“Pase Doctora Cabo”, le escuché decir a la señorita Graciela, invitándome a dar la lección. Me puse de pie y caminé entre los bancos hasta el frente, un poco anonadada por la forma de nombrarme y confiada en que podría sortear el obstáculo. Aún me acuerdo la escena, una lección de ciencias sociales de 6° grado, pero fundamentalmente la recuerdo a ella -la maestra- su tez blanca, su cabello oscuro y sus gestos exagerados dramatizando sus preguntas a una supuesta destacada especialista. Y si bien no puedo recordar el contenido de esa enseñanza, sí su actitud y, especialmente, lo que viví en ese momento; siento aún en mi cuerpo aquella confianza absoluta en que yo podía lograrlo.
En ese entonces, yo era hija de un comerciante y de un ama de casa, aunque cursaba mi primaria en una escuela privada y sólo de mujeres, con una formación que nos incluía a todas, más allá de las diferencias individuales.
Las docentes, con una marcada formación en lo que los pedagogos llamamos escuela nueva, nos instaban a participar activamente en las clases, experimentando en el aula aquello que mostraban los libros y construyendo saberes vivenciados previamente. Y así aprendíamos matemática interrelacionado con Lengua. Por ejemplo, la señorita Gachi Maldonado nos hizo analizar el refran: “el que parte y bien reparte, para sí la mejor parte” previo a enseñar fracciones. O aprendíamos las partes de la célula, con Analía Olego, convirtiéndonos en una vacuola o en una mitocondria para internalizar aquellos contenidos que debíamos aprender.
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“Pase Doctora Cabo”, me dicen cuando ya es mi tiempo para la exposición en algún lugar académico y – cuando lo hacen- a mí se me hinche el corazón. Pero no por el título en sí, sino por el recuerdo de lo que logró la señorita Graciela.
Volviendo a la célula, ella fue como la membrana celular, la que cumple la función de proteger, pero, a su vez, su permeabilidad permite el paso de nutrientes y, en ese ida y vuelta, el crecimiento es fácil. Ella me “sostuvo”, me dio el apego necesario para que yo pudiera creer en mí y así crecer. Y así, el BUEN TRATO de esa maestra, se convirtió en un abrazo, cuyo calor hoy sigo sintiendo, aunque no recuerde de qué trataba la lección de aquella vez.
Si bien nadie pone en dudas la importancia de los contenidos escolares, creo y estoy convencida del poder de las palabras en un aula y de la capacidad de equilibrar la balanza de la justicia curricular y social, una balanza que debe lograr la equidad de aprendizajes en un marco de igualdad y de inclusión.
Cada clase debería contener una propuesta para mirar de otro modo la realidad y, además, convertirse en un espacio donde el niño o el joven encuentren la confianza necesaria para transformar el mundo. Y, en ese recorrido, tejer un vínculo que ate, que dé seguridad y también que otorgue ciertas certidumbres que ayuden a enhebrar saberes, y, a su vez, que abra a una plataforma para saltar a un mundo incierto y desconocido, pero con fuertes raíces que se fueron tejiendo en el aula.
Necesitamos maestras y maestros que abracen las almas de esos pequeñitos y pequeñitas y que se conviertan en un trampolín para que los más chicos puedan saltar y aprender a vivir en un mundo incierto y -a veces- cruel, pero fundamentalmente que les transmita la certeza de que alguien, alguna vez, confió en ese niño o niña que caminaba entre los bancos apoyándose en su mirada.
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