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El 6 de agosto de 1945 a las 8.14 de la mañana, el piloto Paul Tibbets cruzó Hiroshima a bordo del Enola Gay, un avión que llevaba el nombre de su madre. El cielo estaba despejado, el verano se hacía notar. Tibbets debió atravesar toda la ciudad y recién en el camino de regreso soltó la bomba de uranio. No fue un momento de alegría cínica como en la película de Stanley Kubrick, con el Mayor Kong montando la bomba como un cowboy. Pero tampoco fue un proyectil más. Aquel vuelo fue seguido por el ejército y los científicos de los Estados Unidos con la ansiedad de quienes se sabían parte de la historia. Pero ¿por qué tiraron la bomba? La Alemania nazi ya se había rendido y Japón estaba negociando su capitulación.
El momento en que el hombre sabe para siempre quién es
Robert Oppenheimer, “el padre de la bomba atómica”, se formó entre los grandes próceres de la Física: Niels Bohr (Nobel en 1922), Werner Heisenberg (1932), Erwin Schrödinger (1933), Paul Dirac (1933), Enrico Fermi (1938), Wolfgang Pauli (1945), Percy Bridgman (1946).
Pese a que él había hecho grandes hallazgos —en 1939, por ejemplo, predijo los agujeros negros que recién se confirmarían en la década del 70—, nunca ganó el Nobel. Se dice que no tenía paciencia para dedicarse a un problema durante mucho tiempo, pero como tenía una inteligencia brillante podía intuir de una vez todo el camino y era quien se lo señalaba a los demás, que terminaban formulando los descubrimientos.
Dedicado a las tareas científicas, no prestaba atención a los sucesos de la realidad. Decía que se había enterado del crack del 29 varios meses después. Sin embargo, tenía inclinaciones políticas de izquierda. Y, si bien nunca se incorporó al Partido Comunista —como sí lo hizo su hermano, Frank—, participaba en debates e impulsaba una suerte de New Deal socialista. Antes que una fascinación por la Unión Soviética, Oppenheimer tenía una mirada profundamente ética y un compromiso por la justicia social.
En cuanto a la guerra que se había desatado en 1939, Oppenheimer consideraba que Estados Unidos debía mantenerse neutral. Su postura antibélica era tal que ayudó a escribir el manifiesto de la Liga de Escritores Estadounidenses y otros textos que fueron enviados a más de mil docentes universitarios de la Costa Oeste. Pero fue, entonces, cuando todo cambió.
Dice Borges en el cuento Biografía de Tadeo Isidoro Cruz que “cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es”. Ese momento, para Oppenheimer, fue el 7 de diciembre de 1941. Un día antes había participado en una colecta para los veteranos republicanos de la Guerra Civil Española —su mujer, Kitty, era viuda de un héroe de aquella contienda—. Después de enterarse del ataque sorpresa a Pearl Harbor por parte de los japoneses, decidió que España podía esperar: en el mundo había crisis más importantes, más urgentes.
Esplendor y derrota de J. Robert Oppenheimer
No parece casual el interés de Christopher Nolan por Robert Oppenheimer. Nolan es el más borgiano de los directores de cine y hay paralelos en la vida de Borges y Oppenheimer que, aunque sutiles, son incuestionables.
Los dos fueron genios precoces: Borges tenía diez años cuando un diario publicó su traducción de El príncipe feliz, de Oscar Wilde; Oppenheimer dio su primera conferencia a los doce. Los dos tuvieron juventudes atravesadas por la depresión, el insomnio, la fantasía de suicidio, los conflictos sexuales, un primer deslumbramiento por la revolución bolchevique. Ninguno ganó el Nobel; los dos tenían el gusto por el mundo oriental. Oppenheimer quería ser poeta. Escribió varios poemas influenciado por T.S. Eliot —Charles Baxter lo defenestra en Primera luz—. Podría decirse que los cuentos Tlön, Uqbar, Orbis Tertius y El Aleph son las dos bombas con las que Borges demolió el edificio literario del país.
María Esther Vázquez escribió una de las mejores biografías de Borges; Kai Bird y Martin J. Sherwin escribieron la mejor sobre Oppenheimer, que es justamente la que toma Nolan para su película. Es muy curioso el juego de espejos que se da en los títulos: Borges. Esplendor y derrota, Prometeo Americano. El triunfo y la tragedia de J. Robert Oppenheimer.
El libro de Bird y Sherwin es asombroso. Publicado originalmente en 2006, obtuvo el Premio Pulitzer de Biografía. Tiene 900 páginas; de las cuales cien corresponden sólo al índice bibliográfico. Incluye más de cien entrevistas a testigos y amigos, cartas, dossiers y un profundo trabajo sobre las investigaciones desclasificadas que el FBI realizó —legal e ilegalmente— sobre Oppenheimer.
El resultado, entonces, no es sólo una cámara que sigue con obsesión a un hombre desde que nace hasta que muere, sino también la crítica a los aparatos de control de la nación que clama por ser la más libre del mundo. Un ejemplo: Jean Tatlock, amante de Oppenheimer y activista de izquierda, se suicidó en junio de 1943. En ese entonces, Oppenheimer estaba abocado a la bomba y ya le habían dicho que, por razones de seguridad nacional, no podía volver a verla. Bird y Sherwin reconstruyen la historia de Jean sin dar por sentada la historia oficial y, aunque no logran alcanzar una certeza absoluta, reconocen en esa muerte el modus operandi de los asesinatos confabulados y perpetrados por la CIA durante el macartismo.
Los dos autores son especialistas en la bomba atómica. Además de este libro han publicado sendas investigaciones sobre el tema cada uno. Sherwin murió en 2021 con 84 años de edad; Bird, con 71 años, acaba de publicar una biografía de Jimmy Carter. Prometeo americano toma como eje central el desarrollo de la bomba atómica, pero revisa todas las polémicas en torno a la vida de Oppenheimer: la manzana envenenada que dejó en la universidad, los problemas mentales, la vida posterior a la bomba, el juicio del macartismo, los años oscuros.
Destructor de mundos
Pero ¿por qué tiraron la bomba? Oppenheimer llegó al Proyecto Manhattan como una figura clave aunque políticamente muy cuestionada. No querían darle las credenciales de seguridad necesarias para el trabajo. De no haber sido por el general Groves, que estaba a cargo del proyecto, nunca lo hubieran aceptado. Pero existía el peligro real de que Heisenberg —que no era nazi pero sí patriota— estuviera desarrollando una bomba atómica en Alemania, y los Estados Unidos tenían que apurar el paso: no había otra persona más adecuada que Oppenheimer para llevarlo adelante.
En 1943 montaron un enorme laboratorio en Los Alamos, Nuevo México. Había decidido esa locación para controlar el movimiento de los trabajadores y mantener en secreto el objetivo. En los pueblos vecinos habían hecho correr el rumor de que estaban diseñando un cohete eléctrico. Al principio trabajaba un centenar de científicos junto con un grupo de ingenieros y personal de apoyo. Seis meses después ya eran más de mil personas. En 1944 eran tres mil quinientos y en el verano del 45, cuatro mil civiles y dos mil militares formaban una pequeña ciudad. Sólo pensar en la logística para cubrir alimentos e insumos de esa comunidad es un logro.
En la novela Nacimiento de un puente, la francesa Maylis de Kerangal cuenta el trabajo de los ingenieros como una aventura épica. Bird y Sherwin consiguieron transmitir esa épica con el equipo de científicos que rediseñó el nuevo orden del mundo. El trabajo arduo y continuo —Oppenheimer había prohibido que hubiera relojes en los edificios— era desgastante, la exigencia total. Lo mismo que el compañerismo. La tarea era una y clara, no se permitían distracciones. Había que fabricar una bomba que, gracias a una acción en cadena de neutrones rápidos que hicieran fisión nuclear, liberara una explosión equivalente a veinte mil toneladas de TNT.
A mediados del 45, lo que parecía imposible, había sido conseguido. El 16 de julio a las cinco y media de la mañana hicieron una prueba en una zona desértica: todos los que estuvieron presentes sintieron una premonición. Muchos años después, Oppenheimer recordaría en un documental para la NBC que, mientras la nube en forma de hongo crecía hacia el cielo, algunos reían, otros lloraban, y él recordaba un verso del Bhagavad Gita: “Ahora he devenido muerte, el destructor de mundos”.
Más allá de la bomba
La justificación de la bomba fue cambiando a lo largo del tiempo. Inicialmente se había concebido como el arma que iba a acabar con los nazis, pero, conforme se hacía evidente la derrota alemana, muchos —incluido Oppenheimer— se preguntaban si tenía sentido seguir avanzando. También estaba claro que Japón nunca había sido el objetivo. Tokio había sido rociada de Napalm, el ejército japonés estaba acorralado y Stalin, una vez vencidos los alemanes, se había comprometido a declararles la guerra. El presidente Truman se apresuró a lanzar las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki, no para ponerle fin al conflicto, sino para plantar las bases del que estaba por comenzar. Las bombas eran un mensaje a la Unión Soviética. Se estaba definiendo el nuevo orden mundial y ahora los soviéticos estaban al tanto del poderío de los Estados Unidos. Se iniciaba así la Guerra Fría.
Oppenheimer trató de convencerse de que su invento pondría fin a las guerras. Niels Bohr, que lo visitó entonces, llegó a decir que la bomba podía convertirse en una herramienta para la diplomacia. Solo unas pocas voces —la de Einstein, entre ellas—anticiparon la carrera armamentista que finalmente se dio. Después de la bomba, Oppenheimer comenzó a presentir que le esperaba un destino ominoso: no se equivocaba.
Entre 1925 y 1927, los físicos habían desarrollado la teoría cuántica a un ritmo vertiginoso. Aunque muchos se preguntaban qué sentido práctico podían tener, los descubrimientos se sucedían con gran velocidad. Era difícil mantenerse al día. Veinte años después, la guerra había explotado aquellos hallazgos de una manera tan frenética y despiadada que había detenido el curso de la ciencia.
A cien años de aquella época, la tecnología y la inteligencia artificial aparecen como el nuevo non plus ultra de la humanidad. En 1983, el desperfecto de un radar nuclear soviético informó el lanzamiento de cinco misiles intercontinentales desde Estados Unidos. El oficial a cargo creyó que era una falsa alarma y no respondió el ataque, evitando así una guerra que habría devastado el planeta. Uno no puede sino preguntarse qué haría la inteligencia artificial en ese caso.
Así empieza “Prometeo americano”
En la primera década del siglo XX, la ciencia emprendió una segunda revolución en Estados Unidos. Un país que se desplazaba a caballo sufrió una súbita transformación gracias a un sinfín de invenciones como el motor de explosión o los vuelos tripulados. Esas innovaciones tecnológicas cambiaron de la noche a la mañana la vida de los hombres y las mujeres de a pie. Al mismo tiempo, un esotérico grupo de científicos estaba dando forma a una revolución aún más fundamental; los físicos teóricos del mundo entero empezaban a modificar la manera en que entendemos el espacio y el tiempo. En 1896, el físico francés Henri Becquerel descubrió la radiactividad. Max Planck, Marie Curie y Pierre Curie, entre otros, aportaron nuevos conocimientos de la naturaleza de los átomos. Y entonces, en 1905, Albert Einstein publicó su teoría especial de la relatividad. De pronto, el universo parecía distinto.
En todas partes del planeta se comenzó a celebrar a los científicos como una nueva suerte de héroes que prometían encaminarnos a un renacimiento de la racionalidad, la prosperidad y la meritocracia social. En Estados Unidos, los movimientos reformistas desafiaron el orden establecido. Theodore Roosevelt utilizó la Casa Blanca como tribuna desde la que defender que un buen gobierno aliado con la ciencia y la tecnología aplicada podía forjar una era progresista nueva e ilustrada.
En aquel mundo de promesas nació J. Robert Oppenheimer, el 22 de abril de 1904, en el seno de una familia de inmigrantes alemanes de primera y segunda generación que volcaron todo su afán en ser estadounidenses. Pese a ser de etnia y cultura judías, los Oppenheimer de Nueva York no pertenecían a ninguna sinagoga. Sin repudiar sus raíces, optaron por construir su identidad en el marco de una rama singular del judaísmo, la Sociedad por la Cultura Ética, que celebraba el racionalismo y una variante progresista del humanismo secular y, por otra parte, enfocaba de manera innovadora los dilemas a los que se enfrentaba todo individuo que inmigraba a Estados Unidos. Sin embargo, a Robert Oppenheimer le ahondaría la ambivalencia que sintió toda su vida respecto a su identidad judía.
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