Una conferencia, un relato, un discurso en la voz de Alfredo Serra. En un recinto especial otorgado por la AMIA, organizada por el Departamento de Cultura y coordinada por el rabino Fishel Szlajen, el periodista de Infobae expuso los hilos de una historia secreta, oculta durante más de tres décadas en un proceso que definió como “un silencio hipócrita”. Fue durante la Semana Trágica, ese enero sangriento de 1919 cuando se gestó una brutal represión contra los obreros en huelga de la fábrica metalúrgica Talleres Vasena.
En ese marco de rebelión y caos social, camuflada durante las batallas campales entre la policía, el ejército y los huelguistas, se desató una barbarie contra la comunidad judía en los barrios de Once y Villa Crespo. Sobre los documentos y los artículos de época que revelaron esta masacre, sobre la magnitud y el mutismo de la sociedad, Serra dictó ayer una conferencia que aquí se transcribe.
“Y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros, para nuestra posteridad, y para todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino” (del Preámbulo de la Constitución Argentina).
Bello texto. Noble texto. Pero… ¿para todos los hombres del mundo? Recordemos las palabras que siguen.
“El corazón de las corrientes humanas que circulaban por las calles centrales como circula la sangre en las venas, era la Bolsa de Comercio. A lo largo de la cuadra de la Bolsa (…) se veían turcos mugrientos con sus feces rojos y sus babuchas astrosas, sus caras impávidas y sus cargamentos de vistosas baratijas. Vendedores de oleografías groseramente coloreadas. Mendigos que estiraban sus manos mutiladas o mostraban fístulas repugnantes en sus piernas sin movimiento para excitar la pública conmiseración. Bohemias idiotas, hermosísimas algunas, andrajosas todas, rotosas y desgreñadas, llevando muchas de ellas el brazos niños lívidos, helados, moribundos, aletargados por la acción de narcóticos criminalmente suministrados, y a cuya vista nacía la duda de quién sería más repugnante y monstruosa: si la madre embrutecida que a tales medios
recurría para obtener una limosna, o la autoridad que miraba indiferente, por inepcia o descuido, aquel cuadro de la miseria más horrible, de esa miseria que recurre al crimen para remediarse… Esos parásitos de nuestra riqueza que la inmigración trae a nuestras playas desde las comarcas más remotas”.
Este texto canalla es un fragmento de la mediocre novela La Bolsa, de Julián Martel (seudónimo del periodista José María Miró), publicada como folletín en 1891 y como libro en 1898, a menos de cuarenta años del conmovedor párrafo del Preámbulo “para todos los hombres del mundo”.
Respecto de la nada casual frase “la autoridad que miraba indiferente, por inepcia o descuido, aquel cuadro”, sugiere, consciente o inconscientemente, una solución al estilo Hitler y su Tercer Reich: ¡exterminio de esa plaga! Pero el autor de La Bolsa avanza, más específico. Se acerca a su verdadero objetivo: el judío.
Un tramo antes, lamenta que suceda “en estas tierras bendecidas por la mano de Dios, el desborde de las masas de ultramar guiadas por simples apetitos venales, y la afluencia de capitales extranjeros en cuanto éstos
entrañan, eficientes en la acción pero peligrosos en su influencia, una atmósfera de utilitarismo absorbente que se infiltra hasta en los sectores tradicionales de la sociedad”.
Y por fin su veneno llega al centro del blanco: “El que hablaba masticando las palabras francesas con dientes alemanes, y no de los más puros, por cierto, era un hombre pálido, rubio, linfático, de mediana estatura, y en cuya cara antipática y afeminada se observaba esa expresión de hipócrita humildad que la costumbre de un largo servilismo ha hecho el sello típico de la raza judía. Tenía los ojos pequeños, estriados de filamentos rojos, que denuncian a los descendientes de la tribu de Zabulón, y la nariz encorvada propia de la tribu de Efraín. Vestía con el lujo charro del judío, el cual nunca puede llegar a adquirir la noble distinción que caracteriza al hombre de raza Aria, su antagonista. Llamábase Filiberto Mackser y tenía el título de Barón que había comprado en Alemania creyendo que así daba importancia a su oscuro apellido”.
Más allá de la nada inocente confusión de hablar de “raza judía” y no de “pueblo, historia y cultura” (lo justo y correcto), cae en el estúpido infantilismo de escribir “Aria” con mayúscula, y “judía” con minúscula. Por supuesto, en la novela, el judío Mackser es un enviado de Rothschild para acaparar el mercado del oro y monopolizar las principales fuentes productoras del país. Lo más alarmante es que esa novela fue, por años, de lectura obligatoria en las clases de Literatura de los colegios secundarios: ¿a cuántos miles de jóvenes habrá envenenado? Y vamos llegando al meollo de esta reunión…
Según la historia oficial, la Semana Trágica (Buenos Aires, del 7 al 14 de enero de 1919, primer gobierno de Hipólito Yrigoyen) fue una represión contra los obreros en huelga de la fábrica metalúrgica Talleres Vasena con el objetivo de talar de cuajo un presunto movimiento extremista de comunistas y anarquistas llegado desde Europa “para atentar contra el estilo de vida argentina”: lugar común que en el futuro serviría para justificar otros crímenes y vandalismos. Entre ellos, los golpes de Estado.
Pero ese episodio, investigado y publicado hasta la saciedad, ocultó deliberadamente la barbarie desatada contra la comunidad judía, camuflada durante las batallas campales de la policía y el ejército contra los huelguistas. Ni siquiera el periodismo y sus constantes prédicas a favor de la libertad, la democracia y el pluralismo, agitó sus banderas y se levantó contra el salvaje pogrom.
Fueron necesarios casi treinta años de silencio hipócrita antes de que un judío, Pablo Fishman, entregara una tarde de agosto, en la Fundación Socialista Juan B. Justo su trabajo El grito olvidado: la documentación clave de la barbarie lanzada en los barrios Once y Villa Crespo. Terminado el conflicto obrero en los Talleres Vasena y con la ciudad casi en calma, en una reunión secreta en el Centro Naval, se creó la Comisión Pro Defensores del Orden: un nombre de apariencia auspiciosa y tranquilizadora -piel de cordero- que reunió a curas, militares, empresarios, políticos y jóvenes de clase alta alineados en la extrema derecha, que pocos días después pasó a llamarse Liga Patriótica Argentina, y que desató el llamado “Terror Blanco”: atacar y matar a los judíos, los rusos, los bolcheviques, los anarquistas, inspirado en un odio visceral a todo lo extranjero.
En ese largo y revelador informe de Fishman figura, entre muchos testimonios, un memorándum del embajador francés a su cancillería, que dice: “La policía masacró de una manera salvaje a todo lo que era o pasaba por ruso”. Salvedad importante: entonces y hasta hoy, en la Argentina, ruso y judío son la misma cosa. Ridículo error que ignora la bestial persecución sufrida por los judíos en la Madre Rusia. Pero no es todo. El embajador francés escribió también que “un delegado del Comité Capital del Partido Radical se ufanaba de haber matado, en un solo día, cuarenta rusos judíos, mientras que su par de la embajada norteamericana informó a su gobierno que entre los 1.365 muertos en la Semana Trágica había encontrado en el Arsenal de Guerra “ciento setenta y nueve cadáveres de rusos judíos”. Tristemente, la mayoría de los testimonios acusaba del pogrom a esbirros del mismo comité radical: un partido de esencia democrática que, contra el viento de la historia, habría coincidido con las peores lacras antijudías de la ultraderecha nacionalista porteña.
Fishman no era investigador, historiador ni periodista. Era apenas un ciudadano argentino de religión judía que durante años oyó hablar en su casa de aquellos hechos; más que hablar, murmurar, por miedo. Leyó cuanto había sobre el tema, pero los autores eludían, por sistema, referirse a la cuestión central: el judío como enemigo universal y chivo expiatorio; prejuicio criminal que llegaría a su diabólico desiderátum bajo Hitler y el Tercer Reich.
Recién hacia los años 50, en un texto del médico y político entrerriano Juan Carulla (1888-1968), nacionalista de pasado anarquista, Fishman halló una pista. El autor, al saber que estaban incendiando el barrio judío, caminó hasta Viamonte, a la altura de la Facultad de Medicina, y vio que “en medio de la calle ardían pilas de libros y trastos viejos entre los cuales podían reconocerse sillas, mesas y otros enseres domésticos, y las llamas
iluminaban, tétricas, la noche, destacando con rojizo resplandor los rostros de una multitud gesticulante y estremecida. Se luchaba dentro y fuera de los edificios. El cruel castigo se extendía a otros hogares hebreos. El ruido de los muebles y cajones violentamente arrojados a la calle se mezclaba con gritos horrendos: ¡Mueran los judíos! Cada tanto pasaban a mi lado viejos barbudos y mujeres desgreñadas. Nunca olvidaré el rostro cárdeno y la mirada suplicante de uno de ellos, al que arrastraban un par de mozalbetes, así como el de un niño sollozante que se aferraba a la vieja levita negra, ya desgarrada… El disturbio provocado por el ataque a los negocios y hogares hebreos se había propagado a varias manzanas a la redonda. El comité radical se había reunido el dos de enero. Siete días después, sus miembros tomaban como profesión la de vejar judíos”.
Otro testimonio inapelable, el de José Mendelson -inmigrante que llegó a ser gran figura de su comunidad-, citado en la revista Hechos de la historia judía arriesga que “las matanzas antijudías en Europa Oriental fueron
un juego de niños. Pamplinas son todos los pogroms al lado de lo que hicieron con ancianos judíos en las comisarías séptima y novena, y en el Departamento Central de Policía. Jinetes arrastraban por las calles a viejos judíos desnudos, les tiraban de las barbas, y cuando ya no podían correr, su piel se desgarraba contra los adoquines, mientras los golpeaban con sables y latigazos”.
Años después, Arturo Cancela, en su libro Tres relatos porteños escribió: “Jóvenes con brazaletes, armados de palos y carabinas, detienen a todos los individuos que llevan barba. Los de la carabina les pinchan el vientre o se cuelgan de las barbas, y otros apedrean los vidrios de las casas de comercio, cuyos propietarios abundan en consonantes”.
El periodista Juan José de Soiza Reilly (estrella de su oficio en aquellos días) denunció en la revista Popular, número 45, tres de febrero de 1919, que vio “ancianos judíos cuyas barbas fueron arrancadas. Uno de ellos levantó su camiseta para mostrarnos dos sangrantes costillas que salían de la piel como dos agujas. Dos niñas de catorce o quince años contaron llorando que habían perdido entre las fieras el tesoro santo -clara metáfora de violación-. A una que se había resistido le partieron la mano derecha de un hachazo. He visto obreros judíos con ambas piernas en astillas: rotas a patadas contra el cordón de la vereda. Todo esto hecho por pistoleros llevando la bandera argentina“.
Entretanto, a los vándalos y asesinos de la Liga Patriótica, liderada por el ultranacionalista Manuel Carlés, aumentaron sus huestes: se sumaron más oficiales del ejército y la marina, y los matones civiles de las bandas Orden Social y Guardia Blanca. Y apenas unos días después de aquella orgía de sangre y odio, el pesado manto de la complicidad no ahorró munición: “La Época”, órgano oficial del partido radical, acusó de los disturbios de la Semana Trágica ¡a los judíos!, y el diario católico El Pueblo, en sólo tres meses, ¡publicó doce editoriales antisemitas!
Pinie Wald, director del periódico Avantgard, detenido y torturado por la policía durante la Semana Trágica, esperó una década para publicar su libro Pesadilla. Este fragmento estremece: “Los niños bien de la Liga Patriótica marchaban pidiendo la muerte de los maximalistas, los judíos y demás extranjeros. Refinados, sádicos, torturaban y programaban orgías. Un judío fue detenido. Luego de los primeros golpes brotó de su boca un chorro de sangre. Entonces le ordenaron cantar el Himno Nacional, y como no lo sabía pues hacía poco que había llegado al país, lo liquidaron en el acto. No seleccionaban: pegaban y mataban a todos los barbudos que les parecían judíos“.
En la morgue, según el periodista Soiza Reilly, “más de 700 cadáveres de judíos esperaban ser identificados para alcanzar su último lugar: un hoyo en la tierra”. Albert Einstein, judío y una de las mentes más brillantes no sólo de la Física sino del Humanismo, definió al nacionalismo como “una enfermedad infantil, el sarampión de las naciones”. Pero en esta playas y en los días de la Semana Trágica, ese sarampión, curable, transformó en cáncer.
Mientras todavía sonaba el eco de los disparos, el 19 de enero, en el lujoso edificio del Centro Naval, Córdoba y Florida, fue fundada la Liga Patriótica Argentina. Su acta fundacional es más que reveladora. Dice así: “La Liga nació para reunir a todos los hombres sanos y enérgicos para colaborar con la autoridad, mantener el orden y vigorizar los sentimientos esenciales del alma nacional (…), inspirar en el pueblo el amor por el Ejército y la Marina (…) Impedir la exposición pública de teorías subversivas contrarias al respeto debido a nuestra patria, nuestra bandera y nuestras instituciones, y las conferencias públicas en locales cerrados no permitidos sobre temas anarquistas y marxistas que entrañen un peligro para nuestra nacionalidad”.
Pero uno de sus inspiradores, Manuel Carlés, agregó una retórica con claras resonancias fascistas: “Luchar contra los indiferentes, los anormales, los envidiosos y haraganes, los inmorales, los agitadores sin oficio y los
energúmenos sin ideas. Contra toda esa runfla sin Dios, Patria ni Ley, la Liga Patrótica levanta su lábaro (Nota: estandarte de los emperadores romanos desde la época de Adriano, 76 a 138 después de Cristo) de Patria y Orden. No pertenecen a la Liga los cobardes y los tristes”.
Parecía inspirado por el vociferante Hitler en la cervecería de Munich, y recogidas sus palabras por el juez argentino Ignacio Braulio Anzóategui (1905-1978), monárquico, enemigo cerril, defensor de la Inquisición y sus hogueras, que en sus dos libros y en sus charla dejó su testamento de barbarie: “Soy nazi por la gracia de Dios. Soy nazi en el peor sentido de la palabra. La tolerancia no es equilibrio sino haraganería humana. El valor sin el aditamento del terror carece de la debida eficacia. La Argentina necesita un dictador valiente, honrado y pintón”. Y era un juez de la Nación Argentina.
Creo que es suficiente. Espero no haberlos aburrido. Muchas gracias. Tikun Olam.
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FUENTE: INFOBAE NOTICIAS
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