Con la localización de la casa donde vivía José Ignacio Rucci, sobre la calle Avellaneda, en el barrio de Flores, toda la estructura de movilidad del grupo de inteligencia —dos camionetas Chevrolet, un Peugeot 504 y una Citroneta— empezó a utilizarse para las tareas de observación.
Estacionaban sobre la vereda de enfrente de la casa y hacían guardias con turnos rotativos.
Siempre había un hombre observando movimientos.
Una noche vieron bajar a Rucci de un Torino, seguido por dos autos de su custodia. Esa fue la segunda vez que lo pudieron ver, después de un primer contacto visual, cuando ingresaba a una reunión del Consejo del Partido Justicialista en la calle Córdoba. (Ver nota 1). Esta información fue trasladada por el grupo de inteligencia al jefe militar de la operación.
A partir de entonces se empezó a diseñar el plan para matarlo.
El diseño operativo
Las reuniones se realizaban en un departamento alquilado del barrio de Once. Armaron distintos esquemas. Uno era la utilización de un explosivo tipo mina “vietnamita”, con una chapa gruesa con forma de “U”, repleta de tornillos, tuercas y bulones. La idea fue introducir el explosivo en la caja trasera de la Citroneta y activarlo con un detonador a telecomando en el momento en que llegara el auto de Rucci. Se trataba de una operación nocturna, muy difícil de sincronizar. El mecanismo podía demorar la activación de la bomba y estallar después de que el blanco bajara del auto. ¿Y si el auto estacionaba a mucha distancia de la Citroneta y no lograba impactarlo? Era otro de los riesgos. Esta opción fue descartada.
Después se pensó en otro plan: armar un grupo comando de diez personas cubiertas con cascos y chalecos antibalas y subirlas a dos camiones volcadores. Encerrar el auto de Rucci cuando saliera de su casa y dispararle a él y a los dos autos de la custodia.
El jefe de las FAR, el abogado Roberto Quieto, supervisó los detalles del plan en una de las reuniones en el departamento de Once. También lo descartó. Durante el tiempo en que durara el enfrentamiento contra los custodios podrían sumarse policías y patrulleros. Podría haber caídas propias. O heridos. Y la operación —Quieto lo afirmó una vez más— no podía ser asumida públicamente por FAR-Montoneros. Por eso ninguno de los hombres que actuara en la operación podría tener antecedentes de pertenencia a esas agrupaciones. Quieto pidió otro plan.
El fracaso de la fórmula tentativa Perón-Balbín
Juan Domingo Perón era reticente a aceptar que su esposa Isabel lo acompañara en la fórmula presidencial, pero el Partido Justicialista insistió en promoverla en forma pública. Después de la renuncia de Héctor Cámpora, Perón se reunió en dos oportunidades con el jefe del radicalismo, Ricardo Balbín, para estudiar la posibilidad de una fórmula conjunta. Creía que lograr un acuerdo con la UCR era la mejor manera de asegurar la “unidad nacional” y la institucionalidad de la Argentina.
La fórmula Perón-Perón, además, en términos personales, le provocaba incomodidad. El General reconocía que no le alcanzaría la salud para terminar el período presidencial en el que resultaría electo y no quería obligar a Isabel a asumir la sucesión.
Inmerso en una herencia de poder que se estaba disputando en forma cada vez más violenta, el justicialismo carecía de sutilezas políticas y no creía adecuado regalarle la Presidencia a la UCR, más allá de los pactos gubernamentales que pudieran formularse.
El 4 de agosto de 1973, en el Teatro Cervantes, con los palcos colmados de hombres y de armas, se lanzó a viva voz la fórmula “Perón-Perón”, que fue votada por aclamación por todo el congreso partidario.
Perón se tomó quince días para analizar la propuesta. Finalmente la aceptó.
La casa de al lado
Magdalena Villa de Colgre vivía al lado de la casa que ocupaba la familia Rucci. Desde hacía cinco meses su casa estaba en venta. Una inmobiliaria había colocado un cartel en el primer piso de la vivienda.
En septiembre de 1973 un miembro del equipo de inteligencia, vestido con saco y corbata, visitó a la propietaria. Estaba interesado en conocer la vivienda, pero para no sumar costos a la posible operación prefería evitar el contacto con la inmobiliaria.
La señora lo hizo pasar.
La segunda vez que la visitó le pidió el plano de la casa. Lo hacía por encargo del profesor, titular de una supuesta academia de enseñanza de idiomas, quien tomaría la decisión definitiva de la compra. El plano, le dijo, serviría para calcular cuántas aulas podrían utilizarse para la enseñanza.
La obtención del plano les resultaba indispensable para diseñar la retirada luego del atentado. Al fondo de la propiedad había una pared y después un largo pasillo de viviendas que conducía a una puerta de calle, en Aranguren 2950. Les pareció la alternativa justa para evitar la fuga por el frente de la calle Avellaneda, que era muy transitada.
La víspera electoral: un escenario violento
Para septiembre de 1973 Rucci estaba enfrentado con el ministro de Economía José Gelbard por el rumbo del Pacto Social, que atendía la voluntad de Perón de alcanzar la “concertación social”, por la cual la corporación empresaria y sindical se comprometía a no formular demandas salariales ni realizar aumentos de precios durante dos años.
Sin embargo, en el cumpleaños del presidente Raúl Lastiri, el día 11 de septiembre, Rucci le anticipó a Gelbard que pensaba retirarse del Acta de Compromiso que había firmado en mayo, porque, mientras los gremios estaban vedados de negociar paritarias por dos años, el costo de los productos de primera necesidad seguía subiendo. Ya se advertían signos de escasez de alimentos, que se iban de las estanterías de los comercios al “mercado negro”.
En verdad, el sindicalismo buscaba deteriorar la figura de Gelbard en el futuro gobierno de Perón. Preferían al dirigente Antonio Cafiero, con quien Rucci tenía una relación personal y a quien lo hubiese preferido candidato a presidente antes que a Cámpora.
El titular de la CGT decía contar con el aval de Perón para esa acción de desgaste sobre Gelbard.
Ese mes, el 6 de septiembre, la guerrilla marxista del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) había copado el comando de Sanidad Militar en Capital Federal y se había llevado armas. “Ninguna tregua al Ejército opresor”, sostenía la organización liderada por Roberto Santucho. Un teniente coronel resultó muerto en el tiroteo.
El ERP entendía que la democracia, y el peronismo en sí mismo, postergaban la “guerra del pueblo”, eje del verdadero enfrentamiento entre el Ejército opresor y el Ejército revolucionario.
Tres días después, un grupo desprendido de esa organización guerrillera, el ERP “22 de Agosto”, secuestró a un directivo del diario Clarín, Bernardo Sofovich, y a modo de rescate exigió al diario la publicación de tres solicitadas en las que quería difundir su apoyo a las elecciones, reclamar una investigación parlamentaria por los fusilamientos de Trelew, y, en la tercera, ridiculizar a Lastiri y a López Rega.
Clarín las publicó dos días después y Sofovich fue liberado. Pero en represalia, grupos de la Unión Obrera Metalúrgica (UOM) y otros que se organizaron desde el Ministerio de Bienestar Social entraron en el edificio del diario con granadas y bombas incendiarias y provocaron destrozos.
Perón justificó el ataque en forma pública. Explicó:
“El que procede mal suele sucumbir por su mal procedimiento. Clarín tuvo un mal procedimiento y alguien que se sintió herido, le metió otro mal procedimiento.
Ese mes, las 62 Organizaciones Peronistas —columna vertebral del movimiento sindical— anticiparon su postura frente a Montoneros y la Tendencia Revolucionaria.
A pesar de su disfraz de mascaritas iremos a buscarlos uno a uno, porque los conocemos. Han rebasado la copa y ahora tendrán que atenerse a las consecuencias”.
Argentina vivía la efervescencia electoral que conduciría a Perón a tomar el poder por tercera vez en la historia. Pero la violencia ya estaba en el aire.
El atentado
Mientras tanto, el grupo operativo que atentaría contra Rucci vivía recluido en un departamento de la avenida Gaona, en Flores.
Otro grupo de observación se mantenía en la camioneta, frente a la casa de la calle Avellaneda. Su misión era dar aviso cuando Rucci llegara para dormir. No lo hacía todas las noches ni con una rutina establecida. La operación se concretaría cuando el jefe sindical saliera de la casa durante la mañana siguiente.
Como la frecuencia del equipo de comunicaciones del auto de observación no podía captarse en el departamento de avenida Gaona, utilizaron como puente a una unidad básica de la JP en la calle Neuquén. Allí, en el altillo, se instalaron miembros del grupo de inteligencia con handies para recibir la información que llegaba desde la camioneta de la calle Avellaneda y transmitírsela al grupo operativo de la avenida Gaona.
El domingo 23, el FREJULI (Frente Justicialista de Liberación), con la fórmula Perón-Perón, obtuvo 7.359.252 votos (61,85%); el segundo puesto lo ocupó la UCR con el binomio Balbín-De la Rúa con 2.905.719 (24,42%) y en tercer lugar, la Alianza Popular Federalista, con Manrique-Martínez Raymonda, 1.450.998 (12,19%).
Las horas finales
José Ignacio Rucci volvió a la casa de la calle Avellaneda en la noche del lunes 24. Su hijo Aníbal, de 14 años, lo había llamado por teléfono. Quería que estuviese más tiempo con su familia. El último verano, para estar junto a su padre, había pasado sus vacaciones en el edificio de la CGT y lo había acompañado en sus actividades públicas.
El 14 de febrero de 1973 había visto cómo mataban al guardaespaldas y chofer de su padre, Oscar Bianculli, tras un acto de campaña del FREJULI en Chivilcoy, en un tiroteo del que él y su padre habían logrado salir indemnes. La esposa de Rucci, Nélida Blanca Vaglio, “Coca”, le pedía a su marido que abandonara la representación gremial porque temía otro atentado. Era usual que en la central obrera se recibieran cartas destinadas al jefe de la CGT con dibujos de ataúdes. Incluso el 31 de agosto, en el único acto público de la candidatura de Perón, la Tendencia Revolucionaria desfiló frente al edificio de la CGT al grito de “Rucci, traidor, saludos a Vandor”, convertido en una consigna de guerra de las movilizaciones de Montoneros. El jefe sindical nunca expresaba en forma pública temor a un atentado.
Su custodia no era profesional. Ninguno de sus miembros había sido formado en la Policía Federal u otras fuerzas de seguridad. Lo conducían habitualmente por el mismo recorrido. El día previo al atentado, antes de levantar una reunión ampliada en la CGT en la que se festejó la victoria de Perón, Rucci comentó que iba a dormir a la casa de Avellaneda. La frase se escuchó, y durante mucho tiempo se creyó que había sido víctima de un complot interno del sindicalismo, gestado desde la propia central obrera.
El 24 de septiembre, durante la noche, el Torino de la custodia estacionó sobre la calle Avellaneda, treinta metros antes de la casa que ocupaba Rucci. Uno de los custodios vio una camioneta Chevrolet con caja estacionada sobre la mano de enfrente. Cruzó para inspeccionar, levantó la lona, miró adentro y enseguida la bajó.
En la oscuridad de la caja de la camioneta había dos hombres con un handy, sentados sobre una banqueta. El custodio no los vio.
Al rato llegó Rucci y entró en la casa.
Desde la camioneta de observación avisaron que el objetivo ya había llegado y nada hacía prever que se moviera de allí. Durante la noche, la camioneta cambió de lugar.
Luego de más de tres meses de tareas de inteligencia y con la acción militar ya diseñada, se puso en marcha la operación contra el jefe sindical.
A primera hora de la mañana del 25 de septiembre, el joven interesado en la compra de la casa de Avellaneda 2951, acompañado por “el profesor”, se acercó a la propiedad de la señora Magdalena Villa de Colgre. Tocaron el timbre. Venían a devolverle el plano y ajustar las condiciones de venta.
Cuando la propietaria les abrió la puerta, la tomaron del brazo e ingresaron. Enseguida la amordazaron, la ataron de pies y manos y le colgaron un cartel: “No tiren, dueña de casa”.
El papel estaba escrito con su lápiz labial.
Unos minutos después, cuando un Torino de la custodia ya estaba estacionado frente a la vivienda donde dormía Rucci, el resto del grupo operativo ingresó en la casa vecina simulando ser un grupo de pintores dispuesto a iniciar su jornada de trabajo. Dentro de lonas, rollos de cartón y latas de pintura, ingresaron las armas; también una escalera, que luego utilizarían para escapar por el fondo de la casa.
Algunos miembros del grupo armado se apostaron detrás de las ventanas cerradas de la planta baja. Otros, frente la ventana del piso de arriba. A las 12.10, de la casa que ocupaba la familia Rucci, se asomó un custodio que miró a ambos lados de la vereda. Detrás de él salió el jefe de la CGT.
Las persianas de las ventanas de la planta baja y el primer piso de la casa tomada se levantaron simultáneamente. Primero tiraron un explosivo con mecha a la vereda para crear confusión —otros dos que fueron lanzados no explotaron— y le dispararon con ametralladoras, escopetas y fusiles. También apuntaron contra el baúl del Torino, para neutralizar el equipo de comunicaciones.
La esposa de Rucci, que estaba hablando por teléfono, corrió hacia la puerta y vio morir a su marido cuando todavía no había terminado la sucesión de disparos.
Los hijos llegarían del colegio media hora después. El cuerpo todavía estaba en la vereda.
El grupo comando ya había escapado por los fondos. Y atravesaron el pasillo de la vivienda de la calle Aranguren al grito de “Policía Federal”.
Dos autos estacionados sobre la calle Aranguren les permitieron la fuga. Estaban abiertos, con las llaves guardadas en el parasol.
Parte del grupo operativo fue hacia una imprenta del barrio de Barracas. Consiguieron el diario de la tarde, que había alcanzado a publicar el atentado contra Rucci.
Leyeron la noticia sentados en un bar.
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