Un hombre, un tesoro y una revolución: así empieza lo nuevo de Arturo Pérez-Reverte

Arturo Perez Reverte
“Revolución”, del español Arturo Pérez-Reverte, es una novela de iniciación en el contexto de los procesos revolucionarios mexicanos de comienzos del siglo XX.

“Hacemos la revolución pa que a los pobres no nos chupen la sangre los hacendados capitalistas… Que las tierras se repartan a quienes la trabajan y las minas sean pal pueblo que se deja en ellas la vida”.

La revolución en cuestión es la de México en tiempos de Emiliano Zapata y Francisco Villa. Y quien la escribe, nada más ni nada menos que el célebre autor español Arturo Pérez-Reverte en su nuevo libro editado por Alfaguara, Revolución.

Esta novela de iniciación sigue a Martín Garret Ortiz, un joven ingeniero español que llega a México para trabajar en una mina. Una mañana, la detonación de un arma de fuego atrae su atención y termina por despertar en él un instinto latente y una curiosidad insospechada.

El protagonista de Revolución se presenta al comienzo como un hombre crédulo e inocente, rasgos propios de su edad, pero a lo largo de la novela evolucionará hasta convertirse en un hombre bien parado, de pensamientos claros y con la carga de un pasado inquietante a sus espaldas. En su alborotado camino iniciático, termina por convertirse en un hombre que avanza en su día a día sin vacilaciones, con paso seguro y sin amedrentarse en ningún momento ante la posibilidad de la muerte.

Como por obra de la casualidad o el destino, Martín Garret Ortiz terminará por sumarse al ejército revolucionario de Pancho Villa. Al lado de esos compañeros inesperados, vivirá un viaje duro, arriesgado, sin concesiones ni segundas oportunidades, que le enseñará los avatares de la guerra y los agrios desquites de los amores ingratos.

Así empieza “Revolución”

Arturo Perez Reverte

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El Banco de Chihuahua

Ésta es la historia de un hombre, una revolución y un tesoro. La revolución fue la de México, en tiempos de Emiliano Zapata y Francisco Villa. El tesoro fueron quince mil monedas de oro de a veinte pesos de las denominadas maximilianos, robadas en un banco de Ciudad Juárez el 8 de mayo de 1911. El hombre se llamaba Martín Garret Ortiz, y todo empezó para él la mañana de ese mismo día, cuando oyó un disparo lejano. Pam, hizo, seguido de un eco que fue apagándose en la calle. Y después sonaron otros dos seguidos: pam, pam.

Dejó sobre la mesa el libro que estaba leyendo —La energía eléctrica en la moderna explotación minera— y se asomó al mirador apartando los visillos. Parecían tiros de fusil disparados a dos o tres manzanas de allí. A un par de cuadras, como decían los mexicanos. Al cabo de un momento sonaron otros, esta vez más cerca. Sobre los tejados de las casas bajas y chatas se levantó una columna de humo primero gris y luego negro que la ausencia de viento mantenía vertical en el azul cegador de la mañana. Ahora el tiroteo era más nutrido, tornándose un chisporrotear de estampidos: pam, crac, crac, pam, crac, pam. Así sonaba, y el eco volvía a multiplicar el ruido. Era un crepitar intenso, semejante al arder de madera seca, que parecía extenderse por todas partes.

Ya empezó, se dijo, excitado. Ya los tenemos ahí.

Era Martín Garret un joven curioso, todavía en esa edad —veinticuatro años cumplidos dos meses atrás— en la que uno cree hallarse a salvo de los imprevistos del azar y de las balas perdidas que zumban en las calles. Pero, sobre todo, se aburría en su habitación del hotel Monte Carlo esperando la reapertura de las minas Piedra Chiquita, cerradas por la inseguridad política en el norte del país. Así que la novedad pudo más que la prudencia. Se abotonó el chaleco y ajustó la corbata, cogió sombrero y chaqueta e introdujo en ésta un pequeño revólver Orbea niquelado con cinco cartuchos de calibre 38 en el tambor. Aquel peso en el bolsillo derecho inspiraba cierta seguridad. Después bajó de dos en dos peldaños las escaleras, pasó junto al asustado conserje, que asomaba apenas los bigotes tras el mostrador del vestíbulo, y salió a la calle.

Quería mirar, verlo todo con sus propios ojos ávidos. Desde que llegó de España, el joven ingeniero de minas había seguido la evolución de los acontecimientos a través de los periódicos nacionales y estadounidenses. Todos hablaban de la inminencia del conflicto, de la inestabilidad del presidente Porfirio Díaz, de cómo los descontentos se unían en torno al opositor Francisco Madero. En los últimos meses se habían sucedido tensiones políticas, hechos ominosos, incidentes que incluían cada vez más sangre. Incluso verdaderos combates.

Las partidas de bandidos, pequeños rancheros o campesinos desesperados se agrupaban ahora en brigadas con organización casi militar, bajo cabecillas que reclamaban justicia y pan para el pueblo, sumido en la miseria por hacendados arrogantes y por un gabinete presidencial ajeno a la razón. Para cualquier mexicano de las clases medias y bajas, la palabra gobierno era sinónimo de enemigo. Por eso los insurrectos querían Ciudad Juárez, principal paso fronterizo con los Estados Unidos. Se habían acercado en los días anteriores, ocupando posiciones en torno a la ciudad. Acumulando fuerzas. Ahora empezaba la verdadera lucha y quizá la revolución.

Yacía un hombre muerto al extremo de la calle desierta, frente al salón de billares Ambos Mundos. Estaba tirado boca arriba y seguramente alguien lo arrastró hasta allí después de que le dieran un balazo, buscando ponerlo a cubierto, pues había un largo reguero de sangre medio coagulada en la tierra de la calle sin asfaltar. Martín nunca había visto a nadie muerto de forma violenta, ni siquiera en las minas; así que se quedó un momento mirándolo.

moneda del centenario de la revolución de 5 pesos de Emiliano zapata
La revolución mexicana de la que escribe Pérez-Reverte fue encabezada por Emiliano Zapata y Francisco Villa.

Le llamaba la atención el desorden de la ropa, los bolsillos vueltos del revés, los pies sólo con calcetines —habían desaparecido los zapatos— y el rostro contraído encarando el cielo, abiertos los ojos que velaba una fina capa de polvo depositada en ellos. Sobre la boca entreabierta revoloteaban moscas, zumbando entre ella y el agujero pardusco que el muerto tenía en el pecho. Era un hombre de edad indefinida, entre los treinta y los cincuenta años, con ropa de ciudad. No parecía un combatiente, sino una víctima del azar, tal vez de alguna bala perdida. Entonces Martín intuyó por qué lo habían arrastrado hasta ponerlo al amparo de los edificios cercanos y bajos. No con intención de atenderlo, pues seguramente ya estaba muerto, sino para despojar con calma el cadáver.

Caminó un poco más, hasta la esquina y luego adelante, procurando hacerlo pegado a las paredes. Las calles permanecían desiertas. Fuera de su vista continuaba el tiroteo, muy violento ahora, que parecía multiplicarse en varios lugares. Anduvo guiándose por el ruido de los disparos más próximos. Su intensidad era mayor por la parte noroeste, hacia el río Bravo y los puentes que cruzaban la frontera al lado estadounidense de El Paso, Texas.

Sintió sed. La tensión le secaba la boca. Las casas disminuían en altura en aquella zona de la ciudad y el sol pegaba fuerte: cada vez más arriba, dejaba pocos espacios de sombra. Se aflojó el nudo de la corbata, secó el sudor de la frente y la badana del sombrero con el pañuelo y miró alrededor. Ni un alma. Nunca había imaginado que la guerra despoblase tanto el paisaje.

Al otro lado de la calle, el rótulo El As de Copas pintado en una fachada indicaba una cantina. La sed seguía torturándolo, así que hizo un rápido cálculo de pros y contras. Tras decidirse, echó a correr para alcanzar el lugar; treinta metros que se hicieron largos, pero nadie le disparó, aunque los tiros sonaban no demasiado lejos. La puerta de la cantina estaba cerrada. Llamó varias veces sin resultado, hasta que al fin se entreabrió un palmo y un rostro cenceño y bigotudo apareció en la rendija.

—Déjeme entrar —dijo Martín—. Tengo sed.

Una duda silenciosa, dentro. Sobre el bigote, dos ojos muy negros lo observaban con recelo.

—Llevo dinero —insistió el joven—. Pagaré por lo que beba.

Tras una corta vacilación le franquearon la entrada. El interior estaba en penumbra a causa de los postigos echados: la luz penetraba por una claraboya alta, iluminando malamente una habitación con mesas y sillas desvencijadas, un mostrador y varios bultos inmóviles, sentados. A medida que sus ojos deslumbrados se acostumbraron, Martín pudo distinguir los detalles. Había allí media docena de hombres y todos lo contemplaban con curiosidad.

—¿Qué le sirvo, señor?

—Agua.

—¿Nada más? —lo miró el cantinero, extrañado—. ¿No quiere sotol, o tequila?

—Después. Ahora deme agua, por favor.

Arturo Pérez-Reverte es escritor, periodista y miembro de la Real Academia Española desde 2003. (EFE)
Arturo Pérez-Reverte es escritor, periodista y miembro de la Real Academia Española desde 2003. (EFE)
(Marcial Guillén/)

Bebió con ansia hasta vaciar la jarra. Uno de los hombres se levantó y anduvo hasta el mostrador, recargándose en él frente al cantinero. Era pequeño, panzudo bajo la chaqueta de dril entreabierta, y un bigote frondoso le ensombrecía la boca. Estudiaba despacio a Martín, que se había quitado el sombrero al entrar y se enjugaba el sudor de la cara con el pañuelo.

—¿Español? —preguntó.

—Sí.

—Se le nota lo gachupín en el habla.

Asintió Martín, inseguro de si eso era bueno o malo.

A menudo se asociaba a los hacendados españoles con los afectos al régimen de Porfirio Díaz.

—Cada quien es de donde es —dijo.

—Claro.

Sin preguntar más, el cantinero le había puesto delante a Martín un vaso de tequila. Se lo llevó a la boca, bebió un sorbo y el alcohol ardiente le hizo crispar la cara. Tequila transparente como el agua y fuerte como el diablo.

—No es día para andarse paseando —opinó el panzudo.

Seguía mirándolo con curiosidad. Afuera sonaban, apagados, los tiros lejanos.

—¿Son los rebeldes? —inquirió Martín.

Una sonrisa sin humor le torció al otro el bigotazo.

—Lo de rebeldes, señor, según y cómo… Lo que son es maderistas que se fajan a plomazos con los mochos. Y viceversa.

—¿Los mochos?

—Los soldados, o sea. Los pelones.

—Los llaman así por el pelo al rape —quiso aclarar el cantinero.

—Meros desgraciados contra desgraciados… Obligados por quienes mandan a buscar en el otro mundo lo que aquí no tienen.

El bigotudo panzón hablaba bien, educado. Se veía hombre de cierta instrucción. Indicó la puerta de la calle.

—Yo que usted, señor, me terminaba tranquilo el tequila. Si asoma ahí afuera lo pueden perjudicar.

—¿Qué está pasando?

—Se brega en varios lugares, y también en la estación —señaló el mexicano a los que estaban sentados—. Aquí los muchachos se lo pueden decir mejor que yo. Está cerca y de allí vienen.

Se fijó Martín en los cuatro: ropa de mezclilla azul manchada de grasa, gorras mugrientas, bigotes en rostros sucios de carbonilla. Ferroviarios. O ferrocarrileros, como decían en el norte. Dirigió un ademán al cantinero.

—Tengo mucho gusto en invitarlos a un trago, si me lo aceptan.

—Pa luego es tarde —dijo uno.

Se levantaron despacio, con dignidad, y se acercaron al mostrador. El cantinero les fue llenando los vasos.

—Los maderistas nos cayeron al alba por el poniente y por el sur —dijo el ferroviario que había hablado antes—. Empezaron de a poquito y fueron llegando más, con todo y caballería, hasta que se agarraron macizo —indicó a sus compañeros—. Nosotros tuvimos que pelarnos de la estación, porque allí se daban bien en la madre.

—¿Quién está ganando?

—Ah, pos eso aún no se sabe. De un lado dicen que viene don Francisco Madero con los señores Orozco y Villa, que son reduros. Y del otro, a los federales los manda el general don Juan Navarro, que ya son palabras pesadas.

—El Tigre de Cerro Prieto —apuntó el bigotudo panzón.

No sonaba a elogio. Hacía pensar en paredones picados de tiros y hombres colgados de los árboles como racimos de fruta.

—Así que cuando esto acabe —remató otro de los ferroviarios—, van a sobrar sombreros.

Bebieron todos, aplicados. Fuera, el tiroteo resbalaba hacia el silencio y volvía a crepitar intenso al cabo de un momento, como el vaivén de una ola en las rocas. Encargó Martín otra ronda y nadie dijo no.

—Oiga, amigo…

Con el ceño fruncido y un vaso en la mano, el panzón observaba a Martín. Lo miró éste.

—Dígame.

—¿Preguntar es ofender?

—En absoluto.

—¿Qué se le perdió hoy por estos rumbos?

Titubeó el joven, algo desconcertado.

—Trabajo en unas minas, cerca de aquí.

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Le lanzó el otro una ojeada súbita, desconfiada, como la de quien de pronto ventea a un enemigo. Vació el vaso de un trago y volvió a mirarlo, reparando ahora en el lado derecho de la chaqueta, más pesado que el izquierdo. Después lo estudió despacio de arriba abajo, midiéndole el estatus.

—¿Administrador?

—Ingeniero.

—Ah —se relajó el mexicano.

Siento curiosidad. Nunca he visto una revolución.

Pos dicen que por la curiosidad se murió el gato, ¿no? —dijo uno de los ferroviarios—. Mejor se nos queda aquí tantito, hasta que afloje.

Lo pensó Martín. Su empeño seguía pesando más que la prudencia. Puso unas monedas sobre el mostrador.

—En realidad, debería…

No acabó la frase. Sonaban golpes en la puerta: repetidos, violentos, amenazadores. No eran de gente que pidiera permiso para entrar, sino de la que exigía paso franco. Por las bravas.

Quién es Arturo Pérez Reverte

♦ Nació en Cartagena, España, en 1951.

♦ Es escritor y fue reportero de guerra durante veintiún años.

♦ Con más de veinte millones de lectores en el mundo, traducido a cuarenta idiomas, muchas de sus obras han sido llevadas al cine y la televisión.

♦ Escribió libros como El italiano, Línea de fuego, Sidi y El tango de la Guardia Vieja.

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