El 11 de septiembre del 2001 aterrizaba a las 5:45 am en New York en el vuelo AA 956, proveniente de Buenos Aires, sin saber que ese día cambiaría la vida de tanta gente y la mía. Recuerdo como si fuera hoy que nos tuvieron quince eternos minutos en la pista de aterrizaje porque el aeropuerto internacional JFK abría a las 6 am. Luego de hacer migraciones, nos tomamos un taxi rumbo al New York Palace, justo enfrente de las oficinas centrales de DDB, una de las agencias de publicidad más importantes del mundo. Era un día de verano en Manhattan, con el cielo celeste profundo. Llegué al Hotel junto a algunos compañeros de la filial local de DDB de aquel entonces, ilusionados, porque esa misma noche recibiríamos un premio muy importante. Entre una cosa y otra, hicimos el Check In y cada uno subió a su habitación. Eran las 7:45 am. Luego de desarmar la valija, me di una ducha para dormir un par de horas más, ya que la primera reunión la tenía recién a las 12 del mediodía. Mientras cerraba los ojos, me despertó el teléfono.
Del otro lado de la línea, se escuchaban gritos: “¿Pero qué mierda está pasando ahí?”. Medio dormido improvisé un “no sé de qué me hablás”. Pero desde Buenos Aires insistían: “¿No viste nada? Prendé la tele”. Ahí me encontré con la imagen de las torres gemelas, una de ellas en llamas. “Dicen que es una avioneta”. Ya sentado en la cama miré bien: “No creo…demasiado humo para ser una avioneta”. Como la mayoría de las personas alrededor del planeta, intentábamos entender lo que sucedía, cuando de golpe irrumpe en vivo y en directo el segundo avión -esta vez uno de línea- y se estrella de lleno en la segunda torre. El acto reflejo me hizo colgar el teléfono. Salté literalmente de la cama, me puse lo primero que tenía y bajé a averiguar lo que fuera. El lobby era un caos, aunque sorprendía la calma con la que los empleados de seguridad del hotel tenían todo controlado.
Una decena de hombres vestidos de negro custodiaban las salidas con carpetas en mano que contenían la foto y los datos impresos de cada uno de los cientos de pasajeros el hotel. ¿Big Brother? Un chiste al lado de esto. Luego de chequear mi documentación, logré salir, crucé la calle y subí a las oficinas centrales de DDB Worldwide. El lugar era una muestra del caos reinante: gente corriendo, gritando, llorando, alguno que otro sentado mirando hacia la nada por la ventana. Recuerdo especialmente a Bernard Brochand (en ese momento presidente internacional de DDB, dueño del Paris Saint Germain, años después alcalde de Cannes) gritándole al Financiero global en su inglés con marcado acento parisino “Yo me voy a la mierda de acá. Me voy como sea”. El tipo era un toro. Conseguía siempre lo que quería. De hecho, horas después partió en un avión enviado por Jacques Chirac. Los vuelos no salían, pero Bernard sí.
Si realmente existe un Gran Hermano, el que manejaba el control central debe haber dicho: “En este país no se suicida nadie”. Así que, mágicamente, todas las cadenas de TV fueron a un corte y eliminaron cualquier rastro que, en paralelo, los aficionados subían a un reciente canal de videos llamado Youtube. El alcalde era Rudolph Giuliani, el hombre que gobernaba con un cáncer, quien a partir de ese día se transformaría en héroe al ponerse al frente del rescate, junto a los bomberos de New York. De entre los escombros salía en comunicaciones televisivas, pantalla dividida, con George Bush (h), que renacía de sus cenizas ante una inminente guerra contra una nueva fuerza del mal. Rudolph repetía una y otra vez que “nadie utilice el agua de la mitad de la isla hacia el norte porque estamos necesitando toda la potencia para apagar este desastre en el sur de la Gran Manzana“. Y todos, sin excepción, le hicieron caso. Por lo bajo yo pensaba que si estuviera sucediendo lo mismo en Argentina, todos correría a llenar las bañaderas de sus casas por si las dudas. Así de genios somos.
Con el correr de las horas decidí salir de la oficina de DDB a ver qué pasaba en las calles, para palpar un poco el clima que mostraba la televisión. Caminando por la Quinta avenida y la 40th street, vi caer una de las torres allá a lo lejos (en realidad no tan lejos). Todo era muy loco, pero seguí avanzando hacia la zona cero sabiendo que en algún momento no me dejarían avanzar. Al rato, si mal no recuerdo, a la altura del Washington Square Park, vi desplomarse la segunda. Acto seguido, supe del avión que impactó en el Pentágono. Luego, del otro avión que derribaron los mismos pasajeros para evitar otra tragedia. No sé en qué orden sucedió esta pesadilla, lo que sí estaba seguro es que era real “¿Puede ser que tenga tanta mala suerte de haberme tomado un avión para venir a ver la tercera guerra mundial en vivo cuando en mi país no pasa un carajo?” Me preguntaba una y otra vez. Sobre todo, pensaba en mi hijo que en ese momento tenía 1 año y en tantas cosas más que se desencadenaron durante una eterna semana, hasta que pudimos emprender la vuelta en un vuelo de American Airlines a Buenos Aires.
¿Y la entrega de premios del Grand Prix global de DDB por la campaña de “Walter” de Telefónica? La ceremonia se hizo la misma noche del 11 de septiembre como estaba programada. El Chairman y el Director Creativo Mundial me entregaron el premio en mano, todos aplaudieron, comieron, bebieron y a sus casas. “Show must go on”. ¿Y la llegada a la Argentina? La lógica diría que volvíamos al paraíso después de semejante experiencia. Pero vieron cómo es nuestro querido país, ¿no? Un mes y medio después, el entonces Ministro de Economía Domingo Cavallo decretó el corralito, así que me tocó vivir otro incendio, sólo que esta vez duró un par de años largos. En Diciembre desfilaron 5 presidentes durante una semana. “El que depositó dólares recibirá dólares”. Luego vinieron 12 años de kirchnerismo. 4 años de Cambiemos. Y así, en loop, como un eterno 11 de septiembre donde las llamas no se apagan por más que vengan los bomberos de todo el planeta.
FUENTE: INFOBAE NOTICIAS
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