Confieso que esperaba que después del “exitoso” plan septiembre, que le permitió al Gobierno reacomodar el acuerdo con el FMI, lograr adelantar la venta de dólares de los productores de soja, y ordenar, en el muy corto plazo, la política monetaria, las autoridades económicas aprovecharían el envión para reforzarlo con un plan octubre que le diera más chances de mejora durante los próximos meses.
Sin embargo, esto no sucedió.
En lugar de ampliar el dólar de 200 a otras operaciones de comercio exterior, ratificando un salto cambiario que en gran parte ya está hecho, y aplicar un ajuste fiscal y monetario mucho más agresivo, las autoridades económicas prefirieron o no pudieron políticamente (¿Aire de familia con lo sucedido con Guzmán?), dar por terminado, por ahora, el período de acumulación de reservas, descansar en los ingresos de dólares provenientes de los créditos de los organismos multilaterales, ajustar el torniquete a las importaciones, y dedicar los próximos meses a gastar con cuentagotas, los dólares acumulados en septiembre.
Es cierto que podría considerarse riesgoso ampliar el salto devaluatorio a un conjunto amplio de bienes de la economía, pero no es menos cierto que, dada la incertidumbre en torno al acceso al mercado del dólar subsidiado, ya muchos precios tienen la expectativa de devaluación incorporada, y una política más austera en materia fiscal que permitiera hacer creíble otra política monetaria, hubiera limitado el traslado de la devaluación al resto de los precios, con menores costos en el nivel de actividad, para converger más rápidamente, a la por ahora cuasi quimérica “meta de inflación” del 5% mensual.
Reducido el plan octubre a un nuevo sistema de racionamiento de los dólares ganados en septiembre y a un intento por moderar la oferta monetaria presente, a costa de acumular más desequilibrio monetario futuro, la economía argentina parece haberse estacionado en lo que los economistas llamamos un “mal equilibrio” (aunque de equilibrio tiene poco).
Los tipos de cambio libres, fluctúan cerca de los 300 pesos por dólar, el tipo de cambio oficial se ajusta levemente por debajo de la inflación esperada, al igual que la tasa de interés mensual, la brecha oscila entre el 90 y el 100%, la tasa de inflación lleva una velocidad crucero cercana al 7% mensual y las expectativas de salto devaluatorio y aceleración inflacionaria no se han despejado, aún cuando el nivel de actividad empieza a frenarse, por caída en el poder de compra, por el lado de la demanda, y por las trabas a la producción por el lado de la oferta.
Es decir, estamos igual que en septiembre, pero con más dólares por un rato en el Banco Central y, por supuesto, hay que reconocerlo, con el acuerdo con el Fondo vigente.
Pero para ser más preciso, no estamos igual, mirando con más detalle estamos peor, dado que este mal equilibrio es inestable.
Me explico.
A principios de septiembre parecía que el ajuste fiscal venía en serio, y que iba más allá de la licuación inflacionaria. Hoy, luce más dudoso el verdadero monto de la reducción de subsidios a la energía, y se anuncian bonos y mayores gastos en subsidios sociales.
Los vencimientos de deuda interna, cuyas dificultades de renovación gatillaron la crisis de junio pasado, han podido ser renovados, pero concentrando todos los vencimientos antes de las elecciones del año próximo, y al costo de tener que ofrecer rendimientos indexados por tipo de cambio y/o por inflación, lo que suba más.
Dado el super cepo -el coto de caza de la colocación de esta deuda- y el tipo de tenedores mayoritarios -sector público e instituciones privadas reguladas- lo que pone de manifiesto esta situación, más que las dificultades de renovación son, en primer lugar, como se mencionara, el costo -no contabilizado todavía en las cuentas públicas- que a la tasa de inflación esperada podría cuasi duplicar la deuda, en términos nominales, en un año. Segundo, lo difícil que será levantar el cepo sin un programa potente y confiable, cuando se acumula un stock de deuda en pesos equivalente a 15.000/20.000 millones de dólares en manos privadas. Tercero, el aumento, aunque todavía manejable, de la deuda pública en los activos del sistema financiero.
A esto hay que agregarle la situación monetaria.
Como probó el mes de septiembre, la demanda de dinero no remunerado es tan baja y débil, que cualquier peso que se emite y no se retira colocando deuda del Banco Central pega directamente en la demanda de dólares libres, y en la tasa de inflación, casi sin rezagos. Y el tamaño y crecimiento de esta deuda (leliqs y pases) hace muy difícil licuarla, dado que la tasa negativa se compensa con mayor monto de esa deuda.
A este panorama, hay que agregarle que las expectativas de inflación ya han generado una inercia en los acuerdos salariales -algún día tendremos que incorporar en serio el tema de la productividad a la discusión- y en los precios y contratos en general -crece la tentación de congelamientos sin programa, que caracteriza al kirchnerismo más rancio-.
En síntesis, un mal equilibrio en torno a una brecha del 100%, un Banco Central que tendrá que vender los dólares acumulados. Un dudoso ajuste fiscal basado en la licuación, un ajuste monetario de muy corto plazo, deuda interna renovada a golpe de cepo y mayor costo, un stock de deuda del Banco Central creciente, un nivel de actividad que se desacelera, y expectativas de inflación que no aflojan, e indexan los contratos, mientras se mantiene latente la amenaza de congelamiento de precios.
Nostalgias de septiembre.
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