Especial para Infobae de The New York Times.
SALTIVKA, Ucrania — Cuando Rusia invadió Ucrania a fines de febrero, Antonina Andriyenko sintió las vibraciones en su deteriorado edificio de apartamentos situado a las orillas de Járkov, una ciudad del noreste de Ucrania, pero no pudo escuchar las explosiones. Solo hasta que sus aterrados vecinos comenzaron a salir en tropel supo que algo estaba ocurriendo.
“Primero pensé que era un terremoto”, explicó Andriyenko, de 74 años, quien es una persona sorda que vive con su hija sorda y autista de 48 años, de nombre Tanya. En una entrevista en la que colaboró un intérprete de lengua de señas, Andriyenko describió el temor y la confusión cuando las fuerzas rusas atacaron la ciudad.
“Teníamos miedo de dormir. Nos quedábamos escondidas en una esquina”, comentó. “Las ventanas se rompían”.
Al igual que para otras personas discapacitadas, para las cerca de 40.000 personas sordas y con problemas de audición, la guerra es especialmente peligrosa y difícil de afrontar. Aunque varios miles de ucranianos sordos han sido evacuados a áreas más seguras o a países vecinos, Andriyenko estuvo entre los muchos otros que se quedaron.
Ella y su hija eran parte de un grupo de unos cuantos residentes que se quedaron en su edificio de 72 unidades en un complejo habitacional muy dañado de Saltivka, un suburbio en la orilla norte de Járkov. Andriyenko comentó que los vecinos que se quedaron ahí están al pendiente de ellas.
Saltivka, con sus inmensos bloques de apartamentos de la era soviética, está a solo 32 kilómetros de la frontera con Rusia y fue objeto del embate inicial, y los ataques y contraataques continuaron durante meses.
Ahora, Járkov es una región más tranquila después de que, en el verano, Ucrania hizo retroceder por la frontera a los soldados rusos. Y la ofensiva reciente que derrotó a los rusos en el noreste le ha brindado a Ucrania un mayor control sobre la región fronteriza.
Sin embargo, la angustia no ha desaparecido por completo en Járkov. Rusia sigue enviando cohetes esporádicos a la zona mientras que varios reportes indican que también está congregando soldados a lo largo de la frontera.
Un día de julio, Andriyenko, una mujer extrovertida que gesticula de manera animosa y se comunica escribiendo sencillas notas en ruso, se encontraba de pie afuera de su apartamento. No muy lejos de ahí, se podía sentir y escuchar el sonido de los bombardeos. Del interior salían gritos amortiguados.
“En ocasiones se pone a gritar y no sé por qué”, comentó Andriyenko, refiriéndose a su hija.
Según Andriyenko, después de la invasión, los vecinos le escribieron una nota que decía que ella y su hija debían irse.
“Nos quedamos porque no sabíamos a dónde ir”, comentó. “Al principio, yo no sabía lo que estaba ocurriendo. No teníamos ninguna información. La gente comenzó a irse, pero nosotras nos quedamos aquí”.
Más tarde, cuando los voluntarios de ayuda humanitaria fueron a decirle que la trasladarían a Polonia, su hija no quiso irse.
“Yo acepté, pero mi hija se rehusó”, mencionó Andriyenko, quien ha criado sola a Tanya. “No sé por qué… ella solo quería quedarse en casa”.
La Asociación Ucraniana de Sordos ha dicho que uno de sus mayores retos es la falta de información. Esta asociación traduce las declaraciones nocturnas del presidente Volodímir Zelenski a lengua de señas por televisión y las retransmite en las redes sociales.
Pero Andriyenko y su hija no tienen una televisión que funcione ni tampoco teléfonos celulares. Ella enseñó un pequeño televisor que le dieron los voluntarios de ayuda humanitaria, pero explicó que no había señal y que no tenía antena.
Para los ucranianos discapacitados, no hay refugios a los que puedan tener acceso con facilidad; la oscuridad de la mayoría de ellos hace que sea todavía más difícil que los sordos puedan comunicarse. Según los grupos de activistas, estas barreras suponen una emergencia dentro de la emergencia.
En los meses desde que inició la invasión, Andriyenko y su hija adoptaron una difícil rutina: están aisladas y temerosas de un bombardeo, pero han vivido en ese apartamento durante décadas y Tanya le tiene más temor a lo desconocido afuera del edificio.
Sin suministro de agua ni elevador desde que comenzó la guerra, ambas tienen que subir cargando todos los baldes de agua hasta su apartamento en el sexto piso.
Cuando inició la invasión, los ataques de los rusos destrozaron las tuberías de gas y, en el implacable frío del invierno, no había calefacción.
“Nos poníamos toda la ropa que teníamos para tratar de mantenernos calientes dentro de la cama”, comentó Andriyenko.
Hay suficiente electricidad para encender las bombillas y pudieron comer algo caliente antes de que se fundiera el fusible. Al igual que para otras personas de este complejo habitacional, sus días están dedicados a tareas como hacer limpieza y acarrear agua; y luego, hacer fila para recibir la comida que los voluntarios llevan a una explanada.
Ni siquiera ahora, siete meses después de la invasión rusa, Andriyenko sabía con certeza lo que ocurría en su país.
“¿Hay guerra en toda Ucrania?”, preguntó.
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