Lo que resta de la vida, novela por entregas/12

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Coincidencias de la vida. Algún día del pasado, con toda seguridad en el bar de la esquina de la plaza principal de mi pueblo, mi tío José me contó que cuando compraron el sarcófago que está debajo del altar, en la bóveda, la idea era colocar allí, además de los restos de Lidya y de Emilio, los restos de Stéphane, el hijo de Ignace, aquel que con dieciocho años vino con él desde Francia, mi tatarabuelo.

Pero mi padre se negó terminantemente.

Mandó a Stéphane al osario y dejó que en el sarcófago convivieran juntos, hasta la eternidad, su abuelo y su amada abuela.

Sospecho, habiendo conocido a mi padre, que en su decisión hubo mucho de castigo moral para con su abuelo. Si bien tuvieron once hijos, mis bisabuelos convivieron muy poco tiempo. Emilio se quedó en la casa donde estaba el molino del que era dueño, a unos tres kilómetros del pueblo. Lidya, algún tiempo después de darle aquella entrevista al corresponsal enviado por el diario La Nación, dejó el molino y se fue a vivir a una casa en el centro del poblado. Emilio la visitaba, claro. Aunque también aprovechaba que vivía tan lejos, para visitar a otras mujeres.

Lo de mi padre, al dejarlos para siempre juntos y solos dentro del sarcófago debajo del altar de la bóveda familiar, fue una evidente venganza.

Lo mío, en cambio, el hecho de que Emilio esté obligado a mirar a Lidya todos los santos días desde su fotografía en mi pared, fue completamente azaroso. Lo juro.

La muerte logra cosas que la vida, tan corta, no alcanza a lograr. Deseos que no se cumplen y búsquedas que nunca encuentran aquello buscado, puede que se materialicen recién cuando se nos ha acabado el tiempo. Lo escribo por Lidya. Pero también lo escribo por mi padre.

Tengo otra foto de mi padre. Apenas por debajo de las dos de Lidya. Dentro de un marco dorado y flaco, la fotografía es enorme. También en esta tiene dieciocho o diecinueve años de edad y viste un uniforme militar. La diferencia radica en que este uniforme es de color blanco y la gorra oscura, exactamente a la inversa que en la otra. Seguramente, utilizaba un uniforme en invierno y otro más liviano en verano.

Deseos que no se cumplen.

O que solo se cumplen cuando ya hemos muerto.

Si alguien me visita, mira con algún detenimiento mi pared, pregunta quién es el tipo de los uniformes y no pregunta más, se irá de mi casa con la idea de que mi padre era militar. Me gusta que ese visitante circunstancial pueda irse con esa idea. Y, sobre todo, estoy convencido de que el malentendido también le encantaría a mi padre.

En realidad, mi padre nunca llegó a ser militar. Y no haberlo sido era la gran frustración de su vida. Cuando cursaba el último año de la carrera, poco antes de convertirse en subteniente de caballería del ejército argentino, pidió la baja por una cuestión de honor.

Una tontería imperdonable.

Según el parecer de mi abuelo Esteban, quien también me mira con alguna severidad, mientras escribo, desde una foto pequeña en la pared.

Entiendo a mi abuelo. Honor parece una palabra salida de otra época. De otro diccionario. Una palabra del remoto pasado de la humanidad. Del tiempo en que los vivos todavía se preocupaban por diseñar los sitios en donde descansarían sus restos.

Lo escribí y ya no puedo salir de la cuestión del diseño de los sitios en que descansan los muertos. Y no me refiero al alto pórtico de ingreso al cementerio de mi pueblo o al imponente y un tanto nazi arco dispuesto en la entrada del cementerio alemán de la Chacarita. Me refiero a que resulta muy contradictorio que la mayoría de la gente crea que hay otra vida después de esta vida y, sin embargo, se aferre y quiera guardar en algún sitio, más o menos majestuoso, los restos de sus muertos.

Hay algo que no me cierra en el asunto.

O bien los cuerpos no son importantes y lo que en realidad importa son las almas, o bien, en el fondo, ni aún el más creyente de los creyentes en una vida más allá de ésta, está convencido de que eso sea verdad.

Vírgenes y candelabros y cruces y el ángel de la cúpula. Imágenes que no se condicen con la existencia de una bóveda familiar. O, incluso, con la existencia de cualquier cementerio, no solo el de mi pueblo. Imágenes que aseguran que los cuerpos no son lo importante, que lo importante son las almas, en medio de un sitio repleto de restos corporales.

Las fotografías de mi pared también son imágenes. Pero no suponen la existencia de una vida posterior. Tampoco aluden a nada sobrenatural. Apenas si aseguran que hubo un pasado. Un mundo habitado por personas que ya no son y que, voluntaria o involuntariamente, me regalaron la posibilidad del tiempo.

Observo el daguerrotipo y la foto de Lydia. Entre ambas imágenes han pasado cuarenta años. En alguno de esos años los alemanes y los británicos levantaron en la Chacarita un muro para separar a sus muertos. Además, claro, de que mis abuelos ya se casaron y mi padre y mi tía son un par de chicos que, en el campo, quizá todavía no sepan que uno quiere ser militar y la otra estudiar literatura.

Así de letal es el tiempo.

Si no supiera la historia, Lidya parece bastante más bruja en la foto que en el daguerrotipo.

Por esas cosas que tiene la escritura masculina de la historia, las brujas eran unas mujeres muy viejas y muy malas y muy feas. Mujeres que merecían que se las persiguiera y se las quemara en fogatas que les anticiparan el infierno en la tierra. En la fotografía, mi bisabuela ya es vieja. Su cara ha perdido los finos rasgos que tenía en el daguerrotipo. Ya no tiene los ojos azules tan abiertos ni los rulos le caen sobre los hombros. Su nariz se ha ensanchado, tiene algo de papada y solo se ha tomado el trabajo púdico de esconder los pliegues de su cuello con un grueso pañuelo.

Pero hace rato que ya no es bruja.

Ahora solo desea tirarse en la cama y dejarse morir.

Fue bruja cuando no correspondía que lo fuera. Y dejó de serlo justo cuando serlo sería poco menos que un lugar común en la historia occidental de las mujeres. Lydia, uno de mis grandes amores. La prueba más palpable que tengo a mano de que se puede amar aquello no llegó a conocerse.

Junto a la foto de Lydia, hacia la derecha y dentro de un marco bastante ordinario, está Stéphane, mi tatarabuelo. En la imagen tendría unos cincuenta y pico de años. Es parecido a mi abuelo: frente amplia, poco pelo, ojos oscuros. Lo singular de su cara es un enorme bigote que termina en dos puntas muy delgadas fijadas hacia arriba. También tiene una barba corta que le cubre la pera.

Un detalle más del bigote.

Creo que fundamental.

Si bien es de color claro debido a las canas, la zona que cubre su labio superior es más oscura. Bastante más oscura. Si la foto fuera en colores, sospecho que la mancha sería amarilla, pero al ser en blanco y negro, la zona ha tomado un tono gris brillante.

Le pregunto a mi tío José por esa mancha. Hace años, cuando encontré la fotografía. Mi tío se ríe. No para de reírse mientras me cuenta que Stéphane era un señor muy vago, que podía desaparecer durante meses de su casa y del pueblo, que era todo un personaje, que la mancha era de ajenjo.

El ajenjo, la absenta.

Aquel diablo verde francés tan prohibido y que, según dicen, le costó la oreja a Vincent Van Gogh.

El ajenjo, la absenta.

Exhibido hasta la eternidad en el enorme bigote de mi tatarabuelo.

Entre Stéphane y Delia, la madre de mi madre, está Ignace, el pionero, el malquerido por sus descendientes. La foto es pequeña y el marco gris con algún tallado. Por suerte, las teorías de Lombroso han sido desterradas. Si no fuera así, cuesta creer que esa cara escondiera a alguien no querible.

Sus facciones aparecen distendidas.

Sus ojos claros, su pelo canoso, la mínima y agradable mueca de su boca y, alrededor de ella, un bigote encantador que termina a ambos lados de su pera, varios centímetros por debajo.

Me habría gustado conocerlo, preguntarle por el largo viaje de más de dos meses desde Amberes a Buenos Aires. De aquellos primeros días sudamericanos alojado en un hotel sobre el Paseo de Julio, del encuentro con un señor alemán por la calle que lo invitó a radicarse en mi pueblo, del pequeño vapor que lo trasladó por el río Paraná. Tantas cosas, me gustaría que me contara. Sobre todo, por qué razón Emilio, su nieto, decidió inaugurar el osario de la bóveda familiar con sus restos.

Cerca de Ignace, en el extremo derecho de mi cementerio personal, tengo una foto de granmamá. Es de antes de que yo naciera, ella tendría unos cuarenta y cinco años, más o menos. Está de medio perfil, el pelo corto y algo oscuro. Sin embargo, lo que me llama la atención de la imagen es su exactitud respecto de aquello que mi abuela fue. A los cuarenta y cinco años y durante el resto de su vida que llegué a conocer.

Una cara llena de paz.

Una cara que intenta la seriedad y no lo consigue.

Una cara que siempre me remite a la misma charla con ella. Al principio, antes de que perdiera por completo la memoria, todavía recordaba bastante de su infancia y de su juventud. Entonces, yo la visitaba por las tardes y le pedía que me contara cosas de aquella época. Un día me animé y fui un poco más lejos, le pregunté acerca de una duda que tenía desde el tiempo en que mis padres viajaban y yo pasaba algunos días de la semana en la casa de ellos.

Le pregunté acerca de las peleas con mi abuelo.

Le pregunté cuál era su secreto para ganarlas siempre.

Ocurría que yo llegaba de la escuela, por ejemplo, y en lugar de que granmamá estuviera haciendo la comida, había desaparecido en su habitación y no se la podía molestar. Mi abuelo luchaba con la cocina y, mientras preparaba la comida, lo escuchaba quejarse de mi abuela, de que así no se podía vivir, que era terca como una mula, más etcéteras y etcéteras. El disgusto de mi abuelo iba mermando con el correr de las horas y en algunos casos extremos con el correr de los días. Hasta que, en algún momento, la sonrisa infinita de granmamá, triunfante, volvía a aparecer en nuestras vidas.

Mi abuela escucha mi pregunta.

Estalla en una risa más fuerte que las normales.

Primero dice que no se acuerda, que no cree que eso pasara, que lo debo haber inventado y luego, entre risas más tenues, me asegura que en las discusiones de pareja los responsables siempre son los dos, pero que si uno es fuerte y se cuida de abrir la boca, a la larga o a la corta el otro va aceptar que fue el único culpable.

Me dice lo que me dice con la misma cara con la que aparece en la foto.

Una cara llena de paz.

Una cara que intenta la seriedad y no lo consigue.

Además del pasado familiar, mi pared muestra una obvia incapacidad mía. Enteramente mía. Y aunque ya es demasiado tarde y debería estar durmiendo hace un largo rato dado que mañana temprano debo viajar al pueblo a visitar a mi madre, no puedo dejar de ponerla de manifiesto.

Me cuesta la ley de gravedad.

Tanto como otro montón de leyes menos físicas.

Los cuadros, también el de granmamá, no cuelgan de la pared como deberían hacerlo. Casi todos están más o menos torcidos. Y aunque llevo una vida intentando que lo que pongo en las paredes, sea lo que sea, cuelgue correctamente, no lo consigo. Es cierto que algunos tuercen más que otros. Pero tampoco en eso habría que buscar una causa que no fuera mi incapacidad. De ningún modo hay animadversión hacia alguno de mis antepasados en particular. Para nada. Se trata de una manera inconsciente y personal de ver el mundo.

Me olvidaba de algo importante. A uno de los lados de su foto, también guardo enmarcado el pasaporte con el que Ignace llegó a la Argentina. No es una libreta con las tapas de colores como son ahora los pasaportes. Es una hoja. Solo una hoja. Con sus nombres, su apellido y unos pocos datos más. Tenía cuarenta y cuatro años al momento de desembarcar en el puerto de Buenos Aires.

Tampoco creo que esté de más avisar que el pasaporte cuelga bastante torcido. Unos tres o cuatro centímetros hacia la derecha.

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FUENTE: INFOBAE NOTICIAS

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