¿Los cristianos son los únicos perseguidos, maltratados, asesinados? Teniendo en cuenta la contundencia de los hechos actuales, la pregunta es casi una insolencia. Pero la respuesta merece unas cuantas aclaraciones que ayuden a enfocar correctamente su análisis.
Como es evidente, una gran cantidad de personas de todas las religiones son víctimas de la intolerancia y de la represión sistémica, demonizadas por viejos estigmas y prejuicios arraigados en el subconsciente colectivo. Especialmente trágico ha sido el estigma antisemita, rumiado durante siglos en el pesado estómago del mundo, que condujo a la humanidad al holocausto de todo un pueblo. Tres cuartas partes de la población judía europea desapareció por el camino del odio, millones de personas fueron convertidas en humo. La intolerancia, el prejuicio y el estigma han sido una constante en la persecución del pueblo judío, y el siglo xxi no solo no ha enterrado definitivamente el odio antisemita, sino que lo ha resucitado, le ha puesto un traje nuevo y lo practica con fuerza renovada. Si hay un colectivo identitario —y a la vez religioso— víctima del prejuicio en todo el mundo, ese es, sin duda, el pueblo judío, objetivo primordial de todas las ideologías radicales, de la extrema derecha a la extrema izquierda, con el añadido violento y letal del actual fenómeno yihadista. Sin olvidar que también padece un antisemitismo sutil, que practican de manera consciente o inconsciente buena parte de lo que denominaríamos buena gente. Indiscutiblemente, los judíos ocupan el pódium del odio y de la persecución desde tiempos inmemoriales, y, hoy por hoy, son el blanco de todos los fenómenos de intolerancia.
Que los musulmanes sufren persecución también es un hecho, con frecuencia a causa de los prejuicios de Occidente, pero también a manos de la ideología totalitaria que pretende representarlos. El islamismo —con el salafismo como madre de todas las vertientes radicales que quieren imponer la Umma mundial, con la sharia como ley integral—, es el principal foco de odio, la serpiente que incuba sus huevos por todo el planeta. Es un odio descarnado, que bien se articula a través del desprecio y la represión legal, allí donde gobierna el salafismo, bien acaba en asesinatos masivos, allí donde lo hace el yihadismo. Y, ciertamente, se trata de asesinatos que no discriminan a nadie, no hay que olvidar que las víctimas principales de esta ideología del mal son los mismos musulmanes.
O mueren porque estaban bajo el fuego cruzado y las bombas, o porque esta ideología del mal —que además intenta acabar con cualquier oposición musulmana de carácter laico— persigue cualquier posición religiosa moderada, considerada inmediatamente herética. También en este caso es evidente que existen miles de musulmanes que sufren persecución por su manera de entender la fe, o incluso por negarla, víctimas de la represión ejercida por la ideología radical que pretende secuestrar a todo el islam. Y sin hablar en términos de identidad religiosa, hay muchos grupos sociales que son víctimas de persecución, represión y violencia por cualquier motivo que los identifique, de modo que ningún colectivo posee el monopolio del dolor. ¿Qué hay de las mujeres, menospreciadas por las leyes feudales impuestas por países miembros de la ONU? ¿Y de los homosexuales, perseguidos y maltratados como si fueran basura por las mismas leyes que oprimen a las mujeres? ¿Y del menosprecio y la discriminación que todavía les infligen las llamadas sociedades libres? Ciertamente, la intolerancia con el otro, el diferente, el que le reza a un dios distinto, ama de otra manera, tiene una identidad estigmatizada, o sencillamente, es más vulnerable, no solo no ha disminuido en el siglo xxi, sino que ha aumentado de manera exponencial a medida que íbamos perdiendo valores y se confirmaba lo que el sacerdote e ideólogo Julián Carrón denomina «el fin de la Ilustración»
Lo cierto es que tenemos leyes más justas en muchos países del mundo, pero el mundo no es más justo. Y es un hecho que las instituciones que tenían que velar por los derechos fundamentales han fracasado. Ha fracasado, por ejemplo, el sueño dorado de Eleanor Roosevelt, el anhelo de una organización mundial de naciones, faro de los derechos, las libertades y la democracia. Hoy día ya sabemos que la ONU no es ese faro de dignidad, ni el guardián de las libertades, y que tampoco tutela los derechos de la humanidad, sino que se ha convertido en un torpe mamut que solo sirve para blanquear, dar voz y proteger a las peores dictaduras del planeta. Algunas de sus decisiones son una auténtica vergüenza que embadurna, de manera sangrienta, la Carta de los Derechos Humanos. Como último y abominable ejemplo, la decisión de que Arabia Saudita forme parte de la comisión que debe tutelar y velar por los derechos de las mujeres.
El coste de las decisiones de estas instituciones oxidadas que huelen justo así es incalculable. Así pues, una vez admitido que los colectivos que sufren represión y violencia en el mundo son innumerables, ¿qué motivo habría para focalizarse en las víctimas cristianas? O incluso, ¿son realmente víctimas a causa de su fe, o se hallan en el sitio equivocado en el momento equivocado, y, en consecuencia, son víctimas aleatorias? Mi nuevo libro tiene la intención de responder a estas preguntas y de demostrar a través de las respuestas un hecho insólito y terrible: los cristianos vuelven a ser perseguidos sencillamente porque creen en Cristo. Son, pues, víctimas elegidas, colocadas en el centro de la diana con intención minuciosa y precisión letal. Nunca había habido, desde de la época de las catacumbas, un intento tan masivo, organizado e impune de acabar con comunidades cristianas enteras, y lo más grave es que los represores están consiguiendo un éxito preocupante. Lo dijo el mismo papa Francisco en una entrevista concedida a La Vanguardia en verano de 2014
-Estoy convencido de que la persecución contra los cristianos hoy es más fuerte que en los primeros siglos de la Iglesia…
… y los hechos violentos corroboran la convicción del Santo Padre. (…)
Desde el espantoso e impactante testimonio del historiador Andrea Riccardi, que en su libro El siglo de los mártires dio voz al martirio de los cristianos en el siglo xx, las denuncias se han ido acumulando sin conseguir romper, en ningún caso, el muro del silencio. Coptos, asirios, siríacos, ortodoxos de diferentes liturgias, y también católicos, protestantes, todas las familias del cristianismo padecen hoy día el estigma de la cruz. La práctica desaparición de comunidades antiquísimas, arraigadas en sus tierras desde hace casi dos mil años, es un hecho contrastable. Por poner un ejemplo terrible, los fieles de la Iglesia Ortodoxa Siríaca, que se remonta al siglo i, y que hablan una variante del arameo, eran unos quinientos mil a principios del siglo xx en el Kurdistán turco. Hoy día se calcula que no superan los dos mil, y la procesión de monasterios, iglesias y poblados abandonados que decoran dramáticamente el paisaje atestiguan su brutal desaparición. Si la violencia sistémica ataca a las comunidades cristianas, también lo hacen las leyes discriminatorias de Estados homologados internacionalmente, que, no obstante, persiguen a los cristianos de manera implacable. Y allí donde hay democracia, la violencia y la represión se sustituyen por el menosprecio y la demonización, especialmente por parte de las ideologías de izquierda, que convierten la laicidad en un instrumento de segregación, sobre todo en países católicos, probablemente porque muchos de estos movimientos ideológicos, más que laicos, son furibundamente anticatólicos. Se genera, pues, el triángulo del horror: allí donde la violencia impera, son asesinados; allí donde reinan los tiranos, son reprimidos y segregados; y allí donde imperan las libertades, son menospreciados.
Con un añadido: un silencio indiferente que cubre con un velo el grito desesperado de muchas comunidades cristianas perseguidas, no solo en los lugares donde sufren martirio, sino también en Occidente; no es casualidad que las víctimas cristianas no formen parte de lo políticamente correcto. Así que, además de ser víctimas de la violencia, también son víctimas de lo que el inglés Rupert Shortt, editor de The Times Literary Supplement y autor del libro Christianophobia: A Faith Under Attack, denomina «mobbing informativo». Es decir, un ostracismo informativo abrumador, lapidario e implacable. Los motivos de este silencio, a pesar de ser múltiples, se pueden resumir fundamentalmente en tres:
1) Por una parte, la percepción del cristianismo como instrumento secular de opresión, especialmente por parte de las sensibilidades progresistas, que acostumbran a activar la memoria de las cruzadas, de la Inquisición o de cualquier otro acontecimiento trágico vinculado al poder eclesiástico cuando se habla de los cristianos como víctimas. Y, en el imaginario colectivo, este mecanismo automático convierte a las víctimas en victimarios. Por eso las víctimas cristianas no quedan bien en las pancartas del progresismo, porque rompen el simplismo maniqueo que suele inspirarlas.
2) Por otra parte, la ignorancia de la cuestión religiosa en las sociedades secularizadas, que tiende a mezclar conceptos, a reducir el vitriólico universo cristiano a un simple hecho homogéneo y a usar los estereotipos clásicos con tal de subestimar el problema. Con el añadido de que en Occidente no se sabe prácticamente nada de las comunidades cristianas milenarias que habitan en Oriente, las más expuestas al peligro. De este modo, hablar de cristianos se reduce a hablar de “cristianos occidentales”, y cuando se piensa en la Iglesia solo se piensa en las Iglesias occidentales, sin considerar las enormes dificultades que afectan a las demás Iglesias cristianas en el resto del mundo. Este hecho también explica la indiferencia de los propios cristianos hacia sus homólogos, a quienes imaginan iguales que ellos, sin comprender las diferencias abismales de las situaciones en las que los unos y los otros viven su fe. Así lo expresó el filósofo Régis Debray en un coloquio internacional sobre el futuro de los cristianos de Oriente, celebrado en París en 2007:
-Los cristianos de Oriente son el ángulo muerto de nuestra visión del mundo: son “demasiado” cristianos para los altermundialistas, y “demasiado” orientales para los occidentalistas.
3) Por último, el silencio occidental también nace del rol ideológico que determinados poderes eclesiásticos tienen en la sociedad, que a menudo se perciben como censores de ideas y represores de los derechos civiles. El papel de las jerarquías eclesiásticas, por ejemplo, en los debates candentes sobre la homosexualidad, el rol de las mujeres o el aborto, unido a su influencia sobre los poderes políticos, también dificultan la idea de que el cristianismo es una religión perseguida, y alejan la sensibilidad que intelectuales, periodistas o universitarios tienden a mostrar hacia otras víctimas. Sea como sea, y a pesar de ser sangrante y clamorosa, la actual persecución de los cristianos también es una persecución silenciada, y al no existir en nuestra conciencia colectiva, su dolor tampoco existe. Como dijo el obispo francés Jean-Michel di Falco en la introducción de Il libro nero della condizione dei cristiani nel mondo: “La actual persecución de los cristianos no está poco explicada, está poco escuchada”.
Los cristianos son hoy día, en pleno siglo xxi, perseguidos por su fe. Creer en Cristo se ha convertido en algo arriesgado que conduce a miles de personas a la prisión, al exilio y a la muerte. (…) Si esta denuncia revuelve conciencias, inspira compromisos y ayuda a paliar la soledad de miles de cristianos, habrá tenido sentido. No olvidemos que toda víctima puede morir dos veces: cuando es asesinada y cuando se le niega su condición de víctima.
Este artículo es una versión condensada del prólogo de “S.O.S. cristianos” , el nuevo libro de Pila Rahola.
FUENTE: INFOBAE NOTICIAS
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