Con un patrimonio de casi 14 mil obras, el Museo Nacional de Bellas Artes suele exhibir en sus salas tan sólo un quince por ciento de su colección mientras que el inmenso porcentaje restante se conserva en el subsuelo del edificio, custodiado y oculto a la vista del público, una trastienda a cargo de restauradores y conservadores que protegen el secreto mejor guardado del acervo: obras de Goya, Picasso, Sívori, Berni, Manet, entre tantos otros tesoros.
La manera en la que las miles de obras de arte en diferentes soportes como pintura, dibujos, escultura, fotografía, grabados y artes decorativas, se conservan, se cuidan, almacenan y se restauran puertas adentro de un museo -en este caso el patrimonio artístico más grande de la Argentina- es tal vez uno de los aspectos menos conocidos por el gran público pero también uno de los más fascinantes.
Una oficina vidriada, en la segunda planta del edificio, con la vista privilegiada hacia la Facultad de Derecho y la Floralis Genérica de la Plaza de las Naciones Unidas, alberga cada día la labor cotidiana del departamento de Gestión de Colecciones del museo, a cargo de la licenciada en museología Mercedes de las Carreras, quien junto a su equipo se dedican laboriosamente al cuidado de las piezas.
“Esta área obviamente tiene muchísimo trabajo porque tenemos casi 14.000 obras para cuidar. Por eso hay que poner prioridades: el cronograma de exposiciones del museo definido por la dirección artística y la dirección ejecutiva demanda de obras de nuestro patrimonio, las cuales nosotras tenemos que ver cómo están sus condiciones. Y si no están en perfectas condiciones para ser exhibidas tenemos que restaurarlas, o sea que la prioridad número uno son las actividades del museo”, detalla la jefa de Gestión de Colecciones del museo, de las Carreras.
Mientras relata Carreras su labor, dos muchachas del staff del área, ataviadas en sus delantales blancos, se abocan con una delicadeza y parsimonia envidiable a la restauración de una pintura de Eduardo Sívori, que ha sido solicitada en préstamos por otra institución.
“También -continúa Carreras- tenemos los pedidos de préstamos de otros museos, para lo cual a veces tenemos que restaurar y poner en perfecto estado para poder salir en préstamo. Digamos que son los pedidos los que principalmente rigen al área. Pero también tenemos el cuidado general de todo el patrimonio, lo que está en sala y por algún motivo se van deteriorando -puede ser por la técnica con la que está hecha- o si sucediera algo en la sala, tenemos que responder inmediatamente, y lo que está en guarda”, explica la mujer responsable del juego de llaves que abren las puertas a las reservas, lo más recóndito de la institución.
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En la oficina, sobre la extensa mesa de trabajo, una de las chicas moldea con sus manos un trozo de yeso para completar las partes rotas, faltantes, de un marco antiguo que pertenece a un retrato pintado por el maestro Eduardo Sivori. Tuvo primero que hacer pruebas con distintos solventes para llevar a cabo la limpieza y luego tomar el molde de la única esquina del marco que se conserva intacta para completar las otras. Habrá luego que pintar y lograr el color lo más parecido posible, un marco dorado que enmarcará la tela. Junto a ella, otra de las muchachas cubre con un pincel pequeñísimo los faltantes -casi imperceptibles- las pequeñas mermas, que se han desprendido del retrato el pintor. Se trabaja con lupas cuando la tarea es tan detallada. Luego -cuenta-, se hace un entonado con acuarela, tratando de buscar materiales que sean lo más inocuos posibles para la obra.
Este taller oficia de testigo de las piezas más impactantes y emotivas que posee el museo, entre grandes mesas de trabajo, estanterías a su alrededor repletas de herramientas y las paredes también con objetos necesarios para restaurar: se ven pinceles, cartones para paspartú, frascos con pigmentos (por ejemplo, en una repisa hay frascos con variados colores negro, en ellos se lee “Negro humo”, al lado “negro marfil” o en otro frasco “Negro ébano”), hay chinches, clavos, tornillos, bisturíes y hojas, reglas y escuadras, trinchetas, tuercas, arandelas, pegamentos, brochas variadas, destornilladores. Todo lo necesario para mantener “a punto” y custodiar la valiosa colección del museo.
Si alguna obra que formará parte de una exposición no está en perfectas condiciones, deberá pasar primero por los ojos de este taller para su restauración y entonces sí, su traslado luego a la sala expositiva, como ocurrió recientemente con piezas de Pablo Picasso y dibujos -delicados papeles- de maestros italianos del año 1500, pertenecientes a la colección Bailey. En ambos casos, las exposiciones hicieron salir a la luz obras de las reservas luego de muchísimos años.
“Los dibujos de maestros italianos ahora exhibidos están todos bastante oxidados, o sea, amarillentos, pero es el deterioro propio del papel. Son obras en bastante buen estado. Hemos restaurado pocas, que han sufrido alguna rotura, pero el resto están tal cual se sacaron de la reserva, con el deterioro propio de la edad y del recorrido de esa obra a lo largo de la historia. Porque en el museo están hace poco tiempo”, sugiere Carreras sobre el conjunto que adquirió el primer director del Bellas Artes, Schiaffino, en el año 1906.
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El momento de dirigirse a las reservas del museo, a ver donde se guardan las piezas, es casi mágico, como la revelación de un secreto. Si la narración fuera Alicia en el país de las Maravillas, la excursión a los subsuelos del museo podría compararse con el momento exacto en que la joven protagonista cae por la madriguera del conejo y se abre ante ella un mundo fantástico.
Son cinco en total las reservas que posee el mayor museo del país donde albergar su patrimonio: hay pinturas que se guardan en racks -como se conoce a esa suerte de paneles enrejados que se deslizan con ruedas en su base- uno junto al otro, tratando de optimizar el espacio. Cada obra llevo escrito su número de inventario, como la pintura de Pedro Fígari El gaucho Candiotti, N 9226, o la de Alfredo Hlito, Simulacro, N 8597.
Esta zona desconocida del museo, un mundo donde no reina el gusto imperante ni un guion curatorial, simplemente piezas colocadas, acumuladas, en salas abarrotadas, es tal vez lo más parecido a lo que fueron en el pasado los gabinetes de curiosidades, los antecesores de los museos actuales, esos donde se exhibía todo lo maravilloso que los viajeros exploradores había descubierto.
Los pasillos son testigos de la inmensa variedad de esculturas, se ven bultos, de los más variados tamaños, todos cubiertos con telas blancas y en la superficie, escrito con caligrafía negra, se puede leer el nombre de la obra, del artista y, otra vez, el número de inventario.
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En estanterías de metal, se apilan grandes cajas blancas, de grueso cartón, donde se conservan los dibujos por orden alfabético y región de procedencia: “Acá está todo lo que es obra sobre papel. Algunas de las cajas son pesadísimas”, dice Carreras. En los bordes de algunas de ellas se puede leer, por ejemplo “Goya. Los caprichos”, “De la Cárcova”, “Arte Argentino. de la S a la Z” o “Colección Bailey. Caja Flamenca”. El orden es por colecciones, autores o país de procedencia.
“Cada caja contiene un listado con todas las obras, y a su vez cada obrita sobre papel tiene su folio con su número de inventario. El folio es un papel especial neutro, libre de ácido, que protege a la obra”, explica Mercedes mientras se coloca los guantes para abrir una de las cajas y dejar ver con sumo cuidado lo que hay en su interior: en este caso, una de las cajas de la “Colección Bailey”, dibujos del Renacimiento, cuenta con naturalidad la experta sobre algunos de los papeles que no han sido seleccionados para mostrarse en la muestra actual.
Todos los datos de las obras que se encuentran en las reservas está a su vez volcado en la base de datos del museo, en el área de Documentación, donde además tiene todos los archivos físicos, es decir, lo que es la procedencia, la historia documental de cada pieza.
“Se hace todo con guantes en lo posible. La transpiración de los dedos, de la piel, tiene grasa que se puede acumular en la obra de arte, y se va acumulando la suciedad”, señala la museóloga que trabaja en el museo desde el 2008, cuando ingresó luego de ganar un concurso nacional para cubrir el puesto.
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Las “planeras” se le llama a las cajoneras donde se conservan los grabados por un lado, y las fotografías, por otro, también en folios dentro de los cajones: “Si vos me pedís por ejemplo una fotografía de Alicia D’Amico vengo al estante 7 de la cajonera N primero y la encuentro. Está todo documentado”, confía mientras toma una imagen de Horacio Coppola.
Gran parte del trabajo, asegura, fue poner en orden la reserva: “Los racks no se deslizaban bien, o se trababan en el suelo. Los cajones de las planeras no se deslizaban. Todo eso lo cambiamos. Hicimos mucho orden”, indica sobre este depósito cuya puerta está custodiada por personal de seguridad y al que hubo que llegar luego de bajar una angosta escalera.
Las pinturas más grandes de la colección, se guardan en la que se conoce como la “Reserva ATC” -antiguo nombre de la actual Televisión Pública-: “Esta es la reserva más antigua del museo y es para obras de grandes dimensiones”, detalla la licenciada en museología, mientras se puede ver en el espacio algunas bellezas como Jacky, la bailarina (1928) que la artista Lia Correa Morales de Yrurtia pintó en París, o el Retrato de caballero y niñas pintado en 1858 por Baldassare Verazzi, ambos de impactante dimensión. Junto a ellos, de más de dos metros de ancho, descansa Mujer y toro, sensual obra del francés Alfred Philippe Roll (1846-1919) de una femme desnuda y sonriente, sus mejillas sonrojadas, cerca de un toro, una pieza que indignó a las damas de la aristocracia de 1893. Es además una de las primeras que conformó el patrimonio de esta institución.
En un libro de actas, en el ingreso, se registra el itinerario de cada obra: “acá anotamos el número de inventario, el autor, el título, si sale o si entra a la reserva y el motivo; si es porque hay un movimiento en sala, o porque viene de restauración, etc. Seguimos el recorrido de cada una de las obras”, detalla sobre la dinámica laboral.
Un pequeño dispositivo, del tamaño de un estuche de anteojos, o menos, mide permanentemente la humedad y luz de la reserva, datos que luego se incorporan a la computadora, a un programa que monitorea que los datos sean de temperatura y humedad sean los correctos para una buena conservación de las piezas, explica Carreras.
Fuente: Télam S. E.
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