Con 36 años, Antonio Sena había regresado a su Brasil natal luego de ser piloto durante una temporada en Chad, un país de África central. Con el dinero generado en su estancia africana, abrió un restaurante y cervecería artesanal. Pero el momento en que decidió comenzar con su emprendimiento no podría haber sido peor.
A dos meses de abrir su bar, estalló la pandemia de Covid-19 y se vio obligado a cerrar el negocio que tanto esfuerzo le había llevado construir. Desamparado, decidió volver a hacer uso de sus habilidades como piloto y aceptó un trabajo como transportista de combustible y víveres hacia 13 de Maio, una de las tantas minas ilegales que extraen oro en el Amazonas. Lo que no sabía es que a raíz de ese viaje viviría la experiencia más extrema de su vida.
Las minas ilegales de la selva amazónica se extienden por Brasil, Venezuela, Colombia, Perú, Ecuador y Bolivia. Según datos del IBAMA (Instituto Brasileiro do Meio Ambiente e dos Recursos Naturais Renováveis), unas 453 se emplazan en territorio brasileño, y causan estragos ambientales en una de las zonas más valiosas de la humanidad. Las extracciones que allí se hacen desvían el curso natural de ríos, contaminan el agua y destruyen especies de fauna y flora. De hecho, es una de las críticas ambientalistas frecuentes a la más grande economía latinoamericana.
Sena emprendió su viaje hacia 13 de Maio, dentro de la Reserva Biológica Maicuru, el 28 de enero pasado hacia una de las regiones más remotas del Amazonas.
“Mayday, mayday, mayday… Papa, Tango, India, Romeo, Juliett está cayendo entre Alenquer y la pista California”, fueron las palabras de auxilio que alcanzó a emitir por radio antes del aterrizaje forzoso.
El único motor de su Cessna 210 se detuvo de pronto en el aire y perdió la capacidad de volar. Estaba en caída libre, pero gracias a sus conocimientos como piloto y a la fortuna, Antonio halló un valle en el cual pudo practicar el descenso hasta tocar suelo mientras las ramas golpeaban la aeronave a su alrededor. Así comenzaba la odisea de 36 días que viviría atrapado en el Amazonas.
Una vez en tierra y lleno de adrenalina, logró salir del avión y llevarse consigo tres botellas de agua, doce panes, cuatro latas de refrescos, una cuerda y un saco de tela, además de algunos objetos que le podrían ser de utilidad en la selva. “Quince minutos después, el avión estaba en llamas”, declaró al medio francés RTL. La necesidad lo forzó a recordar que años antes había realizado un curso de supervivencia en la selva, cuando trabajaba como piloto para otra compañía de taxi aéreo.
“Nunca imaginé que me quedaría allí tanto tiempo”, dijo. “Pensé que en 5 u 8 días me habrían rescatado, así que me quedé siete días, pero al ver que los equipos de rescate volaban sobre mí sin notar mi presencia, me di cuenta que no podían verme”.
Antonio comprendió que sobrevivir dependía de él y empezó a caminar en dirección al sol, hacia el este, durante varios días. Esa decisión le salvaría la vida.
Con un trozo de madera, una navaja y un cuchillo se armó de un machete y se adentró en la frondosa selva. El viaje hacia el este no fue nada fácil. Menos aún pasar las noches oscuras. “Se apoderó de mí un miedo enorme hacia la oscuridad y sus sombras”, confesó Sena. “Pero después de un tiempo entendí el mecanismo del miedo, y en vez de paralizarme, lo usé como un motor para seguir adelante, me acompañó durante todos los días”.
Antonio entendió el mecanismo del miedo y lo usó como motor
Antonio tuvo la fortuna de no encontrarse con animales peligrosos como jaguares o víboras venenosas. Su principal compañía fueron los insectos, en particular las arañas. “Por las noches podía sentir cómo caminaban sobre mi cuerpo, porque tenía que dormir en el piso”, describió a RTL.
Aprender de los monos
La experiencia le sirvió para conocer a otros animales: jabalíes, ciervos y monos, “muchos monos”. Este animal, el más cercano al humano según la ciencia, fue de gran ayuda. En una ocasión Antonio observó cómo un grupo de monos comía una fruta desconocida para él. Si ellos la comían, él también podría hacerlo sin intoxicarse.
Tras días y días de levantarse a la luz del alba, caminar horas en dirección al sol hasta pasado el mediodía, comer los víveres que había llevado y luego la dieta de los monos, Sena estaba muy débil. Cuando lo encontraron, había perdido 25 kilos.
Un ruido familiar fue su salvación: una motosierra. Llevaba más de 30 días deambulando en la selva cuando escuchó el ruido de la herramienta. Sus fuerzas se estaban agotando, tenía calambres en todo el cuerpo y comenzaba a perder la visión, pero decidió hacer un último esfuerzo.
Se adentró en un pantano, cruzó un río, y empapado, continuó su camino hacia un sonido que debe haberle parecido celestial. Fue entonces cuando encontró una lona blanca y, kilómetros después, a un hombre. “Me miró muy asustado. Se quedó parado, con las castañas en la mano”, contó Sena en diálogo con EFE. Minutos después llegó otro hombre y juntos caminaron hasta la base de los recolectores de castañas. Una vez allí se avisó a los equipos de rescate y a su familia a través de la radio. Era el fin de su odisea.
“Mis hermanos no desistieron en ningún momento, siempre creyeron que estaba vivo. Yo sentí su fuerza. No desistieron”, contó entre lágrimas. Sena, quien volvió a sobrevolar el área plasmó su historia en un libro, “36 días”.
“Fui transformado dentro de esa selva. Mis hermanos también fueron transformados. Gracias a Dios esa historia está transformando a mucha gente también. Es lo único que queremos. Solo eso”, sostiene el piloto que sobrevivió a una de las pruebas más extremas a las que puede enfrentarse un hombre.
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