¿Patria Grande o sueño americano?

En educación, los números son claros. Apenas el 2.4% de la matrícula universitaria en carreras de grado corresponde a extranjeros. Frente a ese gasto, el 1,7% de la matrícula de posgrado corresponde a estudiantes extranjeros que pagan arancel doble que los argentinos. Además, el 4.2% (grado) y el 7,6% (posgrado) lo hacen en universidades privadas; es decir: aranceladas, lo que constituye una forma de exportación de trabajo de alta calidad argentino. Es cierto que el porcentaje de extranjeros es mucho más alto en la UBA, donde supera el 20%. Aún así, verlo solamente como un gasto es considerar solo la parte superficial del fenómeno. Según el ex Ministro de Modernización, Innovación y Tecnología de la Ciudad de Buenos Aires, Andy Freire, la llegada de estudiantes extranjeros genera un saldo económico positivo para la ciudad. “Aquellos que eligen nuestra ciudad con motivo de estudio por estadías menores a un año gastan $1.900 millones anuales entre alquileres, gastronomía y entretenimiento. Y a cada uno de ellos lo visitan 2,1 familiares o amigos en promedio, que gastan unos $700 millones adicionales. La llegada de estudiantes internacionales genera trabajo”.

Lo sé. Ninguna cifra convencerá a los convencidos. Y un nacionalista, por definición, es un convencido. Son esos que cuando un estudiante argentino se va a los Estados Unidos y termina por radicarse allá habla de “fuga de cerebros”, pero cuando un colombiano hace lo mismo en el país habla de “saqueo de recursos” aunque más de la mitad de ellos declare que contempla la posibilidad de radicarse definitivamente. “¡Menos trabajo para los graduados argentinos!”, se escandalizará en este caso el xenófobo local, ya que el nacionalismo -como señaló Sartre sobre su hermano, el antisemitismo- no se basa en razones sino que es una pasión malsana.

El país estaba vacío, y hoy somos demasiados, se lamentan algunos. Pero Argentina es el octavo país del mundo en superficie y el trigésimo primero (31º) en población. En cuanto a nuestra densidad poblacional, ocupamos el puesto 212º en una tabla de 244 países, inmediatamente después de ese desierto hecho nación: la Arabia Saudita. Es cierto, un tercio de los argentinos vivimos hacinados en la ciudad y la provincia de Buenos Aires; pero no es culpa de los extranjeros sino del modelo industrialista de desarrollo que aplicó el nacionalismo populista. La radicación de emigrantes recientes, además, sigue el mismo patrón nacional: los distritos con mayor porcentaje de población extranjera no son solo la Ciudad y la Provincia sino también la Patagonia, y en especial: Tierra del Fuego y Santa Cruz. La cosa no se soluciona pues con vetos a la inmigración sino con un plan que está en marcha: el proyecto de reorientación de flujos poblacionales que contempla el traslado al interior del país mediante el ofrecimiento de tierras y programas de asistencia sanitaria y educativa similar al que gozó la inmigración europea. Esperemos que funcione mejor que entonces, cuando terminamos hacinados en una pequeñísima parte del territorio federal.

En ningún país del planeta se atiende y educa gratis a los extranjeros, exclaman muchos; pero no es cierto. Viví en España y en Italia y, hasta donde sé por mi experiencia y la de quienes me rodearon, la atención médica de los extranjeros residentes es totalmente gratuita. Y lo mismo sucede en Francia e Inglaterra. Ni que hablar de los países escandinavos, de los que los argentinos soñamos importar sistemas educativos pero no su principal consecuencia: la civilidad y la hospitalidad. ¿Los Estados Unidos? Acabo de volver de un viaje de trabajo a Nueva York, y el fin de semana pude pasar a saludar a mi amiga Romina, que vive en Long Island y trabaja de fonoaudióloga. La mayor parte de su tarea se desarrolla con hijos de emigrantes; en su mayoría: ilegales. Paga la ciudad de Nueva York, cuyas autoridades saben todo de sus padres -dónde viven, de qué trabajan, cuánto ganan- pero aún así no salen a cazarlos y deportarlos sino que entienden que integrarlos, e integrar a sus hijos ayudándolos a hablar un buen inglés, beneficia a todos. Y al que transgrede, primero cárcel y luego, afuera; ya que la ley no es negociable pero tampoco es cuestión de nacionalidad, sino de conducta.

¿No pasa en ningún lado? En Brasil y en Paraguay los no residentes pueden atenderse de manera gratuita (yo lo hice, en San Pablo, hace años), y con Chile tenemos convenio de reciprocidad. De manera que el espantoso drama de los países limítrofes se reduce a las modestas dimensiones de Bolivia y Uruguay. En casi todos los países del mundo, además, se atiende al paciente que lo necesita -como obligan el juramento hipocrático y el más elemental deber de humanidad- y luego se pasa la factura. Al paciente, si puede, o al seguro prepago privado, cuando lo tiene. Argentina, un país al que los acuerdos de reciprocidad ayudarían muy poco a equilibrar las cuentas con sus limítrofes, podría muy bien llevar el registro de gastos acumulados y reclamar su pago a los estados nacionales de procedencia.

Atender y luego cobrar parece engorroso, pero una vez establecido el mecanismo sería otra forma de exportación de servicios beneficiosa para el país. Y para los estudiantes extranjeros, puertas abiertas. Los que se queden terminarán asumiendo puestos de trabajo de alta calidad que existen pero no se ocupan debido a nuestro empeño por votar la destrucción del sistema educativo, con la consecuente escasez de mano de obra calificada. Y aquellos que vuelvan a sus países serán inevitablemente difusores de lo mejor que tenemos; embajadores que pueden generar oportunidades de inversión y de negocios en los que con un solo éxito se pagan miles de becas. Contar las monedas que nos cuestan los extranjeros que vienen a estudiar o cobrarles un arancel no soluciona ninguno de los problemas de la educación argentina y ejemplifica otro de los grandes males que hundió a este país: la visión de corto plazo.

Por último, la familia Choque. Hace casi veinte años gané mi primer premio de periodismo con un artículo denominado como este, “Para todos los hombres del mundo”. En él conté la historia de Fidencio Choque, un quintero boliviano que rentaba un campito en Escobar en el que toda su familia cultivaba y vendía verduras como si fuera una cooperativa. En presencia de sus hijos, Fidencio fue quemado con una plancha en el pecho por una patota enviada por quienes querían que renunciara al contrato de arrendamiento de la tierra para construir una urbanización. Después intentaron colgarlo de los genitales con un cable para que dijera dónde ocultaba sus ahorros. Fue solo uno de los ataques sufridos por quinteros bolivianos en la zona. Luego de tres horas de infierno, los delincuentes abandonaron la casa de los Choque gritando “¡Bolivianos hijos de puta, vuélvanse a su país!”. Los Choque y otros inmigrantes que eligieron la Argentina acaso podrían hacerlo. Quienes es difícil que volvamos a nuestro país, al país abierto y progresista que fuimos y que no existe, somos los argentinos. Al menos, si no retomamos la orientación al mundo y al futuro, y la inteligente generosidad que lo caracterizaron.

No es cuestión de Patria Grande. Es más bien cuestión del sueño americano, que supo ser también el sueño argentino y que es el de toda tierra de inmigrantes. El sueño de la integración y del progreso que una vez nos hizo grandes. Es cuestión de lo que dice la poesía escrita por la estadounidense Emma Lazarus y está grabado en el pedestal del mayor símbolo de la identidad americana: la estatua de la “Libertad alumbrando al mundo”, como se llama. Dice así: “Una poderosa mujer con una antorcha cuya llama es un relámpago aprisionado. Su nombre es Madre de los Desterrados. Desde el faro de su mano brilla una bienvenida para todo el mundo. Sus templados ojos dominan la ciudad que enmarcan el puerto y sus puentes. ‘¡Guardaos, tierras antiguas, vuestra pompa legendaria!´grita. ¡Dadme a vuestros pobres, a vuestros derrotados, a esas masas hacinadas que anhelan respirar en libertad! ¡Enviadme al desdichado desecho de vuestras costas, a los desamparados, a los devastados por la tempestad! ¡Mandádmelos a mí, que elevo mi faro detrás de la puerta dorada!”. Sucedió antes que Trump y antes de que el populismo argentino demoliera todos y cada uno de los principios que hicieron la grandeza de este país, y del mundo, un lugar habitable. Ojalá pase Trump y ellos no vuelvan más. Pero ojalá también que tengamos nosotros un corazón más grande y unos ojos capaces de mirar más lejos.

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FUENTE: INFOBAE NOTICIAS

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