“No sé con qué se puede comparar el dolor de una mamá que pierde un bebé”. Luly Drozdek decidió vivir el duelo a conciencia y respetar sus necesidades sin taparse de trabajo o cuestiones que aliviaran superficialmente el dolor. Está en pleno proceso. Se refugió en su familia y entendió que necesitaba “tocar fondo y poder resurgir”. Busca el alivio a un dolor que jamás la dejará ir.
El 2023 concluía de una manera plena para Luly, para su esposo, Hernán Nisenbaum, y para su hija Delfina, por entonces de cuatro años. Luego de una larga búsqueda, la actriz estaba embarazada por segunda vez. Todo era felicidad. Pero 2024 apenas si era una realidad cuando en Enero supieron que Santino no llegaría a este mundo. “Fui muy feliz teniéndote adentro mío estos cinco meses -escribió Luly en esas horas, en un posteo desgarrador-. Siempre te voy a amar y desde donde estés, serás mi angelito. ¡Te llevo en mi corazón por siempre! Volá alto, mi chiquito”.
Ahora Luly, la mamá, la mujer, la que se permitió llorar todo lo que necesitaba llorar se sienta con Infobae, dispuesta a compartir aquello de lo que poco se habla: lo que una mujer siente al perder un hijo por un embarazo que no llega a término. Se emociona ante cada palabra, cada recuerdo y evocación. Se brinda por completo al repasar lo vivido y lo sufrido. Porque sabe que así ayuda a otras muchísimas mujeres que pasan ese mismo dolor en silencio.
“Fue un año muy difícil, en el que decidí hacerme cargo de este duelo, tanto en lo psicológico como en lo espiritual -comienza Luly su relato-. También en lo físico: me vi al espejo con un cuerpo diferente y sin un bebé. Sentía que si estaba en esta situación y tapaba con trabajo, habría algo en mí que no se iba a cerrar del todo”.
—En diciembre, ustedes contaron que se venía un segundo bebé.
—Sí. Súper buscado, desde hacía dos años. O sea, bastante ya. Hay veces que uno piensa que la búsqueda será más rápida. Y empieza a complicarse, y el tiempo pasa. Hasta que, bueno, quedé embarazada de Santino.
—El nombre lo eligió Delfina.
—Lo eligió Delfi. Nosotros queríamos nombres más comunes: “Pongámosle Matías, Pablo, Juan”, le decíamos. Y no había opción. Ella quería Santino, no sé por qué le gustaba.
—Hasta que en los primeros días de enero nos impactamos con un posteo tuyo, donde contabas algo muy doloroso.
—Sí. Estábamos de vacaciones en Uruguay. Mi ecografista de acá, de Buenos Aires, me deriva con una médica de allá. Me dice que me hiciera la eco en Uruguay, que no era necesario volver. Y aparece un diagnóstico.
—Era el scan fetal, una de esas ecografías especiales que se hacen a los cuatro meses o cinco meses.
—No me quiero equivocar: el scan fetal se hace entre la semana 22 y la 28, algo así. Es una eco bastante importante.
—Donde se hacen mediciones de absolutamente todo.
—Claro. En esa eco ven la morfología del bebé. El embarazo de Santino venía súper normal y uno piensa que después de los tres meses está todo bien. Entonces fuimos a hacer la eco, recontentos con mi marido y con Delfi, que quería ver a su hermanito. Pero la cara de la médica se desfiguró. Nos pide que vayamos a otra habitación, que llamaría a mi obstetra, Sandro Persichetti. Que tenía una hernia diafragmática severa. Yo escuché hernia y pensé: “Bueno, se opera”.
—Pero algo te hizo ruido: entendías que algo no estaba bien.
—Sí. Yo, mar de lágrimas: claramente, algo no estaba bien. Aparte, la dicotomía entre estar mirando al bebé en la eco, viendo que se chupaba el dedo, riéndonos de la situación. Y de golpe la médica, que dice que algo está mal. Me llama mi ecografista: me dice que la hernia era bastante severa y que teníamos que volver a Buenos Aires. Tomamos el primer vuelo que encontramos, literal. Ahí empezó la peor pesadilla.
—Antes de esa ecografía, ¿te habías realizado algún análisis genético o esto iba por otro lado?
—Iba por otro lado. A los tres meses habíamos hecho el estudio genético: estaba todo bien. Pero en el scan fetal se ve la morfología del bebé.
—Cómo el bebé se está formando.
—Claro. También ves si tiene arritmias, cómo están los órganos, si tiene una espina bífida, o una hernia. Pero yo no tenía idea qué era una hernia diafragmática severa. Nunca imaginé la gravedad del tema. Al llegar a Buenos Aires empezamos a contactarnos con todos los médicos especializados en el tema, con la esperanza de que alguien nos dijera que algo se podía hacer.
—¿Y se podía hacer algo?
—Por la gravedad de la hernia, no era compatible con la vida. En algún momento del embarazo el corazón iba a dejar de latir porque esa hernia era muy muy grande. Otras hernias por ahí no son tan graves, y el bebé nace, se opera y sigue su vida normal. Pero acá, ya había muchos órganos comprometidos. Debido a esa hernia los intestinos estaban hacia arriba, comprimiendo el pulmón y el corazón. No había chance de que ese bebé, por el grado de hernia… Todos los especialistas que consultamos llegaron a la misma conclusión.
—¿No existía la posibilidad de realizar una operación?
—Hay una operación que se hace en la semana 30. Pero la hernia era tan grande que sabíamos que no íbamos a llegar.
—¿Cómo fueron esos días posteriores al regreso a Buenos Aires?
—Era hacer cualquier cosa con tal de salvarlo. Uno piensa que tiene que haber algo, una esperanza. Y cuando el corazón deja de latir y entendés que ya está, ahí empieza… ¿Cómo le decís a tu hija que no va a tener al hermanito que quería tener, el que ella le había elegido el nombre, el que le daba besos en la panza?
—Pero antes de eso, de hablar con tu hija, tenías un bebé adentro tuyo, del que te tenías que empezar a despedirte.
—De hecho, me despedí.
—¿De qué manera?
—Hice una meditación súper linda, donde le dije que lo amábamos y que respetábamos su destino. Ese mismo día, después fuimos a hacer otros estudios y en la eco nos dijeron que el corazón ya había dejado de latir. Así que teníamos que planear cómo seguir con el proceso. Es todo muy doloroso porque uno tiene ilusiones, planes; le comprás la ropita y de golpe… todo. ¿Y qué haces con todo? Es un montón la situación. Ese día de la eco ya sabíamos que teníamos que hacer una cesárea.
—Desde que te dieron el diagnóstico en Uruguay hasta ese día, ¿cuánto tiempo pasó?
—Cuatro o cinco días, que fueron una pesadilla.
—¿Hablaste con Delfi antes?
—No. A Delfi le dijimos que nos íbamos a una cena, y se quedó con mi mamá. Al otro día preguntaba: “¿Qué pasó con mamá y papá?”. Y tuvimos que llevarla a la clínica.
—Santino estaba muerto, pero tenía que nacer. ¿Cómo se encara la cesárea de un bebé que no va a continuar con ustedes?
—Con el equipo médico de mi obstetra pasé el momento más feliz de mi vida: tener a Delfi. Y también el más feo: perderlo a Santino. Y viví las dos cesáreas: una cesárea llena de alegría, y una cesárea donde el quirófano era un velorio. Todos estaban acongojados, llorando. Yo necesitaba tener a mi bebé en brazos, aunque no estuviera vivo. Necesitaba verlo y cerrar un ciclo. Y entender todo lo que había pasado: fue tan rápido y tan traumático que necesitaba despedirme de él. No sé… tocarlo. Y le dije que lo amaba, que lo íbamos a querer siempre. Y se lo llevaron. Y ahí, me desmayé. Me desperté directamente en la habitación, con la bajada de leche, con lo que implica haber tenido una cesárea, un bebé.
—¿Lloraste todo lo que necesitabas llorar?
—Lloré. Me lloré la vida. Y hasta el día de hoy sigo llorando.
—¿Y te enojaste?
—Sí, me enojé.
—¿Con quién?
—Me enojé con… no sé. Con el Universo. Con Dios. Uno puede ser egoísta, en el sentido de que en el mundo pasan cosas muy feas, y los que tenemos la posibilidad de levantarnos, de tener comida, somos privilegiados. Pero el duelo de una mamá que pierde un bebé es uno de los dolores más fuertes que hay. No sé con qué se puede comparar. Me pareció muy injusto: sé que hay algún tipo de respuesta en algún lado. No sé cuál será, pero en algún lado debe estar.
—Al otro día de la cesárea hiciste un posteo en las redes: hablaste sobre la misión de Santino, y también del aprendizaje de ustedes.
—Sí. Creo en las almas. Creo que por ahí no era su momento de reencarnar, y simplemente, era parte de su misión. Uno a veces busca excusas. O busca respuestas donde no las hay. A veces, no hay respuestas.
—Tenías todos los síntomas de cualquier mujer que acaba de ser madre, como la bajada de leche, y también los dolores de una cesárea. Pero todo eso, sin tener a tu bebé.
—Claro. Estaba toda fajada porque la cesárea. Y con suero, por los dolores. Al no dar la teta me había agarrado mastitis. Todas las mamás que pasan por una cesárea tienen un premio, que es el bebé. Y yo no lo tenía. Estaba haciendo un duelo en esa situación. Era un montón. Uno dice: “Soy re buena persona”. Y siempre piensa que las cosas malas le pasan a la gente mala. Y no. Las cosas pasan. Simplemente, pasan.
—¿Cuándo volviste a tu casa?
—A los tres días.
—¿Y qué pasó con Delfi esos tres días?
—Ella iba a la clínica. Jugaba con la cama.
—Y le tuviste que contar.
—Le tuvimos que contar. Le contó Hernán. Hablamos con psicólogas especializadas en el tema y nos aconsejaron que le dijéramos la verdad, porque tarde o temprano lo iba a saber. Lo mejor era que ella entendiera que el bebé no estaba más en la panza, y que se iba a ir al cielo o adonde uno crea. Y ella dijo: “Yo quería tener un hermanito. Pero si no va a vivir con nosotros, si se va, hay que despedirlo de una buena forma: con una fiesta”. Y sí, claro: hay que soltarle un globo, hay que comprar guirnaldas, hay que hacerle una fiesta para que Santino se vaya contento. ¿Viste que los chicos son mágicos?
—Delfi tenía cuatro años, Luly.
—Sí. A la semana, cuando pude caminar, volvimos a Uruguay. Fuimos a la playa y nos despedimos de Santino, con un globito que Delfi soltó. Y voló súper alto. Así que hicimos una fiesta para despedirlo.
—Una vez que eso sucedió, habrás caído un poco más.
—Sí. Por eso decidí no trabajar: para no tapar este duelo. Necesitaba sanarlo de la mejor manera que podía. Si tocaba fondo, sentía que realmente podría resurgir y tener el envión para poder salir adelante. Me vi al espejo y estaba con un puerperio, sin bebé. Quería volver a lo que yo era, de la forma más rápida posible. Ese trabajo de duelo consciente me ayudó mucho.
—Hablás de tocar fondo para resurgir. ¿Pero dónde encontraste ese fondo?
—Yo toco fondo estando conmigo. Y con mi gente. A las semanas me encontré con la casa, y con el cuarto (de Santino), que volvió a ser una oficina. Entendí que ya no iba a estar y que había que seguir. Ahí tomé conciencia de la situación y seguí. Uno, sigue.
—En ese proceso, ¿qué necesitabas? ¿Qué te servía, qué te hacía bien?
—En un momento necesitaba estar sola; en otro, necesitaba jugar con Delfi. En otro momento estar con amigas y hablar de cualquier cosa, reír. Y me respeté cada momento. Y me escuché. Cada uno tiene que pasar el duelo de la mejor forma que pueda. No hay un modelo a seguir.
—Y también podés tener contradicciones: estar bien y volver a estar mal.
—Pasé por mucho de eso. Por ahí me levantaba muy mal, después estaba mejor. Entiendo que no todo el mundo puede hacerlo, pero teniendo la posibilidad de no trabajar, lo hice. Necesitaba tiempo para mí y para estar con mi familia, para disfrutar, para tratar de salir adelante de la forma que siento que necesito.
—Lo que pasó, ¿los unió como familia?
—Nos unió mucho, mucho. De hecho, nos fuimos de viaje con Delfi, los tres solos, y disfrutamos muchísimo. Siento una necesidad de disfrutar la vida. Antes la disfrutaba, pero ahora soy más consciente de disfrutar el presente, en todos los aspectos. No solamente con mi hijita. Disfrutar estar acá, con vos; disfrutar si estoy comiendo con una amiga, o en el trabajo. Por eso necesitaba estar bien.
—Sé que en estos meses te escribió mucha gente contándote que vivió situaciones parecidas. Y agradeciéndote que hayas contado lo que viviste.
—Muchísima gente. Después de publicar la carta, por un par de semanas no pude hablar con nadie, obviamente. Luego empecé a contestar esos mensajes. Y a charlar con mujeres: me sorprendí de la cantidad de mujeres que habían pasado por lo mismo, y que ni siquiera pudieron contarlo. Pero que a través de mi carta, se lo contaron a su familia. Mujeres que no se habían tomado el tiempo de duelar, y que a raíz de cosas mías que habían leído, tomaron conciencia. Y prendieron una velita, rezaron o hicieron lo que creían. También hay que agradecer el poder trascender esto de una manera sana. La fortaleza que tengo hoy, no la tenía antes. Estoy parada desde otro lugar. Hay un aprendizaje. Pero era necesario tomarme el tiempo y ser consciente de esto.
—Hay un montón de mujeres que hoy están en el lugar en el que vos estuviste: recibiendo un diagnóstico, pasando el día más triste de sus vidas. ¿Qué les decís?
—Que es un dolor nunca se va a ir, pero se puede trabajar. Que uno sale. Y hay que ser fuerte, porque esa fortaleza será cada vez más grande. Y que si después quieren ser mamás, no bajen los brazos porque podrán serlo. Y si no quieren, es súper respetable. De hecho, yo tengo una dicotomía entre que quiero ser mamá otra vez, y este miedo de que me vuelva a pasar, aunque los médicos me dicen que no me volverá a pasar. Me dieron una imagen: en un pelotero de pelotas blancas, yo metí la mano. Y justo agarré la roja… Es así.
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