En los corrillos de expertos en América Latina impera la convicción de que Colombia cuenta con una infraestructura institucional sólida y firme que es capaz de resistir cualquier prueba de esfuerzo. Los que así opinan basan su criterio en el hecho de que la democracia Colombiana continuó su curso en 1947 luego de la rebelión de la sociedad civil en protesta por el asesinato de Jorge Eliecer Gaitan, líder indiscutible del pueblo. Otras pruebas de solidez institucional que aportan son la transición de democracia a dictadura (y el retorno a la democracia en el periodo 1953-1958), y desde luego la alternancia democrática que ha existido desde entonces.
El país también resiste los embates de la presencia del crimen organizado transnacional que ocupa su territorio y condiciona muchas de las políticas públicas.
Y si bien es vox populi que las ruedas del sistema se mueven con el lubricante de la corrupción, hasta ahora no se había producido un evento en que altos personeros del gobierno señalaran de manera pública, no solo a sus colegas, sino al propio ocupante del Palacio de Nariño, de estar incursos en prácticas corruptas tipificadas como delito por las leyes colombianas y por los tratados internacionales.
De allí que las querellas telefónicas del ex jefe de gabinete de Gustavo Petro, Armando Benedetti, y Laura Sarabia, representen una escalada que puede resentir los cimientos del marco institucional colombiano.
En efecto, este stress test destruye la narrativa sobre la cual cabalgó la victoria de Gustavo Petro en las elecciones de 2022. Esa narrativa promovía la elección de una fuerza política distinta a las que habían conducido a Colombia desde 1958 y cuyo atributo diferenciador es la honestidad personal y fiduciaria. Pero las conversaciones revelan una agrupación política totalmente carcomida por la corrupción y el pillaje. Para los seguidores de Petro esto es demoledor. Algunos de ellos no perdonarán la ofensa, otros creerán que se trata de una operación de desprestigio montada por el establishment político colombiano. En ambos casos se hará presente un sentimiento de anomia política que puede dar origen a fuertes protestas. Solo el propio Petro puede encauzar este río. La pregunta que surge es: ¿tendrá suficientes reservas de credibilidad para darle un vuelco a la situación?
En segundo lugar, y no con menos significación, está el impacto del suceso sobre el sistema de justicia colombiano. Las conversaciones telefónicas sostenidas entre Benedetti y Sarabia son prueba de comisión de delitos de ambos y por tanto debería algún fiscal estar a estas alturas iniciando una investigación criminal contra ambos. Igual suerte deben correr los que intervinieron las llamadas telefónicas y los señalados como fichas de trasiego del dinero proveniente de Venezuela y de otras fuentes igual de villanas para la campaña electoral del hoy presidente Gustavo Petro. Pero lo más probable es que una investigación de este tipo revele que Venezuela y otras fuentes oscuras no solo han financiado a Petro sino a otros políticos colombianos. De manera que el episodio podría seguir el guión de la operación Lava Jato en Brasil, donde salieron a relucir todos los vínculos de corrupción entre los capitanes de industria y los dirigentes políticos de esa nación. La consecuencia obvia será la deslegitimación pública del sistema. Si la sociedad civil reacciona ante esto rechazando la democracia y prefiriendo el autoritarismo, terminaría escogiendo una opción no democrática como salida a este terremoto político.
Ni hablar de las apetencias de poder que se desatan cuando un líder sufre los embates de la desgracia política. La señora Márquez y su base de apoyo político que se identifica con la revolución cubana deberá estar calentando el brazo, como se dice en béisbol.
Todavía hay mucha evidencia por procesar pero, tal y como está hoy la situación, esta prueba de esfuerzo podría resentir las bases de la democracia colombiana y barajar la composición del establecimiento político de esa nación que curiosamente se ha mantenido por dos siglos.
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