De locas de atar a activistas virtuosas

Hace un poco más de 50 años, en 1967, Kathrine Switzer corrió la maratón de Boston. En aquella época era una carrera reservada a los varones, por lo que las pocas mujeres que decidían participar lo hacían eludiendo la inscripción y corriendo sin la pechera con el clásico número que las identificara oficialmente como corredoras.

Switzer decidió ir contra ese sentido común e inscribirse, aunque tomó la precaución de utilizar solo las iniciales de su nombre: K. V. Switzer.

La carrera comenzó, Kathrine corría acompañada por su novio, su entrenador y las miradas entre asombradas y divertidas de los otros corredores varones. Todo transcurría en calma hasta que pasaron junto al camión que transportaba a periodistas y miembros de la organización del evento. Cuando Jock Semple, el vicedirector de la competencia, vio que el corredor número 261 era en realidad una corredora, bajó del vehículo e intentó detenerla al grito de “¡Lárgate de mi carrera y dame esos números!”. El severo organizador podía tolerar que las mujeres corrieran sin inscripción, pero que una lo hiciera con un número oficial era una provocación que no podía dejar pasar. Un oportuno tackle del novio de Kathrine impidió que Semple lograra frenarla para recuperar sus sagrados números.

La reacción de los periodistas que vieron toda la secuencia desde el camión e incluso la fotografiaron para la posteridad no fue la que hoy podríamos esperar. Fastidiados por la actitud de la corredora, varios le preguntaron por qué perturbaba la carrera, si era por algún tipo de cruzada o si se creía una sufragette, denominación dada a las activistas que a principios del siglo XX consiguieron el derecho elemental a que las mujeres votaran como ya lo hacían sus maridos, sus padres y sus hermanos.

Switzer cruzó la línea final en 4 horas y 20 minutos, escoltada por varios corredores que, como su novio y su entrenador, habían tomado la precaución de nacer varones para eludir el control de los organizadores del certamen. Ella contó después que sintió que debía terminar la carrera porque si no “todos iban a creer que las mujeres no pueden hacerlo, que no merecen estar ahí, que no son capaces”. Fue recién a la medianoche, cuando volvía desde Boston hacia su casa en Siracusa, que, al ver su foto en la tapa de los diarios, entendió que su vida acababa de cambiar para siempre. Esa carrera la convirtió en activista y símbolo de las mujeres corredoras.

Luego de Boston, Kathrine ganó la maratón de Nueva York en 1974 y quedó segunda en la de Boston de 1975, ya sin necesidad de usar el truco de las iniciales para inscribirse: en 1972, el comité organizador permitió oficialmente la participación de las mujeres en la maratón.

En una foto de la llegada de esa carrera se la ve sonriente junto a un alegre Jock Semple. La alegría de Semple puede comprenderse: esa vez el burócrata meticuloso no había tenido que defender a los gritos una norma absurda ni terminar en el suelo por intentarlo.

En 2007 Katherine escribió un libro contando su historia y el año pasado, al cumplirse los 50 años de su primera carrera oficial, volvió a correr la maratón de Boston, ya transformada en heroína de la ciudad. Hoy suele contar en las entrevistas: “La idea de correr largas distancias fue siempre considerada cuestionable para las mujeres, porque una actividad intensa significaría que puedes tener piernas grandes, que te puede crecer el bigote, crecer vello en tu pecho ¡o que tu útero se va a caer!”.

En la actualidad, nadie recuerda a Jock Semple ni a los periodistas que trataron a Kathrine de sufragista como si eso fuese un insulto. Tampoco recordamos a quienes denigraban a las sufragettes, tratándolas de locas, extremistas, violentas o arpías que optaban por la violencia por detestar a los hombres o no poder conseguir marido. Ese olvido se debe a que ambas luchas, la del voto femenino y la más modesta de la maratón, fueron exitosas.

Si el resultado hubiese sido adverso, si la militancia de esas mujeres hubiese fracasado, hoy las recordaríamos como personajes nefastos y violentos que no respetaban la ley. Nuestra opinión pública mesurada, empezando por la de nuestros periodistas serios, sostendría que si bien la imposibilidad de votar o correr una maratón podía ser cuestionada, no era esa la forma ni el momento de hacerlo. Otros argumentarían: “La ley es la ley y debe respetarse”, como si las leyes no pudieran ser modificadas por otras.

Pero eso no ocurrió, así que hoy es fácil apoyar la lucha de Kathrine Switzer o las sufragistas de principios del siglo pasado, pero cuesta identificarse con los métodos del colectivo #NiUnaMenos o los de las activistas por el derecho al aborto legal, seguro y gratuito.

En definitiva, lo difícil es aceptar que hacen falta Kathrine y sufragettes, mujeres dispuestas a subversiones que logren hacer avanzar nuestros derechos, como lo lograron hace 100 años o en 1967. Porque de las locas de atar de hoy nacen las activistas virtuosas del futuro.



FUENTE: INFOBAE NOTICIAS

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