¿Se puede separar la obra del artista? El poeta maldito Arthur Rimbaud lo hizo imposible

“Actualmente me encuentro muy mal”, le escribió a su hermana Isabelle este hombre de apenas 36 años y que parece un viejo agonizante atravesado por el dolor y sufrimientos de meses. Es junio de 1891 y acaba de llegar a Marsella desde Harar, este de Etiopía. Aferrado a su cinturón, cargado de 16.000 francos en oro, y en pésimas condiciones de salud, le acaban de amputar su pierna derecha. Junto a él, su madre Vitalie Cuif. En pocos meses este hombre morirá en ese mismo hospital.

Arthur Rimbaud nació en la pequeña ciudad de Charleville, en las Ardenas al norte de Francia, en 1854 y ya a los 15 años sobresale en los concursos escolares de poesía en griego y latín. Gana el primer premio en todos; absorbe con rapidez lo que la escuela francesa, la enseñanza de los idiomas clásicos y la retórica le ofrecen. Niño prodigio y rápidamente un adolescente sin límites, entonces, se cruza con un profesor que le presta atención.

Así, George Izambard fue posiblemente el primer adulto que empezó a tomar en cuenta a este joven con rostro de niño. Le ofreció su biblioteca, “afortunadamente tengo su habitación. ¡Usted se acuerda el permiso que me dio!”, le escribe en agosto de 1870. Es una biblioteca clásica y actualizada de literatura, en particular poesía francesa. Allí descubre el Don Quijote de Cervantes y la poesía de Charles Baudelaire, Theodore de Banville, de Paul Verlaine, entre otros, que despertaron en Arthur una avidez desenfrenada por leer ya no como alumno sino como un nuevo e impredecible poeta.

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Interrumpida su educación en el colegio por la guerra franco-prusiana (julio 1870 – mayo 1871), Arthur se vuelve un joven vagabundo con tiempo libre para empezar a escribir tras sus lecturas de adulto precoz. Le enviará una carta de modo impertinente a Banville: “Estamos en los meses del amor; yo tengo CASI diez y siete años”. Le enviará sus primeros poemas (”Ofelia”, “Credo in unam”), a lo cual el poeta consagrado no responderá.

Arthur Rimbaud - Paul Verlaine
Paul Verlaine y Rimbaud tuvieron un romance que terminó en un tiroteo.

Luego, el 29 de agosto de 1870 más precisamente, se fugará sin permiso de su madre -su padre los abandonó a sus seis años- hacia París, detenido por la Policía y liberado gracias a la intervención de su profesor Izambard. Habrá luego dos fugas, la tercera, la más larga, en febrero de 1871, que dará lugar a su gran metamorfosis.

“Porque yo es otro”, le declama el desconocido poeta Arthur Rimbaud al joven poeta Paul Demeny en una carta manifiesto escrita en Charleville y fechada el 15 de mayo de 1871. “Si el cobre despierta clarín, no es su culpa. Esto es evidente para mí: asisto a la eclosión de mi pensamiento, lo miro, lo escucho”. Es la hoy llamada “Carta del vidente”: “Digo que es necesario ser vidente, hacerse vidente. El poeta se hace vidente por un largo, inmenso, razonado desajuste de todos los sentidos. Todas las formas de amor, de sufrimiento, de demencia, busca él, agota en él todos los venenos, para solo guardar sus quintaesencias” (traducción de Raúl Gustavo Aguirre).

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Aquí nace el mito y el misterio Rimbaud. El del poeta, primero, y luego comerciante, en algún momento traficante de armas en África, el de irreverente entre los poetas parisinos en mayo y junio de 1872, el del joven amante de Verlaine con quien termina a tiros de revolver en Londres en julio de 1873, el del gran poeta de la literatura francesa y universal a partir de las vanguardias de principios del siglo XX. El inventor, sin habérselo propuesto, de la fusión entre obra y vida como una producción artística. Su único libro publicado en vida y escrito en unos pocos meses de ese año fue Una temporada en el infierno (Poot Impresores, Bruselas, 1873).

Una temporada en el infierno reúne la intensidad de vida y de lectura de un joven brillante, desenfrenado, solitario y libre contra todo pronóstico de lo que se puede esperar de un “provinciano” que llega a la gran ciudad de París y no se intimida. En ese sentido, es muy difícil distinguir hoy lo falso de lo verdadero en la vida de Rimbaud, pero esta primera, única e inesperada obra son un riguroso testimonio literario de algo que solo va a poder a ser leído como tal 50 años después gracias al Dadaísmo y en particular el Surrealismo, en su reivindicación del Primer Manifiesto en 1924.

Arthur Rimbaud - Paul Verlaine

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Una temporada en el infierno condensa el testimonio poético de la atracción y el asco, el placer y el sufrimiento, la fusión y el desgarro de la experiencia de un sujeto real absolutamente singular transformado en sujeto de un poema en prosa único. Un sujeto que actualiza un infierno subjetivo, sensitivo y mental, y que en una ‘temporada’ se transforma ferozmente de forma extrema y lo abandona sin dar vuelta el rostro. Dividido en un poema como introducción y nueve poemas más como capítulos, su escritura es exuberante, exasperada en sus reflexiones y descripciones, puntuada y espaciada con sutileza casi para ser leída y declamada en voz alta.

Por momentos romántico, por momentos simbolista, por momentos ocultista, iluminista, blasfemo, agnóstico, y católico, este primer y único libro de Arthur Rimbaud fue el precursor desde la poesía del final estrepitoso del racionalismo y de la modernidad. “Es necesario ser absolutamente moderno”, escribe en el cierre del libro medio siglo antes de la Primera Guerra Mundial. Y previamente: “¡LA SANGRE pagana reaparece! El espíritu está cerca. ¿por qué Cristo no me ayuda, dando a mi alma nobleza y libertad? ¡Ay! ¡El evangelio ha cesado! ¡El evangelio! ¡El evangelio! /Espero a Dios con gula. Soy de raza inferior desde toda la eternidad” (”Mala sangre”, Trad. R.G.A.).

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Hoy podemos decir que Rimbaud y su breve obra-vida no solo influyó en toda la poesía y la literatura en general desde principios del siglo XX sino también en todas las artes. A Bob Dylan, Los Beatles, Luis Alberto Spinetta, Patti Smith, Nick Cave en la música popular; a Max Ernst, Leonora Carrington, Bacon, Beuys; a Isadora Duncan, Pina Bausch en la danza moderna o a Samuel Beckett, Eugene Ionesco, Peter Brook, etc…

Arthur Rimbaud condensa en Una temporada en el infierno y otros de sus poemas, como “Vocales” o “El barco ebrio”, esa potencia inactual de un clásico y al mismo tiempo de una obra inquietante e inagotable en sus sentidos, como toda obra artística, que, para gran parte de los artistas, poetas en particular, nos ha sido dado como una lectura iniciática e irreductible.

“Una temporada en el infierno” (fragmento)

ANTAÑO si mal no recuerdo, mi vida era un festín donde todos los corazones se abrían, donde corrían todos los vinos.

Una noche, senté a la Belleza en mis rodillas. —Y la encontré amarga. — Y la injurié.

Tomé las armas contra la justicia.

Hui. ¡Oh brujas, oh miseria, oh rencor, a vosotros fue confiado mi tesoro!

Logré que se desvaneciera de mi espíritu toda esperanza humana. Salté sobre toda la alegría, para estrangularla, con el silencioso salto de la bestia feroz.

Llamé a los verdugos para morder, al morir, la culata de sus fusiles. Llamé a las plagas para ahogarme con arena, con sangre. La desgracia fue mi dios. Me sequé con el aire del crimen. Y jugué unas cuantas veces a la demencia.

Y la primavera me trajo la horrible risa del idiota.

Arthur Rimbaud
Rimbaud en Etiopía. Kharbine-Tapabor/Shutterstock (Kharbine-Tapabor/Shutterstock/)

Pero, hallándome recientemente a punto de lanzar el último gallo, se me ocurrió buscar la llave del antiguo festín, donde quizá recuperara el apetito.

La caridad es esa llave —¡Esta inspiración demuestra que he soñado!

“Seguirás siendo hiena, etc…, exclama el demonio que me coronó con tan amables amapolas. “Gana la muerte con todos tus apetitos, y tu egoísmo, y todos los pecados capitales.”

Ah, demasiado harto estoy de eso: — Pero, querido Satán, te conjuro, ¡una pupila menos irritada! Y, en espera de algunas pequeñas infamias que se demoran, para ti que prefieres en el escritor la ausencia de facultades descriptivas o instructivas, desprendo estas horrendas hojas de mi cuaderno de condenado.

“Noche del infierno” (fragmento)

INGERÍ UN enorme trago de veneno. —¡Bendito sea tres veces el consejo que me dieron! —Las entrañas me queman. La violencia de la ponzoña retuerce mis miembros, me deforma, me derriba. Muero de sed, me ahogo, no puedo gritar. Es el infierno, ¡el castigo eterno! ¡Mirad cómo se aviva el fuego! Ardo como es debido. ¡Vamos demonio! Había entrevisto la conversión al bien y a la felicidad, la salvación. ¿Puedo describir esa visión?, ¡el aire del infierno no tolera los himnos! Había millones de criaturas encantadoras, un suave concierto espiritual, la fuerza y la paz, las nobles ambiciones, no sé.

¡Las nobles ambiciones!

¡y aún es la vida! —¡Si la condenación es eterna! Un hombre que quiere mutilarse está bien condenado, ¿no es así? Me creo en el infierno, por lo tanto estoy en él. Es la realidad del catecismo. Soy esclavo de mi bautismo. Padres míos, habéis hecho mi desgracia y la vuestra. Pobre inocente. —El infierno no puede atacar a los paganos. — ¡Es la vida aún! Más tarde, las delicias de la condenación serán más profundas. Un crimen, pronto, que yo caiga en la nada, por medio de la ley humana.

(De Una temporada en el infierno, traducción de Raúl Gustavo Aguirre, Caracas, Monte Avila, 1976).

* Otras entregas de El poema de los viernes se pueden leer clickeando acá.

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