Hay argentinos que deciden desafiarse a sí mismos en el exterior: todos tienen una historia de vida que contar. Insertarse en una nueva cultura, aprender o perfeccionar un nuevo idioma, empezar de cero o empezar de nuevo, nada es fácil. En todos redunda un común denominador: saber de dónde se viene para saber a dónde se quiere llegar. Eso de olvidar las raíces no corre. Hay una comunidad que vive afuera de su patria, con distintas sensaciones. La sensación de Magalí Mallia es una decisión de vida.
Tiene 28 años y es oriunda de un pueblo muy pequeño con alrededor de 4.000 habitantes sobre la frontera este de la provincia de Córdoba. Realizó sus estudios primarios y secundarios y también asistió a una academia de inglés. Se mudó a la capital cordobesa para estudiar en la Universidad Siglo 21 la carrera de Licenciatura en Comercio Internacional. Se recibió en 2019 y dos años después emigró a Ámsterdam, donde vive desde entonces.
“Siempre tuve ese sueño, esa idea de vivir en el exterior”, dice. Su primera experiencia en el extranjero llegó en 2014 cuando decidió instalarse en Los Ángeles, Estados Unidos. “Tenía 20 años, puse mis estudios en pausa y apliqué a un programa de ‘Au Pair’. Esto me ayudó mucho a mejorar mi inglés y sin duda siento que me abrió una puerta muy grande”. Regresó a Córdoba para terminar sus estudios. La independencia que había disfrutado en su travesía laboral la impulsó a buscar un trabajo paralelo a su formación educativa. “Mi primer trabajo fue en 2015 con una pasantía en una compañía automotriz trabajando en el departamento de compras logísticas, donde después quedé efectiva y trabajé durante cinco años. Me encantaba mi trabajo y la empresa, tenía un muy buen sueldo, pero sentía que mi progreso profesional siempre estaba ligado a la situación económica del país”.
En 2020, Manuel, su mejor amigo, residía en la capital de Países Bajos. Lo conocía de la Universidad: se habían recibido juntos el año anterior. Él tenía un emprendimiento en Argentina sobre asesoramiento en trámites de ciudadanía. Ella disponía de un pasaporte comunitario. No le costó tomar la decisión de emigrar. Sin embargo, antes de emprender su viaje rumbo a Europa, floreció en ella un mar de incertidumbre: “Tuve mucho miedo de dejarlo todo porque no sabía qué me deparaba el destino, pero no quería quedarme con la duda. Me vine con la idea de probar suerte, sin un plazo en mente, pero sí quería vivir la aventura y venía dispuesta a tomar cualquier trabajo porque no disponía de muchos ahorros”. En Ámsterdam consiguió trabajo rápidamente y en un rubro que conocía. “Comencé a explotar mi potencial a nivel profesional. Hoy soy manager de compras en el área servicios de una empresa automotriz. Yo ni siquiera soñaba con esto cuando me subí a ese avión en 2020″, recuerda.
Sabe que nada garantiza la felicidad absoluta. Reconoce que la vida en la ciudad holandesa es más simple. “Lo que más me gusta es la libertad que hay. La libertad de agarrar mi bici y poder ir al trabajo todos los días segura, confiada. Me siento libre, me siento segura”. Reside en Ámsterdam, la ciudad con más bicicletas que vehículos en las calles. Es una urbe de 840.000 habitantes y cada uno de ellos cuenta con una bici para trasladarse. Así, la traza urbana se vio obligada a disponer de aparcamientos de bicicletas ante la enorme demanda. “Podés llegar en bici en 15 minutos a muchos lugares. Tenés empresas que te las alquilan por mes. Al principio alquilaba y hace poco me compré mi primera bici. Poder volver a casa a cualquier hora, sin tener que avisarle a nadie y en bici, no tiene precio. La seguridad es una de las cosas que más valoro de acá”.
Así como describe las ventajas que tiene Ámsterdam, también apunta las desventajas: “Los sueldos son altos en comparación con España o Italia, pero el costo de vida también lo es”. Por la cantidad de habitantes en relación a las viviendas disponibles, los turistas deben compartir el departamento: “Es muy difícil acceder a una vivienda para una sola persona. En cambio, para una pareja es mucho más viable conseguir un departamento, pero por lo general la gente comparte”. Cuando llegó, compartió un departamento con otras tres personas, todas provenían de lugares distintos: Polonia, Turquía y Francia. Eran estudiantes o estaban en su misma condición económica. “Después me mude con una amiga de la universidad que también estaba acá y alquilamos un departamento de dos dormitorios, donde actualmente vivo, pero ahora con mi novio. Cuesta un poco encontrar dónde vivir porque hay poca oferta, así que hay que tener paciencia y ser un poco flexible”, recomienda.
En la ciudad de las flores y los canales, otra de las caras negativas que distingue Magalí es el clima: “Es un país muy frío y con poco sol; el verano dura poco tiempo. Llueve mucho, llueve todos los días”. Y ahí es donde también replica su memoria emotiva, sus raíces argentinas. “Extraño a mi familia, a mis amigos y los asaditos de los domingos. Los silencios de los domingos son duros, pero es el precio que pagamos por estar tan lejos”. Del lugar donde vive rescata que ahora puede planificar su proyección. No es una contradicción, pero del lugar donde nació rescata que se permiten las improvisaciones: “Se extrañan muchas cosas: el quilombo de las juntadas, pero principalmente la espontaneidad, el encuentro improvisado sin ningún motivo. La gente acá planea las cosas con mucho tiempo de anticipación, es muy difícil coordinar con alguien a último momento, salvo que sean argentinos”.
Sin embargo, para no quedarse aislada en los ratos de ocio, suele buscar alternativas al aire libre: “En mi tiempo libre suelo ir a correr o al gimnasio, también me gusta explorar y conocer bares o restaurantes nuevos. Ahora con mi novio compramos un pase anual que nos permite visitar todos los museos así que lo vamos aprovechar. Nos gusta viajar, hay muchos destinos muy cerca y siempre intentamos conocer algún lugar nuevo”.
Reconoce que en Europa, el argentino tiene una particularidad: en general, cae bien. Los principales factores de esa devolución placentera se debe a la simpatía, la pasión y las ganas de compartir momentos, tanto con conocidos como con desconocidos. El mate, Messi, Maradona y Máxima son de las palabras más utilizadas por los neerlandeses al interactuar con un argentino. “Cuando se enteran de que somos argentinos, nos relacionan mucho con Máxima o con Messi, principalmente después del Mundial. Todo el mundo nos felicitaba y todos hablaban de la locura de la hinchada y los festejos, todos quieren visitar Argentina, reconocen que tenemos mucho para ofrecer a nivel turístico y les entusiasma ir a ver algún partido”. Para Magalí, la forma más fácil de identificar a un argentino es ver en los parques quiénes toman mate.
Y como todo argentino residiendo en el exterior, el punto débil es la distancia, no tener a los seres queridos cerca y compartir con ellos el día a día: “Creo que hay distintas etapas en la vida. En ésta, priorizo mi carrera, mi futuro profesional. En Argentina está toda mi familia y muchas de mis amigas. Es duro cuando uno cae y se da cuenta de todos los momentos que se está perdiendo. La distancia no es para todos: algunos días no son fáciles”.
El amor por la patria se mantiene inalterable. Su mirada sobre el país no cambió luego de vivir dos años en los Países Bajos: “Uno crece y va valorando distintas cosas a lo largo de la vida y toma decisiones en base a esto. Al momento de echar raíces, no estoy segura de hacerlo acá. Creo que por eso algunos terminan volviendo. Pensar en volver a Argentina es una decisión de amor a tu familia y a tus amigos, no pasa nunca por una decisión económica. Una vez leí ‘que te pasen cosas grandiosas de la comodidad de tu metro cuadrado es tan solo una fantasía’. Creo que emigrar sin dudas implica muchos riesgos y sacrificios, no es ni será fácil, pero para mí vale la pena arriesgarse para averiguar qué hay más allá de nuestra zona de confort, dejarse sorprender. A Argentina siempre podemos volver, siempre será nuestra casa”, concluye Magalí.
*Es una producción de @argentinosenexterior para Infobae.
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