En estos días se intenta dilucidar qué sentido tendrá el voto. Qué significado construirán con su sufragio miles de anónimos en la soledad del cuarto oscuro. La política, tiembla de miedo. La realidad pandémica ha vuelto refractarias las previsiones. En medio de la opacidad de los oráculos ellos barruntan todos los escenarios. El candidato en campaña se vuelve voraz. Y en la nebulosa la voracidad se acrecienta con el desconcierto. ¿Cómo acercarse a tantos desencantados? ¿Cómo pintar los espejitos de colores nuevos?
Paradójicamente es cuando el voto genera escenarios donde el poder está repartido, cuando la política tiene estímulos para ofrecer algo mejor que artilugios coyunturales o anabólicos de la grieta. Pero esta hidráulica de alineado y balanceo depende de esa síntesis de voluntades individuales que ocurre en los comicios y que hoy se vuelve esquiva de predecir por la pandemia, por la catástrofe económica y por las capas geológicas de desilusión.
Mariel Fornoni, Directora de Management and Fit, afirma que esta vez la gente no quiere que se vayan todos como en 2001 pero pide más pragmatismo que ideología. Habrá que ver si el votante se pide a sí mismo más pragmatismo que ideología. Los politólogos que advierten que el votante argentino es mucho más conservador de lo que parece hoy tampoco ponen las manos en el fuego y están expectantes.
El analista de mercado Guillermo Olivetto percibe “un magma en ebullición creciente” y es un enigma en qué se transformará. El periodista Fernando González recordó en Clarín, el “voto bronca” de 2001 cuando Clemente, ese dibujo sin manos para robar, fue una de las figuras más votadas y cómo la bronca ganó las elecciones en 4 distritos importantes.
El sentido del voto sí tiene un arraigo indisputable en la situación económica y al oyente no le hace falta una encuesta para saber cuánto gasta en el supermercado o cuáles son sus expectativas de futuro hoy. Vivir en Argentina es vivir en vilo como si te tuvieran tomado por el cuello las 24 horas. Tenemos derecho a algo mejor.
El problema principal en el escenario actual es que parece imposible abordar los problemas de fondo en medio de una puja política en la que está en discusión ni más ni menos que el sistema. Eso obstruye las soluciones que requieren además del consenso, una noción compartida de convivencia sin la cual no puede avanzar ninguna sociedad. El kirchnerismo no oculta su intención de modificar bases fundamentales del sistema. Sólo el equilibrio político podría atemperar su ensañamiento contra la justicia. Pero no sólo en ese ámbito existencial de la República es imprescindible que nadie sienta que tiene el poder total.
El ejemplo del Presidente penalizando por decreto sin cumplir él mismo lo que ordenaba y creyendo hoy que arregla las cosas donando parte de su sueldo es el epítome de los descaros.
Resulta imperioso el equilibrio. Porque hay un dedo más peligroso que el dedo levantado de Alberto Fernandez. Es el pulgar para abajo de un César. Y necesitamos proveernos de una democracia sin Césares ni Césaras. De esa premisa nacieron las repúblicas con su división de poderes y sus contrapesos. Para protegernos de quienes deben representarnos antes de que utilicen el poder para ellos como un botín personal.
Si el oficialismo logra mayoría en ambas cámaras puede aprobar cualquier cosa o sentirse sin límites para las decisiones de un Poder Ejecutivo al que le fascinan las escribanías en el Congreso. Pero esta discusión digna de constitucionalistas o filósofos, está alejada de los padecimientos de la calle. La calle es bilardista. La calle mide por resultados. Y la esperanza viene demasiado golpeada.
Lo que vale la pena remarcar en medio de esta apatía difícil de decodificar, es que el momento del voto es el momento de mayor poder de los ciudadanos, la contracara de tanta impotencia, ese acto del que no podemos abdicar sin salir disminuidos. El poder de elegir, amigos, es el altar de la libertad y más que nunca en los momentos difíciles, hay que hacerle honor.
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