
“Ma, me drogo. Necesito ayuda”, le dijo Federico Labignan (27) a su madre esa mañana de sábado de noviembre de 2011. La noche anterior había terminado inconsciente en el patio trasero del boliche, en su propia fiesta de egresados. Llevaba cinco años consumiendo alcohol, marihuana, cocaína, LSD, pasta base, todo tipo de pastillas e incluso ketamina, el detonante de aquella noche. “Lo sé. Y tengo a dónde llevarte”, le contestó Rita, su mamá. Y el lunes siguiente, Alberto, su papá, lo acompañó hasta la Asociación Civil El Almendro, de Liniers, para empezar a buscar un camino de salida.
“Porque tratar la adicción no es sólo un tema de consumo de drogas… Es analizar la propia historia para intentar repararla”, asegura Federico en una sala de la asociación que lo salvó, sobre la calle Risso Patrón y Rivadavia. Y, sin condiciones, ni medias tintas, se presta a contar lo más oscuro y turbio de su infierno personal.
Hijo de un camionero y de una ama de casa, Federico nació en el Hospital Santojani en 1993 y se crió con su abuela y su tío –medio hermano de su papá–, además de sus padres y sus dos hermanos mayores, Gabriela y Alberto. “Mi hogar era la casa del transa del barrio. Lo sabíamos todos. Pero mi abuela no lo quería reconocer. ‘El tío reparte papelitos’, decía yo, que lo veía mientras jugaba a la pelota en la vereda”, rememora Federico, sobre esa infancia signada por la ilegalidad y la violencia.
Tímido y retraído, en cuarto grado empezó a ser agresivo para defenderse de las burlas. Llegó a tener tantos problemas de conducta que a mitad de quinto lo cambiaron de escuela. A esa altura, después de que sus padres expusieran que el tío vendía droga, la convivencia se volvió insostenible y los echaron. Entonces los Labignan alquilaron con esfuerzo su propia casa, mientras Federico se volvía cada vez más violento, pero terminaba el primario sintiéndose respetado. Había dejado de ser el chico que recibía las cargadas, para ser el que humillaba.
“Tenía doce años cuando fumé mi primer cigarrillo. A los trece empecé a tomar mucho alcohol. Incluso a la mañana, en la puerta del colegio. Ahí probé marihuana. En mi casa no se daban cuenta… Arranqué a hacerme tatuajes –con un permiso firmado por mi mamá– y muchos piercing. Lo único que buscaba era límites. Pero llegaban notas por mala conducta, mamá decía en el colegio que me iba a retar, pero para protegerme ni le contaba a mi viejo”, cuenta Federico.
“Ellos hacían lo que podían”, reflexiona emocionado.

“Cuando estaba en segundo año del colegio, empecé con cocaína y LSD, junto a los pibes del barrio. La primera vez que la tomé había bebido tanto alcohol, que no me hizo nada. La consumía esporádicamente en reuniones. No pagaba, me convidaban. Porque al principio siempre es en grupo, con lo que nosotros hoy llamamos ‘compañeros de consumo’. Si hay droga de por medio, no son amigos”, revela y agrega que a esa altura, se había mudado con su familia a Lomas del Mirador, pero seguía yendo al mismo colegio en Liniers.
En esa época la marihuana era cotidiana en la vida de Federico y la compraba con la plata que le daban para golosinas. Pero pronto hizo un hábito de las drogas más fuertes, que lo mantenían despierto. En su barrio había muchas fábricas de zapatos y el pegamento que quedaba en las latas pasó a ser una opción. Ese “mambo de un minuto” se volvió súper adictivo, además de gratuito.
Mientras tanto, los problemas de disciplina en el colegio se acrecentaban. Federico no sólo se peleaba a las trompadas con sus compañeros sino que además le había pegado a un profesor. “Nunca salí a afanar con armas, pero empecé a robarle plata a mis compañeros y le saqué el V3 black a una chica. Era el celular del momento. Si lo vendía, iba a poder comprar cocaína. ‘Encima de drogadicto sos chorro’, me dijo la directora cuando me descubrió. Y no sólo la insulté sino que además revoleé una mesa. Salió corriendo y me tuvieron que agarrar de a cinco”, relata Federico mientras agrega que desde la escuela lo mandaron a un psicóloga que no le pudo sacar una palabra.
A mediados de segundo año se enamoró y dejó la cocaína por Anahí. “Ella pasó a ser mi droga. Estaba obsesionado. No la dejaba un minuto. Sí es cierto que empecé a tener una vida más rutinaria. Jugaba a la pelota y me iba mejor en el colegio: de llevarme seis materias, pasé a llevarme una”apunta.
Pero, aunque se sentía mejor, seguía bebiendo: “Para nosotros, el alcohol es una droga, por más que sea legal. Nuestra enfermedad es la adicción. No el alcohol o la marihuana en sí. Yo no consumía, pero tenía actitudes enfermizas. Era violento, mentiroso, manipulador, obsesivo y celoso. Incluso tenía mecanismos de adicto en la niñez, mucho antes de empezar a consumir en la adolescencia”.
Como toda “droga”, cuando le faltó su novia, Federico se desesperó. Estaban en tercer año y Anahí se fue de vacaciones de invierno con su familia. Entonces, en una semana, él volvió a juntarse con sus compañeros de consumo –jamás dice “mis amigos”– y empezó a tomar cocaína todos los días, durante dos meses. Su novia había regresado a la semana: lo notó flaquísimo y peor que nunca. No tuvo más remedio que dejarlo. “No comía, ni dormía. Mido 1,81 y peso 80 kilos. En ese entonces pesaba 56. Vivía con mis viejos que no se daban cuenta… O no querían ver. Porque la adicción enferma a toda la familia. Para un padre es muy duro reconocer que su hijo es drogadicto. Además, mis hermanos eran ejemplares y no consumían nada”, agrega.

En cuarto año del colegio le empezó a robar los ahorros de la alcancía a su hermano, que en un momento notó que le faltaban cinco mil pesos. Estaba sentado en la computadora cuando su mamá lo encaró: “Vos te drogas y le robaste plata a Beto”. Federico se lo negó. A esa altura su familia no tenía dudas. Pasó las vacaciones de invierno encerrado en su propia casa. Pero cuando volvió a clase, volvió a consumir marihuana todo el día; LSD, de a ratos; además de clonazepan y ansiolíticos con bebida blanca.
Quinto año fue su año de consumo más fuerte. Volvió a la cocaína, sumó la pasta base –que al igual que el pegamento, tenía un efecto fugaz– y se inició en la ketamina. Vendía su ropa para comprar droga. Lo único que le quedó por probar fue éxtasis. Y si bien se rateaba y se llevaba materias, terminó el secundario sin haber repetido nunca. “Además, nos tuvimos que mudar. Yo había tenido problemas con un pibe de la villa. Nos habían roto el techo a piedrazos y me habían venido a buscar armados”, asegura sobre la magnitud del problema en el que estaba inserto no sólo él, sino que también su familia.
Tocar fondo
“Para mi fiesta de egresados me armé con un montón de drogas. Porque lo único que pensaba era en cómo conseguir plata para comprarla y a que transa llamar. Después de tantos años, tenía buenos contactos y era un gran intermediario. Me quedaba con plata o con parte de lo que otros vendían“, revela y empieza con el relato de la primera vez que tuvo miedo en serio.
“Llegué a la previa de la fiesta con alcohol, marihuana, dos pastillas y media pepa. A las once de la noche estaba hecho mierda. Una vez en la fiesta, fui al baño y uno de los pibes me dio ketamina, que se toma de a una raya… Yo me tomé seis seguidas. Salí del baño trasformado. No veía el piso. La mandíbula se me iba para todos lados”, relata sobre los instantes previos a perder el conocimiento.
Porque según le contaron, esa noche Federico se desmayó, cayó al piso y dejó de respirar. Se despertó cuando un patovica lo arrastraba al patio trasero. Varios lo insultaban: “Drogadicto de mierda. Nos arruinás la fiesta”. Pero ahí estaban Anahí –su ex e incondicional– y Candelaria, otra amiga que había estado siempre. Ellas llamaron a sus padres, que lo pasaron a buscar y lo llevaron a su casa. “No entendía nada. No podía hablar. Estaba detonado. Me fui a dormir con miedo de quedar así para siempre. Por eso cuando me desperté lo primero que hice fue pedir ayuda”, cuenta sobre aquel sábado de noviembre de 2011.

El lunes llegó a la Asociación Civil El Almendro, fundada por el padre Gustavo Mascó, acompañado por su papá. Los entrevistó Orlando Conforto, el director y psicólogo. “Empecé las charlas de grupo y me sentí contenido. Al principio no hablaba. Veía que todos compartían sus sentimientos y se abrazaban al terminar. Me costaba, pero tenía que ir: mi única ocupación era curarme“, recuerda.
“Poco antes de Navidad le insistí a mis viejos para salir… Quería drogarme. Me vieron entrar a lo de una amiga, pero me fui al rato y me compré una tableta de pastillas. Me la tomé y después de tanto tiempo sin consumir, me pegó para atrás. No me acuerdo nada más. Sólo que llegué a casa tambaleándome, mi vieja me puteó y volví a estar encerrado“, revela sobre ese traspié que puede ocurrir en un drogadicto en recuperación.
Federico tuvo que contarle al grupo de El Almendro sobre su recaída y estaba deprimido. Participaba de las charlas y hacía RES (terapia de escribir Recuento de Eventos Significativos que hacen los adictos en tratamiento). Pero volvió al alcohol, la marihuana y después, cocaína. Trabajaba en un supermercado y por eso tenía plata. Lo hacía a escondidas de su familia y de El Almendro, a dónde nunca dejó de ir. “Las recaídas a veces son parte del tratamiento. Te podés tropezar con una piedra. El tema es volver a levantarte. Claro que si las recaídas son muchas, significa que estás consumiendo de nuevo”, explica.

La recuperación en serio empezó a mediados del 2012, cuando conoció a Soledad, su actual mujer, que era cajera en el supermercado. Federico sintió que tenía que “dejar de joder”, y empezó a limpiarse. Dejó todo, menos el alcohol, que a veces es más difícil porque no es ilegal. Hasta 2014 cumplió con el tratamiento intensivo. Hace un par de años que ya no consume nada de nada. Y con el tiempo pasó a ser un coordinador de los grupos de El Almendro.
“Sirve hablar desde la experiencia. Cuando un adicto cuenta su historia, le sirve a otro adicto. Por eso siempre digo que El Almendro me salvó. Aquí revolví mucho de mi historia para tener ganas de vivir de nuevo… Porque cuando era chico, tuve pensamientos suicidas. Como te explica Orlando cuando llegás, dejar el consumo es más fácil que hacerte cargo de tu historia. Mi infancia estuvo signada por la violencia y la droga de mi tío. Por eso, no es sencillo mantenerse limpio durante ese proceso inicial en el que salen a la luz tantas emociones”, reflexiona Federico y lamenta que la Asociación Civil El Almendro tiene problemas económicos y necesita un lugar para seguir ayudando a tantos jóvenes.
La nueva vida
Hoy Federico está en pareja con Sole, que sigue trabajando en el supermercado dónde se conocieron. Tienen dos hijos: Lautaro (4) y Leonardo (2). Y viven en el barrio Libertad, de Merlo.
“Mi mujer me bancó siempre y mis hijos me cambiaron la vida. Estando en recuperación pude construir mi casa y comprarme un auto. Tuve tres años de un trabajo estable en una empresa de venta por Internet. Empecé en el deposito, pasé a ser encargado y después, supervisor de sucursales. Lamentablemente, fundió en 2016. Y desde entonces tuve empleos temporarios. Ahora estoy buscando trabajo. Pero hay mucho prejuicio… Sólo te toma aquel que sabe empatizar”, cuenta.

“Llevo ocho años viniendo a El Almendro. Ahora lo hago desde otro lugar, pero sirve para ajustar los tornillos. Si bien nunca volví a consumir, uno no dice ‘recuperado’, porque para nosotros la adicción es una enfermedad crónica. El primer paso es reconocer que uno está enfermo, que la droga se volvió ingobernable… Y el segundo, pedir ayuda a expertos en adicciones”, asegura, mientras en El Almendro se hace de noche, y un grupo de chicos llega para participar de las actividad del centro.
“Sané. Hoy tengo una lindísima relación con mis viejos y mis hermanos. Cuando entré en recuperación, Beto me dijo: ‘Te perdono por los 5 mil pesos. Sólo quiero verte bien'”, cuenta y estira el brazo para mostrar cómo se le eriza la piel.
“Nada es color de rosas. Hay prácticas manipuladoras y violentas que tengo encarnadas, pero que son mucho menos frecuentes. Todavía tengo para mejorar… Como muchos. La depresión está ahí… Si me descuido, vuelve. Pero yo cambié. Si me conocías a los 18 y me ves ahora, decís: ‘No es el mismo Federico’. Y ciertamente, no lo soy”, agrega para que su mirada, diáfana y sana, hable de su recuperación.
Fotos: Nicolás Stulberg
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FUENTE: INFOBAE NOTICIAS
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