Cuando los temas me sobrepasan se vuelven literatura. Sé que detrás de una primera imagen persistente hay algo que explorar. A veces cuesta mucho atreverse a iniciar el viaje.
Esta vez lo hice, sin dudar porque además apareció una voz áspera y percusiva. Lo mío es poco racional. Nada que ver con resolver un enigma o develar secretos o correr el velo de algún misterio. En todo caso, la cabeza más tarde que temprano hará lo suyo. Ordenará los despojos de sentido, acotará la desmesura y como siempre pondrá las cosas en estado de comprensión.
Casi siempre la escritura, para mí, se trata de un impulso casi infantil. Pura curiosidad. Un juego inocente, sin precauciones, que a veces me lleva caminar por una cornisa, a meterme en lugares incómodos y situaciones de las que suelo salir con guiños exagerados, algunas bromas pesadas; a veces, aceptando la torpe inoperancia del texto que indefectible se convierte en basura.
Al fin y al cabo, escribo porque me gustan los experimentos, probar esto o aquello para ver hasta dónde puedo llegar. Alguna vez fui un pibe sumergido en la química, que se imaginaba un destino de inventor. Cuando tuve claro que las fórmulas se repiten, temí aburrirme, entonces acepté mi condición de aprendiz de alquimista y me puse a mezclar arte, comunicación social y de ese manojo de posibilidades como una piedra de la locura emerge la palabra, que mejor quede escrita, porque dicha sería agotadora.
Encontré una voz e inesperadamente me situó en un escenario familiar.
A partir de la intrascendente perspectiva del barrio natal, recuperé la trama que tejen los recuerdos. Hace unos años descendí a La cloaca, para narrar aquel mundo extinguido en mí mismo. Ese abismo novelado se pobló de personajes surgidos en la ausencia y la fragilidad de la memoria. Aquel paisaje brumoso y difícil de acotar se convirtió en mi territorio literario.
Del mismo modo que algunos de nuestros escritores se apropiaron de la llanura pampeana, del éxtasis portuario de Buenos Aires, del inexpugnable litoral, yo me adueñé del Arroyo Maldonado y su mugriento entorno. Me sirvo de ese planeta minúsculo que conozco tanto como ignoro. Un puñado de manzanas donde me soñé despierto. Y con eso me alcanza. Por esos territorios se mueve El jodido. Cuatro relatos atravesados con la visión trágica de un ser inescrutable, moldeado en el desprecio y la pretensión de ser mejor que los demás.
Entre los pliegues de estas tramas, en el letargo de la conciencia, fue surgiendo Mal Trato, que tomó cuerpo al presentarse aquella primera imagen de la que hablé al comienzo: Una mujer atrás de la ventana quiere ser vista. E inicio su recorrido cuando esa voz comenzó a decir:
Cierre el ventanal de vidrio. Abra las cortinas de tela.
En la calle algunos vecinos pasan apurados.
Despiérteles curiosidad. Eso es. Que los de afuera tengan la certeza de que adentro hay una mujer imposible de identificar haciendo las cosas de la casa…
Un narrador, cercano a una conciencia parlante, pregunta, ordena, corrige, recrimina, sin un interlocutor real. El orden anónimo y la obediencia irreflexiva interactúan pero no dialogan. ¿Qué pasa cuando se ignora la conciencia imperativa?
¿Cómo funciona esa voz interna similar a la que impondría la publicidad y la propaganda política si es desoída? ¿Se desespera y agrede? ¿Habla en el vacío, torpemente? Haga esto, deje lo otro, hágalo ya, conviértase en lo que se espera de usted.
Un tono por momentos castrense, por momentos recriminatorio, por momentos catequista, severo, requiere atención pero cuando no la consigue ¿busca el modo de mantener el orden? ¿Su herramienta será la hipocresía?
Entonces, fue imparable. Tuve que explorar esa voz que intenta doblegar a una mujer decidida a cambiar su vida, trata de ponerla en su carril y recordarle que su misión consiste en volver atrás, cosa que ya es imposible porque su nueva percepción la aleja de su vida anterior. Mi única alternativa: registrar a esta mujer sin nombre en estado de shock.
Mal trato comienza en el punto donde concluye la violencia de género e intrafamiliar.
El propio lenguaje hace avanzar el texto. El ritmo puede ser enloquecedor. La repetición y el juego de palabras van construyendo las acciones más que en una secuencia, en un efecto de cascadas. Cada capítulo sumerge al anterior, a tal punto que nunca es necesario releer, revisar ni confirmar datos o cuidar la precisión de la trama. Lo único importante consiste en acompañar a esta mujer durante unas cuantas horas y sentir los efectos que ella experimenta.
El texto se vuelve obsesivo, obsesionante, obsesionado.
La ironía es una aguja en la que enhebra hilos de inconsciencia y va cosiendo sus heridas abiertas. Los familiares de la protagonista tampoco tienen nombres. La pérdida de singularidad acentúa de este modo la identificación. Es una familia más, una mujer más. Quien lee podría ser protagonista. Replantearse todo al punto de poner en duda su propia existencia y la veracidad de lo que acaba de hacer, porque al mismo tiempo acepta o rechaza la voz regidora.
El increscendo virulento de sus acciones es producto de una transformación definitiva. Una conciencia dominante que nunca recibe respuesta se va desgranando y adpatándose a la nueva realidad. Lo que sobrevive es puro relato.
Quien deja de hacer caso, ha dejado de hacer malos tratos para vivir.
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