¿Se está judicializando la democracia estadounidense?

Miembros del Comité Selecto de la Cámara de Representantes de EEUU que investiga el atentado del 6 de enero en el Capitolio celebran su última reunión pública para dar a conocer su informe en el Congreso (REUTERS/Evelyn Hockstein)
Miembros del Comité Selecto de la Cámara de Representantes de EEUU que investiga el atentado del 6 de enero en el Capitolio celebran su última reunión pública para dar a conocer su informe en el Congreso (REUTERS/Evelyn Hockstein) (EVELYN HOCKSTEIN/)

Desde hace algún tiempo estoy convencido que la política de Estados Unidos se ha latinoamericanizado. Es un proceso que comenzó a hacerse visible a partir de la elección presidencial del 2016, aunque venía de antes. Hoy, en vez de mejorar parece empeorar, manifestándose no sólo en polarización, división, falta de acuerdos en el Congreso, sesgos en los medios de comunicación, inexistencia de política de Estado en una serie de materias relevantes, etc.

El problema no es solo político, sino que existe un verdadero enfrentamiento cultural con dos visiones del pasado y del presente, y, por lo tanto, del futuro, y sectores importantes de progresistas y de conservadores, que no solo discrepan en temas puntuales, sino que buscan doblegar al adversario más que convencerlo.

El elemento que hoy agrega mucha preocupación es otra faceta de la latinoamericanización, cual lo es la judicialización de la política, y, por lo tanto, de su democracia. Si algo hace y ha hecho mucho daño a la democracia al sur del Río Grande es la judicialización de la política y/o politización de la justicia. En el camino se ha logrado lo que recién se inicia en Estados Unidos, es decir, transformar a tribunales y policías en verdaderas armas a ser usadas contra los rivales.

Es cierto que desde sus orígenes, en Estados Unidos se ha recurrido a los tribunales para zanjar todo tipo de disputas, y de ahí el rol especial de la Corte Suprema de resolver, con efectos obligatorios para todos y no solo las partes, y en todo el territorio las materias que decide conocer. Nadie, ni siquiera el presidente tiene atribuciones semejantes en Estados Unidos.

Todavía no llegan a la Corte Suprema los temas de fondo de los dos sectores, pero no hay duda de que afecta a la democracia lo que está ocurriendo, en el sentido que, a diferencia del pasado, hoy la política acude a la justicia, más que para resolver una disputa, lo que busca es perpetuarla en tribunales el mayor tiempo que se pueda, no para una solución en manos de un tercero imparcial, sino para que prevalezca en definitiva la narrativa propia sobre la del adversario.

De igual manera la pretensión no es solo el fallo judicial, sino también se busca instrumentalizar a todos los actores para que concuerden con las respectivas narrativas. Esto rompe una de las bases de la convivencia democrática, de la que Estados Unidos siempre pudo enorgullecerse, tanto que no ha tenido ninguna experiencia de gobierno militar o de golpe de estado en toda su historia, tanto que el idioma inglés usa para ello al francés (ej. Coup d’ Etat). Para la democracia ello se sustenta en la imparcialidad de quienes tienen el mandato legal para la fuerza, de no intervenir en las querellas de civiles, ni siquiera con opiniones de que habría un “deber” de actuar a favor de algún grupo en particular. El mandato lo fija la ley y no el poder transitorio.

Un tema común en América Latina fue el proceso de pérdida de confianza en la justicia como árbitro no corrupto. Es un proceso que se está iniciando en Estados Unidos y basta notar la agresividad en contra de algunos de los supremos que han sido confirmados en el Senado. Como Estados Unidos se sitúa más bien en el punto de partida que de llegada, no corresponde decir quién tiene o no la razón, sino advertir de un problema donde es posible que no opere su llamada excepcionalidad en relación con otros países.

No hay duda de que las decisiones que tienen que ver con la política complican a los tribunales de justicia y a los jueces profesionales. Basta al respecto recordar las elecciones presidenciales del 2000 entre Bush y Gore, donde en poco tiempo distintos tribunales fallaron de manera diferente sobre el mejor método para decidir el ganador, hasta que la propia Corte Suprema no quiso entrar al fondo, ratificando lo hecho en el Estado de Florida.

La pregunta es si se repitiera exactamente la misma situación (las denuncias no comprobadas del 2020 fueron distintas), si candidatos, partidos, medios de comunicación y otros, actuarían exactamente igual, lo que, para mí, es dudoso. De hecho, encuestadores prestigiosos como el Pew Research Center han medido la pérdida de respeto hacia los anteriormente intocables jueces de la Corte Suprema en la opinión pública, sobre todo, entre quienes tienen una afiliación o simpatía partidista, comprobado después de la decisión sobre el aborto, que hizo revisión de Roe vs Wade, y que tuvo agresivas manifestaciones en las propias casas de los jueces.

Sede del Departamento de Justicia de EEUU, en Washington (REUTERS/Andrew Kelly)
Sede del Departamento de Justicia de EEUU, en Washington (REUTERS/Andrew Kelly) (ANDREW KELLY/)

Entre los problemas figura el hecho que Estados Unidos carece de un sistema de tribunales, jurisdicciones o jueces especializados en resolver rápidamente temas relacionados estrictamente con elecciones, tal como ocurre en otras democracias, lo que juega a favor de quienes buscan que se eternicen el mayor tiempo posible, las reclamaciones de elecciones nacionales, estaduales y locales. Sin embargo, al carecer de solo un sistema electoral y al estar constitucionalmente radicado en los estados, es dudoso pensar que vaya a tener una solución rápida o de consenso. Y, de hecho, no la ha tenido.

Algo muy malo para la imagen y prestigio del sistema es que crece la idea de un doble sistema de justicia, que resolvería distinto si son de los míos o de los otros las personas acusadas y/o procesadas, como también que los jueces nombrados (desde tribunales inferiores a cortes superiores) carecerían de las credenciales o imparcialidad necesaria, ya que habrían sido nombrados en un gobierno que no me gusta.

¿Teoría conspirativa? ¿Exageración? No lo sé, solo constatar que está pasando, y que es malo, muy malo para la democracia, sobre todo, por tratarse de Estados Unidos.

Lo mismo se aplica a las policías, no solo a aquellas que dependen de los alcaldes y de los gobiernos locales, sino al FBI, anteriormente respetado unánimemente, pero que hoy sufre crecientes cuestionamientos con acusaciones de haberse aliado a las grandes tecnológicas para la censura selectiva a quienes pensaban distinto y también de haber tomado partido por alguno de los sectores en pugna.

¿Teoría conspirativa? ¿Exageración? Igualmente, no lo sé. Solo constatar lo que está teniendo lugar, al igual que las voces que piden en el Congreso que se constituya una Comisión similar a la que se formara en la década del 70 y que presidiera el senador Frank Church (que le dio el nombre) después del golpe de Estado en Chile, para evaluar el comportamiento de la CIA allí, al igual que en otros países, y que le dio un marco de comportamiento que esencialmente dura hasta hoy.

Que esto ocurra no le hace bien a la democracia estadounidense, ya que surgen acusaciones cruzadas que antes no se escuchaban, sobre “lawfare”, es decir, la guerra o guerrilla judicial, donde la justicia es usada como instrumento para perseguir o maniatar judicialmente al adversario político, en el sentido de paralizarlo y deslegitimarlo. En la experiencia de América Latina y de otras regiones, muchas veces, ni siquiera se espera una condena, sino amarrar por años al adversario en un laberinto burocrático, que además del componente nacional, se agrega ahora el tema internacional. Por ejemplo, acusaciones infundadas en derechos humanos o corrupción, por citar ejemplos.

Cuando es malsana la relación entre democracia y justicia, hay formas distintas de afectar a la democracia. Una de las peores es el llamado gobierno de los jueces, donde al final, la administración de justicia se presta para afectar la división de poderes, al terminar fallando sobre temas estrictamente políticos o privativos del poder ejecutivo o el legislativo, lo que en caso alguno es misión de los jueces.

Del mismo modo es malo para la democracia y las instituciones republicanas que se use la justicia para efectos de represión o control social, del que Estados Unidos está felizmente lejos, o que se supedite a otras esferas que escapan del marco legal, como pueden ser ideas religiosas, tal como ocurre, por ejemplo, con la sharía o derecho islámico en países musulmanes.

Por cierto, ningún país está libre de manifestaciones de algo tan perjudicial para la democracia como lo es el control político de los jueces, aunque Estados Unidos está felizmente todavía lejos de ello. Pero el hecho que todavía esté lejos, en caso alguno significa que es inmune, solo que debe preocuparse.

Es negativo y mucho, la aparición de un clima donde se cuestiona a los jueces desde la política, donde a veces sectores extremos traen a colación al macartismo de los 50s, y las comisiones de persecución anticomunista encabezadas por el senador Joseph McCarthy, y que tanto avergüenzan hoy a Estados Unidos, por la cantidad de vidas inocentes que fueron afectadas por acusaciones falsas.

Nada de ello ocurre todavía, pero se nota la forma como extremos, antes marginales, han alcanzado suficiente notoriedad como para atacar libertades civiles, el debido proceso y el propio estado de derecho, donde es la libertad de expresión la que más sufre. Lo más visible es que se ha roto el compromiso que el fin nunca justifica los medios, y en forma creciente, se notan aquellos que buscan cancelar a otros, usando fines “nobles” a través de medios muy agresivos, hasta violentos, es decir, “salvar” la democracia, aunque se deba atacarla para ello.

Dura prueba le espera a Estados Unidos, cuando son los propios actores políticos los incapaces de resolver sus discrepancias, y acuden para ello a los tribunales, pero la diferencia con el pasado es que más que obedecer desde ya la sentencia, parecen decir que será aceptada sin mayor cuestionamiento, solo si les es favorable. Y eso rompe con toda la tradición del país, desde la aparición de su constitución en el siglo XVII.

Es en la separación, independencia y el respeto entre los poderes públicos, donde se encuentra la garantía de la libertad y por ello, que en una democracia siempre se espera que cuando los políticos acuden a los tribunales, el respeto anticipado a la decisión judicial debe ser total, de otra manera, la manipulación puede conducir a que el sueño se transforme en pesadilla, si los sectores políticos en pugna buscan que los jueces confirmen lo por ellos hecho, más que resolver en términos de lo que dice la ley.

Dura prueba espera al sistema. En Estados Unidos se ha empobrecido el nivel del debate democrático, ya que es difícil dialogar con tanta acusación y descalificación previa del interlocutor. La política ya ha utilizado elementos de hipocresía y doble estándar, que todavía no son mayoritarios, pero existe una pérdida de fe en la república, es decir, en las instituciones que hicieron grande a Estados Unidos, y la guerra cultural en que ha caído la política la ha tribalizado, pensando más bien en la tribu de los propios que en la nación de todos.

Como conclusión, en forma creciente se busca que la justicia resuelva lo que no ha podido la política. Es dura la prueba a la que se somete a los tribunales, y si o si, esto termina de todas maneras en la Corte Suprema. Es de esperar que el día de su fallo definitivo, Estados Unidos haya regresado al camino del debate racional y de los grandes acuerdos para beneficio de su tradición de ética de principios, de progreso democrático y de lucha por los derechos humanos.

Exactamente lo que se pone en peligro cuando se extravía el camino, independientemente de cuales sean las intenciones. No hay incendio, pero en Estados Unidos se huele hoy el peligro.

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