El 15 de diciembre de 1983, apenas cinco días después de haber asumido, el presidente Raúl Alfonsín mediante el decreto 187/83 dispuso la creación de la CONADEP, la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas.
Dos días antes el Gobierno había hecho ingresar una serie de de proyectos de ley al Poder Legislativo. Se proponía la reforma del Código de Justicia Militar, la derogación de la ley conocida como de Autoamnistía, con la que los militares pretendieron dejar impunes los crímenes antes de su salida del poder, modificar el Código Penal para elevar las penas por el delito de tortura, también cambios en el Código de Procedimientos para permitir la apelación civil de las condenas de los tribunales militares y la adhesión del país a los pactos internacionales vinculados con los derechos humanos.
Sin embargo, los que se llevaron toda la atención fueron los dos decretos que Alfonsín firmó y anunció en esa tercera jornada de gobierno. Ambos promovían el enjuiciamiento de los líderes de Montoneros (Firmenich, Vaca Narvaja, Perdía, Obregón Cano, Galimberti y Pardo) y del ERP (sólo Gorriarán Merlo) y el juzgamiento en un proceso sumario ante el Consejo de las Fuerzas Armadas a los miembros de las tres primeras Juntas.
Se dejaba constancia que la sentencia podía ser apelada ante la Cámara Federal. Alfonsín con firmeza justificó su decisión: “Es imprescindible para la materialización del estado de derecho que se juzgue a quienes en nuestro pasado reciente han sembrado terror, dolor y muerte a lo ancho de la sociedad argentina“.
Como un mensaje a la sociedad esos instrumentos jurídicos fueron decretos acuerdos, es decir firmados por el Presidente y la totalidad de sus ministros. Aldo Neri, ministro de Salud alfonsinista, le contó a Germán Ferrari para su excelente libro 1983: “Alfonsín quiso que los firmáramos todos los ministros. Me acuerdo de la emoción que teníamos en el momento en que estábamos solos con él los ocho ministros y el secretario general. Por ejemplo, Roque Carranza, un hombre tan poco expresivo, serio y reservado, estaba con los ojos humedecidos y caminaba alrededor de la mesa. Creo que fue la firma más importante que puse y sin duda el momento más emocionante que tuve en el gobierno”.
Dos días después vendría el decreto de creación de la CONADEP, el punto de quiebre de la actitud estatal respecto a las violaciones a los derechos humanos.
Alfonsín declaró en el momento de la creación: “No puede haber un manto de olvido. Ninguna sociedad puede iniciar una etapa sobre una claudicación ética semejante”.
La Comisión estaría integrada por diez personalidades de gran prestigio en la sociedad, que generaran confianza y por seis legisladores que representaran la variedad parlamentaria.
Tenían sólo 180 días para ejercer su labor. Luego de la danza de nombres, de algunas personas que rechazaron el ofrecimiento por diversas razones, la Comisión quedó conformada por: Ernesto Sábato, René Favaloro, Magdalena Ruíz Guiñazú, los juristas Ricardo Colombres y Eduardo Rabossi, el filósofo Gregorio Klimovsky, el ingeniero Hilario Fernández Long, el obispo Jaime de Nevares, el rabino Marshall Meyer y el obispo metodista Carlos Gattinoni.
Un elenco irreprochable con variedad de profesiones, con representantes de los tres credos más importantes y con escasas relaciones con el Proceso.
Esta integración y la idea de la CONADEP misma que parecen incuestionables a 35 años de su creación fue muy controvertida en la época.
La primera discusión se centró en que la oposición y muchas de las organizaciones de derechos humanos propiciaban la creación de una comisión parlamentaria bicameral. Alfonsín siguiendo el consejo de su jurista de cabecera, Carlos Nino, quien construyó la arquitectura jurídica del juzgamiento a los líderes militares, se inclinó por la comisión de notables con participación de legisladores. No querían que la cuestión se borroneara con reyertas partidarias, con cálculos electorales o que los legisladores se dejaran influenciar o presionar.
Que la Comisión dependiera del Ejecutivo también le daba mayor poder de control a Alfonsín. De los legisladores sólo participaron tres diputados radicales: Horacio Huarte, Santiago López y Hugo Piucill designados por la Cámara se sumaron en enero de 1984. El Senado, con mayoría justicialista, no envió representantes.
Si la labor de la CONADEP (y su principal fruto: el Nunca Más) hoy se presenta como intachable no fue así en el momento de su conformación y actuación. El gobierno y sus integrantes debieron luchar contra diversos enemigos y sortear más obstáculos de los que se puede imaginar a más de tres décadas.
En la actualidad se suele hablar del “consenso del Nunca Más” para referirse a acuerdos mínimos sobre las violaciones a los derechos humanos y a las bases de nuestro sistema democrático, en el diciembre de 1983 ese consenso estaba muy alejado de conseguirse.
El peronismo se oponía a la conformación de la Comisión, el mismo peronismo que había hecho campaña anunciando que confirmaría y avalaría la ley de autoamnistía, los grupos de derechos humanos tampoco estaban de acuerdo y algunas minorías parlamentarias insistían en la investigación en el Congreso basándose en un proyecto presentado por el diputado Augusto Conte.
A eso se le debe sumar la oposición de los militares y de los sectores de derecha que decían que todos estos intentos por investigar eran obra de la subversión.
El gobierno, casi como un gesto de buena voluntad, dejó fuera de la investigación el periodo peronista y a la Triple A.
Uno de los que rechazó la oferta del gobierno para integrar la CONADEP fue el Premio Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel. Hasta se dice que el presidente llegó a ofrecerle encabezar la Comisión.
Alfonsín, en los días previos, en declaraciones periodísticas había expresado esas intenciones: “En la comisión investigadora quiero que estén desde Monseñor Jaime De Nevares hasta Pérez Esquivel, pasando por dirigentes de todos los partidos políticos. Queremos que se sepa la verdad de lo ocurrido. Que aparezcan con vida habrá muy pocos. Sé lo que voy a hacer. Sé que no voy a quedar bien con nadie, aunque estoy seguro que a mayoría silenciosa estará de acuerdo conmigo. Los que tienen capacidad de movilización por un lado o por otro, se pondrán furiosos”.
En la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH) también se produjo un debate para determinar si sus miembros (los tres representantes religiosos) debían integrar la CONADEP. Se decidió que sí.
A fines de diciembre también se incorporó una pieza clave: Graciela Fernandez Meijide a cargo de la secretaría de Recepción de Denuncias. Su tarea y experiencia en el mismo sector en la APDH fue vital para la ejecutividad de la Comisión. Lo mismo ocurrió con las restantes secretarias a cargo de Lepoldo Silgueira (Administrativa), Daniel Salvador (Documentación y Procesamiento de Datos), Raúl Aragín (Procedimientos) y Alberto Mansur (Asuntos Legales).
Las tareas que el decreto 187 encomendaba a la CONADEP eran ciclópeas. Más de uno debe haber asumido que ningún resultado se produciría, teniendo en cuenta los pésimos antecedentes de ineptitud que tienen todo tipo de comisiones en nuestro país.
Debían recibir denuncias y pruebas y remitirlas a la justicia si constituían delito; averiguar el destino o paradero de las personas desaparecidas; determinar la ubicación de los niños sustraídos; denunciar a la justicia cualquier intento de sustracción, ocultamiento de pruebas o encubrimiento; y emitir un informe final a 180 días de su constitución.
A mediados de diciembre el Centro Cultural San Martín, sede de la Comisión, se convirtió en un hervidero y cientos de personas pasaban por día a dejar sus denuncias y documentación. Los miembros de la CONADEP visitaron los centros clandestinos, tomaron denuncias, siguieron pruebas, revisaron expedientes, indagaron en registros militares y policiales.
La labor de las secretarías y de las organizaciones de derechos humanos que aportaron material probatorio fue fundamental. Graciela Fernández Meijide contó que debieron adiestrar (o reemplazar) a quienes recibían las denuncias de familiares y de detenidos porque muchos no podían enfrentarse con esos relatos descarnados y repletos de dolor.
Luego de una prórroga, el 20 de septiembre de 1984 Ernesto Sabato entregó el informe final al presidente Alfonsín y al Ministro del Interior Antonio Troccoli.
Voluminosas carpetas, miles de fojas, que transcribiendo denuncias, aportando pruebas, narraban el horror vivido en el país. Afuera, en la Plaza de Mayo, más de 70 mil personas acompañaban. Esa personas, representantes de las agrupaciones y de partidos políticos (aún de aquellos que no habían acompañado la formación de la Comisión) sabían que vivían un momento histórico.
Ernesto Sabato encomendó la elaboración final del informe a Gerardo Taratuto, jurista y dramaturgo, con un pasado en la defensa de las instituciones y los derechos humanos. Taratuto contó alguna vez que las directivas de Sabato fueron muy claras: “Quería un informe que ofreciera una visión nacional, diera cuenta de la violación de derechos y principios fundamentales del orden político, moral y religioso —el derecho a la vida, a la defensa y a la información—, que la gente lo pudiese leer, lo entendiera hasta un ama de casa y que, si lo leía un militar, se avergonzara y no pudiera aducir que eran patrañas“.
Este informe debe ser comparado con el otro documento producido con tan solo un año de diferencia por el estado argentino. A mediados de 1983, un mes antes de dictar la ley de Autoamnistía, el gobierno de Reynaldo Bignone, en los estertores del Proceso, presentó el Informe Final. Un esperpento que no aclaraba nada, que no aportaba datos, que intentaba exculpar y justificar a los militares de lo actuado desde 1976 en adelante.
En algún momento, algunos mandos militares pensaron en reconocer errores y crímenes y hasta en brindar algunas listas. Pero mientras ese documento pasaba de mano en mano, perdía la poca verdad que podía brindar hasta llegar a la necia versión que se dio a conocer. Por el contrario, el informe de la CONADEP fue ejemplar. Y se puede decir que hasta excedió las expectativas del gobierno.
Alfonsín ordenó publicarlo por la editorial universitaria, por Eudeba. Fue un éxito colosal. Más de 600 mil ejemplares vendidos. El Informe logra no sólo transmitir los testimonios desgarradores, sino establecer con claridad que se trató de un plan sistemático orquestado desde el estado.
Registra 8960 desapariciones y la existencia y ubicación de 340 centros clandestinos de detención más allá de aclarar que pueden existir otras casos que no fueron denunciados y que se desconocían a ese momento. El terrorismo de estado está descripto de manera contundente en esas páginas.
El Nunca Más se convirtió en el cuerpo probatorio indispensable en el Juicio a las Juntas.
Con los años se sostuvo que el prólogo del libro consagraba la Teoría de los Demonios. El texto no lleva firma y se supone que fue aprobado por todos los integrantes de la Comisión. En algún tiempo se dijo que había sido obra de Taratuto, lo que él mismo negó y dijo que era “todo de Sabato”. Lo cual resulta lógico teniendo en cuenta su profesión, el prestigio social del que gozaba y que presidía la Comisión. El prólogo en su inicio habla de dos violencias pero taxativamente señala que es incomparable la violencia estatal con cualquier otra.
A 35 años de su publicación sigue pareciendo un texto justo y certero más allá de las polémicas que se crearon a su alrededor. En 2006 una reedición oficial eliminó ese prólogo y lo reemplazó por otro, mucho más pobre conceptualmente, sesgado y que intentaba una relectura que se ajustara al momento. La última reedición de hace un par de años eliminó este nuevo prólogo y reinstaló el original.
El Nunca Más excede estas polémicas fechadas. Tal como sostiene Emilio Crenzel en La historia política del Nunca Más: “La investigación de la CONADEP produjo efectos políticos y jurídicos de primer orden: elaboró un conocimiento novedoso sobre la dimensión que alcanzaron las desapariciones en la Argentina, conformó un corpus probatorio inédito para juzgar a sus responsables y desencadenó la clausura de la estrategia oficial de juzgamiento a las Juntas Militares por sus pares. Su informe, Nunca Más, expondría una nueva verdad pública sobre las desapariciones, y se conformaría en la nueva clave interpretativa y narrativa para juzgar, pensar y evocar este pasado entonces inmediato”.
Su texto, las denuncias, su valor probatorio, su claridad, constituyen una catedral de la buena fe y del trabajo bien hecho. Su contenido, su modo de producción y el momento en que fue emitido son el obstáculo insuperable para los negacionistas. No hay versiones, no existen las interpretaciones. El Nunca Más acumula pruebas, brinda un panorama irrefutable del horror. Fijo parámetro básicos para la discusión pública (y para las investigaciones judiciales) posterior.
A 35 años de distancia, y teniendo en cuenta la manera en que funcionan las instituciones en nuestra país, resulta increíble que en tan poco tiempo y en condiciones tan adversas un grupo de hombres y mujeres hayan podido producir un documento de tal valor, certeza e integridad.
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FUENTE: INFOBAE NOTICIAS
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