializó en el lugar. Me acuerdo de que pensé: “esto que estoy haciendo es como una peregrinación”. Y al mismo tiempo: “Tantos años de trabajo ¿y esto termina así? ¿Acudiendo a venerar al prócer?” Bueno sí, esa contradicción, esos conflictos, a mí me resultan productivos también, porque tocan muchos puntos: el endiosamiento, la autocrítica, la ejemplaridad. Pero a la vez, ¿me iba a perder de entrar al Kremlin?

Kohan habla de distintas motivaciones con 1917: algunos textos fueron escritos para ser publicados en medios o en blogs, otros para ser leídos en presentaciones —por ejemplo: el de las memorias del secretario de Trotski, titulado Un escándalo perpetuo— pero la mayoría, dice, fueron escritos “porque sí”. “Es algo que me pasa a menudo. Cuando una lectura me queda dando vueltas en la cabeza y se arma un texto, la escribo independiente de qué pase después. Si una lectura me da ganas de escribir, respondo a las ganas de escribir”, confiesa. Pero lo cierto es que Martín Kokan es lo que se dice verdaderamente un lector voraz. No duda en citar a Borges para definirse primero lector antes que escritor. Y claro, todas esas lecturas, por más interesantes que sean, no podrán ser escritas. Jamás abarcará con la escritura todo eso que lee a mansalva. “Por suerte o por desgracia; digamos que por suerte”, comenta con ironía.

Leer para escribir. También es una posibilidad. Kohan dice que a veces existe un “requerimiento más formal” porque “cuando vos estás encarando un determinado tema, hay lecturas que tenés que hacer. La bibliografía obligatoria. Cuando yo hice la tesis de doctorado apareció más claro: las lecturas que no pueden faltar”. Se refiere a Narrar a San Martín, que “se publicó verdaderamente reescrita” en 2005 y evoca, como si leyera una lista imaginaria, los imprescindibles: Hayden White, Benedict Anderson, Eric Hobsbawm, etc. “Esos no podían faltar, y está muy bien, pero como 1917 no es un libro pensado para un registro académico, el orden fue inverso, que para mí fue algo dichoso: leer y seguir una escritura que las lecturas suscitaban”.

Pero Kohan, y esto hay que decirlo con las palabras más precisas, no escapa a la política. La piensa, la vive. Estuvo, por ejemplo, recibiendo el gas lacrimógeno de la policía cuando se manifestó aquel 18 de diciembre pasado en la Plaza Congreso y adentro, en en el Congreso de la Nación, se trataba la Reforma Previsional que finalmente se aprobaría. Todas esas lecturas que su memoria contiene parecen pedir a gritos un anclaje en el presente, en la calle, pues para eso fueron hechas. Por eso, se acomoda los anteojos redondeados y pequeños, y se mete en el tumultuoso mar de la coyuntura.

—Volviendo al lenguaje, en uno de los textos de 1917, el que habla de Gramsci, escribís: “el mundo que el lenguaje no llega a tocar”. Esa es la gran limitación porque, si bien el lenguaje lo es todo, ¿cuál es su verdadero poder si hay cosas que no llega a tocar?

—Como me dedico a la literatura y me interesa el mundo político, esa es una de las grandes cuestiones, por no decir LA cuestión. Porque no hay nada como la literatura para calibrar la potencia del lenguaje, dado que los grandes escritores ponen el lenguaje en un grado de intensidad fenomenal, y hay cosas que se logran con las palabras que son descomunales. El lenguaje implica activar imaginarios, movilizar acciones. Y cuando lo desplazás a la política… Por eso en 1917 hago el movmiento Mayakovski-Lenin, Gorki-Lenin, Breton- Trotski. Porque además, como se trataron o tenían vínculos personales, me resultó pertinente indagar ahí. Pero en Lenin y Trotski se juega lo que hacen con palabras en la política. La palabra como una práctica política, y la acción. Aparecen preguntas como la de no sucumbir a la absolutización del lenguaje, que fue una tendencia que Grüner la discutió muchísimo, que fue la tendencia por el giro lingüístico, o ciertas lecturas de Michel Foucault. Una especie de omnidiscursividad, como si la concepción del poder de Foucault fuese el poder del discurso y no el poder atravesando los cuerpos. Esa relación entre discurso y cuerpo, palabra y acción, escritura y violencia política me parece que son maneras de pensar las palabras como potencias y como límites. El límite está en lo que no pueden tocar. Hay un momento donde las palabras son insuficientes. Hay un texto que no entró acá porque lo usé para una novela, Museo de la revolución. La Revolución de Febrero lo encuentra a Lenin escribiendo y él pone: “Tengo que dejar”. Estalló la Revolución. Es extraordinario porque al mismo tiempo queda escrito. Es decir, el límite de las palabras quedó puesto en palabras, que fue: “esto que estoy escribiendo ahora lo voy a interrumpir porque me voy a Rusia, ¡estalló la revolución!” Es la escena donde el hombre de acción interrumpe la escritura porque va a pasar a la acción. Y al mismo tiempo, en la acción política hay palabras, hay lenguaje. Es lo que busca Bertolt Brecht: ¿cómo hacer un teatro, que no son palabras pero hay, que logre agitar al espectador?

—Estamos hablando de la relación entre política y literatura cuando la política se torna revolucionaria. Pero, cuando la política se torna conservadora como es lo que hoy sucede, ¿cuál es la literatura que allí aparece?

—No da la impresión de que los intelectuales que están acompañando, validando o respaldando el proceso actual, los intelectuales macristas para decirlo rápidamente, Alejandro Rozitchner, Federico Andahazi, Pola Oloixarac, no me parece que se estén destacando por una producción literaria donde uno pueda rastrear el campo de cuestiones políticas. Y me parece que eso tiene una significación política. En cuanto a qué tipo de régimen político es, me parece que en todo caso tiene un sostenimiento mediático ligado a la puesta en circulación de un discurso con un registro de un optimismo new age, combinado con la autoayuda; un modo de fraseología sencilla, accesible y al mismo tiempo bien hueca, con una fuerte expresión de un armado ideológico. Durán Barba me parece que es una figura clave. Más que contestar yo, deberían responder estos intelectuales macristas sobre cómo ven este campo de cuestiones. Yo lo veo como empobrecimiento retórico y conceptual. Es un optimismo muy elemental. Yo también hablé con optimismo. Pero este es un optimismo por el optimismo mismo. “Porque nos merecemos algo mejor”. Y ahí cada palabra abre preguntas: ¿quién es el nosotros del “nos”? “Merecemos”, ¿en qué sentido? ¿en que somos buenos? ¿en que somos macanudos? ¿en que somos argentinos? Y cuando decimos “otra cosa”, ¿estamos hablando de qué clase de cosa? Todo eso se vuelve vago, premeditadamente vago. Y hay un discurso que lo sostiene que tiene una enorme eficacia. Yo no estoy minimizando, al contrario; me veo abrumado y deprimido por un discurso que funciona tremendamente bien. Otra vez: no estoy arriba y mirando por encima del hombre estas formas rudimentarias del lenguaje. Estoy en desacuerdo con lo que expresan, me parecen efectivamente formas pobres, pero funcionan con una eficacia y tienen un poder de interpelación ante el cual, primero me deprimo y después trato de reflexionar.

La Argentina vive un presente donde la política ha tenido un giro conservador. No es que veníamos de un período revolucionario, por supuesto que no, pero es un giro conservador en algunos aspectos inéditos

—Yendo a la Revolución Rusa, pasaron ya cien años, sin embargo vuelve. ¿Qué forma creés que adquiere ese regreso? ¿Qué es la Revolución Rusa para la Argentina de hoy?

—Me temo que ahí yo lo percibo como una fricción muy marcada. La Argentina vive un presente donde la política ha tenido un giro conservador. No es que veníamos de un período revolucionario, por supuesto que no, pero es un giro conservador en algunos aspectos inéditos. Sobre todo en la forma que toma la derecha.

—¿Realmente las categorías de izquierda y derecha han quedado obsoletas, como suele decirse?

—Se dice tanto que esas categorías envejecieron, pero nunca terminan de explicar por qué. Hay que detectar ideologías proclives o dispuestas a mantener el estado de cosas o a introducir modificaciones, llegado el caso, al interior de un sistema de dominación que se va a mantener intacto; o, por otro lado, otras tendencias políticas que orientan su proyecto a transformar las relaciones de poder. ¿Si esa distinción es pertinente? ¡Sí! A una cosa se le llama derecha y a la otra se la llama izquierda, con todos los matices que hay. La derecha no es toda igual, la izquierda no es toda igual. Pero esa evidencia me parece clarísima e indispensable. No siempre la derecha se llama derecha. No sé qué les pasa. No osa decir su nombre. Se llaman liberales; hay liberales, pero los derechistas se llaman liberales aún cuando no lo son. Álvaro Alsogaray se llamaba de centro. Algo tiene la derecha que se llama a sí misma centro. Algo tienen los conservadores que se llaman a sí mismos liberales. O los proyectos ultra reaccionarios, como el que ocupa actualmente el poder político, hablan de cambio, de cambiemos, y son proyectos muy conservadores. Entonces al pensar en revolución o en proyecto de transformación social en un contexto de mucho conservadurismo, la palabra que se me viene a la mente es fricción. A pesar de que hay una base de estado de cosas que no se puede modificar, recuperar la perspectiva de una visión política que ponga en cuestión en régimen de poder, bueno, entra en fricción.

Algo tiene la derecha que se llama a sí misma centro. Algo tienen los conservadores que se llaman a sí mismos liberales.

Los ojos de Martín Kohan se mueven para un lado y para el otro. En este mediodía tardío y bajo la luz que entra por el el techo de vidrio del bar donde nos encontramos, sus pupilas verde agua parece aún más claras. Mira sus manos cuando las mueve con insistencia, busca en el aire palabras invisibles que despliega como un juego de realidad aumentada. Su retórica es impecable: razona con la pedagogía oral de la docencia. No sólo es un profesor —bien le cabría la etiqueta de “profesor”— que ejerce en la Facultad de FIlosofía y Letras en la Universidad de Buenos Aires, también un prolífico escritor: ensayos, cuentos, novelas. Todo parece entrar en la red significante de Martín Kohan.

Luego será un hombre más, un sujeto adherido a las paredes sólidas de la vida cotidiana. Bajará al estacionamiento de la calle Honduras, sacará su bicicleta del subsuelo y andará algunas cuadras bajo un sol no tan caluroso hasta su casa en Villa Crespo, para continuar con su cotidianeidad elemental. Pondrá el agua para el mate, seguirá leyendo una novela que dejó por la mitad hasta que recuerde que es tarde, que hay que bajar al chino a comprar algo para cenar. Pero ahora no, ahora está en esta entrevista, y todavía queda tiempo para seguir reflexionando.

—Trabajás sobre el lenguaje, y entiendo que debe haber una dificultad enorme para que, categorías que aparecen en el libro, en la revolución y en sus pensadores y dirigentes, puedan penetrar el lenguaje cotidiano de la sociedad. No hablo de bajar, que es un término que a veces se usa, sino que conceptos como “clase obrera”, por ejemplo, no generen ruido y que sea esclarecedor.

—Efectivamente no es bajar. Es llamativo porque cuando se reclama que algo baje es un pensamiento elitista, porque cuando algo tiene que bajar es porque se lo presupone arriba. Con respecto a los que trabajamos en la universidad, eso aparece mucho. “¿Por qué no bajan a la realidad social?” Pero si acá estamos. Primero, que no estamos afuera, y mucho menos arriba.

—Y al ser docentes, sobre todo…

—¡Imaginate…! Yo lo planteé muchas veces en el aula, donde tenés una capa relativamente homogénea de extracción social. Yo doy clases para más de cien personas y debe haber de todo. Tiene que haber de todo. No es un buen muestreo social, porque ya el hecho de que sea gente de alrededor de veinte años que quiera estudiar literatura sin dudas no es la composición social de la Bolsa de Comercio. Es un espacio social, ¿qué quiere decir bajen a la sociedad? Pero sí hay algo del orden de la percepción del lenguaje que es lo que vos marcás, porque Grüner marca en el prólogo, algo muy halagador, que yo soy escritor. Es una condición que a mí me satisface en los términos que alguna vez lo expresó Hebe Uhart. Dijo: “Yo soy escritora cuando escribo”. Después tenés el escritor full time que habla como escritor, se viste como escritor, se pronuncia como escritor, se sienta como escritor, se pone pitucones como escritor. Al que le gusta, ¿por qué alguien lo objetaría? Yo lo marco porque la condición de escritor es escribir. Al mismo tiempo eso implica una serie de cosas: básicamente un tipo de relación con el lenguaje. No es privativo, también el buen lector. Como decía Borges: uno antes que escritor es lector. Con 1917 creo que uno escribe por ese lado, que es la posibilidad de detenerse en el lenguaje y detenerse en las palabras, y ver, no sólo lo que expresan, representan o comunican, sino cómo funcionan. Eso sí creo que tiene que ver con una percepción de la literatura. Y poder desplazar, no bajar, ese tipo de captación y hacer pesar las palabras. Percibirlas. En un campo donde las palabras son básicamente instrumentales. En la escritura política son instrumentales y en la acción política quedan relegadas. Alterar esa disposición o mover esas piezas y poner las palabras en primer plano, eso es lo que intenté hacer yo acá, interrogar la relación entre acción y lenguaje en los hombres de acción cuando usan el lenguaje.

A mí me llamó la atención que los medios masivos a la hora de cubrir los cien años de la revolución se referían muy a menudo a Stalin

—Y si bien la idea de comunismo está quedando atrás, y apareció el Socialismo del siglo XXI pero eso también parece haber concluido, la historia no va a seguir planchada durante mucho tiempo más. Algo tiene que pasar, algo va a pasar. ¿Por dónde creés que viene eso?

—Yo nombré algunos autores que están pensando estas cuestiones. Agrego también a Toni Negri, Paolo Virno… Yo sigo con muchísimo interés a estos cráneos que están pensando este campo. Y además es un campo en que no hay más que seguir pensando y postular políticas. No hay una respuesta, es tan incierta como el futuro. La misma pregunta que se le podía dirigir a los revolucionarios de 1789: “Sí, muy bien, cae el rey, ¿y cómo vamos a organizar esto?” Incluso en aquel momento: Danton daba una respuesta, Robespierre daba otra. Los procesos sociales tienen esa complejidad. Y la perspectiva histórica es incierta por definición. El marxismo tuvo el sueño de lo ineluctable. Marx, en el siglo XIX, se pronunció con la perspectiva de lo inexorable. En el siglo XXI no lo sé, pero al mismo tiempo hay cosas que sí se saben. Entonces cuando se da por clausurado el comunismo, la pregunta de qué falló para discutir esa supuesta clausura es indispensable. La idea de que el stalinismo es la traición de la revolución y no el desarrollo de la revolución es algo que en 1917 está inscripto. A mí me llamó la atención que los medios masivos a la hora de cubrir los cien años de la revolución se referían muy a menudo a Stalin. Si hablaban de revolución e intelectuales se centraban en las persecuciones de Stalin. Pero si no es el centenario de Stalin. En el año 39 hagamos el centenario de las purgas stalinistas y reflexionamos sobre eso, pero se cumplen cien años de la Revolución Rusa. Ese desplazamiento no dejaba de ser significativo. Aquello que en una conceptualización desde el trotskismo aparece como la traición de la Revolución y no la Revolución, yo diría que en ese corrimiento está una respuesta a eso que vos estás planteando. ¿Qué fue lo que fracasó exactamente en ese fracaso? ¿Hasta qué punto un comunista debería responder sobre la viabilidad del comunismo por lo que Stalin hizo en la Unión Soviética? ¿Entonces consideran que el comunismo era eso? Así como el proceso histórico está abierto, la discusión también. Hay un punto ahí que es la expectativa del carácter internacional de una revolución, que en los países centrales la revolución se propague y se extienda como requisito para que la revolución triunfe.

¿Hasta qué punto un comunista debería responder sobre la viabilidad del comunismo por lo que Stalin hizo en la Unión Soviética? ¿Entonces consideran que el comunismo era eso?

—También está esto de que el comunismo tuvo diferentes caras respecto de los países donde se posó. Hay intelectuales que hablan de comunismos, así en plural.

—Es que las condiciones políticas e históricas de cada lugar eran diferentes. Hace un rato hablamos de la desolación o de lo deprimido que uno puede llegar a estar por el contexto del país. En los años setenta, sin por esto idealizarlos, efectivamente se abría una discusión. ¿Y en América latina qué características debería cobrar un proceso revolucionario? Había sectores más ligados al stalinismo que pensaban un aparato de partido tal como estaba en el stalinismo. Había otro tipo de conceptualización ligada al maoísmo ligada a la teorización comunista en países no desarrollados industrialmente. La idea de que hubiese una vanguardia de acción política por medio de un foco de violencia en el guevarismo. Es un campo diverso de perspectivas al interior de proyectos revolucionarios. Por un lado, qué tipo de acción revolucionaria, y por otro qué tipo de proyecto. Porque esos proyectos no respondían a un antojo. A veces se habla de la ideología política como una enfermedad que alguien contrae. Hay gente que te dice: “No, yo no tengo ideología”, “a mí no me agarró eso que les agarró a ustedes”, “yo ese virus no lo tengo y claro, vos tenés tu ideología entonces estás metido ahí adentro”. La idea es ridícula pero está muy extendida, por no decir que está bastante generalizada. El Presidente lo dice. El Presidente cree que él no tiene ideología, ¿podés creer? Lo dice expresamente. Menem también lo decía, pero bueno, tenía otras astucias.

—Pasaron cien años de la Revolución Rusa, y el comunismo se torna cada vez más lejano; también la idea de un giro al capitalismo parece haberse cerrado. Sin embargo, en el primer texto decís que la historia nos afecta porque todavía no terminó. ¿Sigue aún entre nosotros la posibilidad de una transformación radical?

—Pienso eso que escribí, pero también lo dicen Grüner, Žižek, Fredric Jameson, Anderson… ese tipo de intervenciones las tomo muy en cuenta… —Martín Kohan baja la vista, se toma el mentón, y dice:— Sí, el contexto es desolador… es desolador. A veces se cree que una ideología es una preferencia personal. No es lo que a mí me gustaría. La ideología tiene que ver con una posición política respecto de lo que se vive en una sociedad, no más justa como nos acostumbramos a decir, ¡justa! y sin el nivel de oprobio y explotación al que nos acostumbramos. Hoy en día parece irremontable, efectivamente, desde una visión pragmática. Y al mismo tiempo uno se encuentra pensando, porque vos leés Balzac y ¿cuál fue la vivencia de los que en Francia en el siglo XIX atravesaron la Restauración Monárquica? Vos ves eso hoy y sabés que la República triunfó, y que la Revolución Francesa triunfó, y que al poder político no se accede por transmisión de sangre, y que la propiedad es propiedad privada y no propiedad feudal, y que en todo caso hay un sistema explotación horripilante, inhumano, cruel pero es mediante el salario y no hay esclavos. Pero en el recorrido del transcurso de la historia efectivamente los períodos fueron lentos, desfasados cronológicamente y con retrocesos. Con una perspectiva más distanciada, hoy en los libros de historia la Restauración en Francia ocupa tres páginas. Y como uno ya sabe que eso se resolvió, lo lee como lo que es: el vaivén de la lucha política. Pero en esos ciclos se tragó a una generación entera. ¡Y todavía hay monarquía! En los países centrales. Reducida, sí; con un carácter simbólico, sí; con un poder reducido, sí. Sí, sí, sí. Pero al mismo tiempo están ahí, en sus palacios, con sus riquezas, con un poder hereditario. Y la Revolución Francesa claramente triunfó, y aún así todavía hay que tragarse que hay un señor que es Borbón y porque viene por línea de sangre de otro Borbón es rey. Toda esa runfla de príncipes, lo que vemos en la revista Hola. Claramente los procesos históricos tienen discontinuidades, baches, retrocesos y evidentemente estamos atravesando uno.

FOTOS: Martín Rosenzveig

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FUENTE: INFOBAE NOTICIAS

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