El anticlericalismo es un movimiento heterogéneo de carácter reactivo, que expresa básicamente una actitud opuesta o contraria a la religión, o más bien a sus representantes oficiales, el clero. En cualquier caso, ella es siempre en mayor o menor grado restrictiva a la presencia social de cualquier fe religiosa. Esta sensibilidad se dibuja más nítidamente sobre todo cuando el poder político no consigue instrumentarla. Aunque muy antigua, la mentalidad anticlerical se recicla continuamente a lo largo de la historia, y se explica por la perenne pretensión hegemónica del poder político sobre la vida social. Este fue precisamente el punto de dolor del naciente cristianismo con el Imperio romano, pero ha vuelto a aparecer bajo los más disímiles regímenes e ideologías, hasta el día de hoy.
La actitud anticlerical parece, en efecto, reeditarse en nuestros días en forma creciente, al compás de la secularización de la sociedad, pero sobre todo como un fruto de la mentalidad antiinstitucional religiosamente expresada por la declinación de las confesiones tradicionales y el correlativo auge de las nuevas espiritualidades, genéricamente englobadas en la New Age.
El anticlericalismo no siempre es necesariamente violento, y el de la New Age no lo es, pero periódicamente presenta picos de una mayor agresividad, en ocasiones encarnado en la destrucción de lugares sagrados. Así sucedió con la quema de las iglesias durante el conflicto con el peronismo, un tema incómodo para un movimiento que se dice inspirado en la doctrina social de la Iglesia, pero que, al mismo tiempo, permite ver cómo la sensibilidad anticlerical está al acecho de cualquier ocasión para expresarse, como ocurre ahora mismo con el conflicto mapuche.
A la luz de los incendios
Pero si los católicos hicieran un honesto examen de conciencia, deberían reconocer que en más de una ocasión las invectivas anticlericales tenían más razón de la que oportunamente ellos estaban dispuestos a reconocerles. Incluso deberían agradecerles más de un favor. Gracias a la Revolución francesa la Iglesia se liberó de sus ataduras con el antiguo régimen.
Por otra parte, la verdad es que el anticlericalismo no se ha mostrado especialmente virulento en la Argentina, como sí lo ha sido en otras geografías, incluso latinoamericanas, cuyo ejemplo paradigmático es México. El único antecedente local que puede encontrarse al fuego de los templos porteños en el siglo pasado es el incendio del Colegio del Salvador. Fue en 1875, cuatro años después de la comuna de París, un producto de la Primera Internacional, considerada un modelo insurreccional salvajemente reprimido. Una medida del arzobispo de Buenos Aires cuestionada por la masonería sirvió entonces para que los otrora llamados maximalistas, en el caso, una conjunción de socialistas libertarios o anarquistas, marxistas, mazzinistas y garibaldianos, mostraran su rostro vandálico. Pero uno de los mayores brotes del odio anticlerical se produjo en la guerra civil española, cuando no solo fueron pasto de las llamas numerosos templos y conventos católicos, sino fusilados una gran cantidad de miembros del clero.
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En los últimos años, durante las marchas del Orgullo Gay aparecieron signos de hostilidad a la Iglesia Católica graficados en inscripciones en la propia catedral de Buenos Aires, en cuyas paredes se pudo leer: “La única iglesia que ilumina es la que arde”, una consigna atribuida al anarquista ruso Piotr Kropotkin. Es la misma que aparece ahora como eslogan del indigenismo mapuche, aunque de indudable factura anarquista. En las calles céntricas de Bariloche se pueden apreciar ciertos signos de similar tenor, como el dibujo de una llama en medio de la cual se advierte la inequívoca silueta de una iglesia.
El anarquismo sufrió un notorio declive al promediar el siglo pasado, pero renació como un componente ideológico del Mayo francés y su cuestionamiento del establecimiento tecnoburocrático de la sociedad industrial, tanto capitalista como socialista. Hoy, una mentalidad, ciertamente fundada, de sospecha, muy difundida en todos los ambientes sociales sobre cualquier clase de autoridad, habilita un terreno disponible para un revivir anarquista. Ciertamente, no hay nada más alejado que el anarquismo de las concepciones políticas y religiosas de los indios americanos.
Los pecados de la evangelización
Desde el comienzo de su pontificado, el papa Francisco ha tenido una actitud cercana a los reclamos y a la situación de los pueblos indígenas, especialmente en América Latina. Existe una curiosa tendencia a atribuir a Francisco denuncias, reconocimientos y actitudes, adjudicándole el sambenito de ser un Papa populista que, además, se ha arrodillado ante el enemigo. En realidad, hace mucho tiempo estas mismas palabras y esas mismas actitudes han sido dichas y hechas por sus antecesores.
Durante su visita a Bolivia, Francisco pidió perdón por los crímenes cometidos por la Iglesia durante la llamada conquista de América. Pero, en el año 2000, la Comisión Teológica Internacional ya había producido un documento donde se trazan certeros criterios de inspiración evangélica sobre el asunto, y donde se pide perdón por muchos males históricos de los cristianos, incluyendo la violencia en la evangelización. Dice el texto, un verdadero modelo de sensatez y espíritu cristiano: “Otro capítulo doloroso sobre el que los hijos de la Iglesia deben volver con ánimo abierto al arrepentimiento está constituido por la aquiescencia manifestada, especialmente en algunos siglos, con métodos de intolerancia y hasta de violencia en el servicio a la verdad”.
Finalmente, la declaración se refiere a las formas de evangelización que emplearon instrumentos impropios para anunciar la verdad o no han realizado un discernimiento evangélico adecuado a los valores culturales de los pueblos, o acaso no han respetado las conciencias de las personas a cuya consideración se presentaba esa misma fe. Coincidentemente, en una carta de preparación al jubileo del año 2000, el papa Wojtyla insistía sobre el mismo tema, pero ya lo había hecho en 1992, en ocasión del quinto centenario del descubrimiento de América. Aunque este gesto pleno de significado ha llamado la atención en los ambientes conservadores e integristas que se rasgan las vestiduras por considerarlo un espíritu innovador y claudicante, la verdad es que existen muchos otros antecedentes de situaciones similares en la bimilenaria historia de la Iglesia.
La voz de los sin voz
Hace más de una década los obispos latinoamericanos reunidos en Aparecida proclamaron la empatía de la Iglesia con las culturas presentes en el continente y una valoración de su propia identidad. Ahora el papa Francisco ha querido confirmar esa actitud profundamente cristiana de los anteriores pontífices y del episcopado, como viene haciéndolo desde el inicio de su pontificado, no pocas veces ante el escándalo de sus propios hermanos en la fe. En efecto, numerosos cristianos se fastidian visiblemente cuando Francisco se coloca al lado de los pobres, los perseguidos, los menesterosos, los excluidos y les prodiga su aliento, su afecto y su solidaridad, acompañándolos en su grito silencioso aunque desgarrador, pero también escasamente escuchado. En el caso, resulta previsible que la proximidad de Francisco con el pueblo mapuche despierte quejas de todo tipo entre los cristianos blancos de clase media acomodada, que se sienten irritados ante los impertinentes reclamos de los pueblos originarios, considerados un submundo que debería ser merecedor del patio trasero de la Iglesia. El problema es que el Papa quiere situar a los pobres, entre ellos a los pueblos originarios, en la sala principal de la casa.
Algo difícil de entender con anteojeras culturales, pero no hay motivo de escándalo. No hay aquí lugar para considerar esta pretensión transida de justicia y de caridad una maniobra política o, peor, demagógica. Es más simple y más complejo que eso, y solo se requiere una cosa para entenderlo: una cierta pureza del corazón, algo que es patrimonio de los pobres y los sencillos. Lo que pretende el Papa es nada más continuar con esa tradición pontificia de ser la voz de los que no tienen voz, es como él entiende un mandato que no procede de la política, aunque muchos así lo malentiendan, sino que viene de un lugar más alto y al mismo tiempo más profundo: el Evangelio.
El autor es profesor en la Universidad Austral y miembro del Consejo Argentino para la Libertad Religiosa, el Consorcio Latinoamericano de Libertad Religiosa, la Junta de Historia Eclesiástica Argentina y el Instituto de Filosofía Política e Historia de las ideas políticas de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas.
FUENTE: INFOBAE NOTICIAS
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