Por Carlos Skliar
Lo recuerdo con particular nitidez: el insomnio acechaba y nada parecía complacerme o reconfortarme; la radio estaba encendida en una estación donde los oyentes aullaban de dolor y la locutora solo les ofrecía como respuesta la obstinada búsqueda de felicidad; a lo lejos ya se sentía el rugido de la ciudad aunque el reloj ni siquiera pasaba de las cuatro de la mañana; yo deambulaba como un fantasma desdibujado.
No quise despertar a nadie, preparé un té, y me apoltroné en el escritorio, quedándome en una suerte de sleep mode, semejante al de mi computadora; el silencio allí ocupaba más espacio que mi cuerpo y por instinto de conservación –o por necesidad de conversación- tomé un libro de la biblioteca, pero no cualquier libro (¿acaso no es verdad que ciertos libros nos leen?). El libro del desasosiego me aguardaba, una vez más, en esa página en que Pessoa escribe lo siguiente: “La soledad me desola; la compañía me oprime. La presencia de otra persona me desorienta los pensamientos; sueño su presencia con una distracción especial, que toda mi atención analítica no consigue definir”.
Lo confieso: soy un coleccionista de frases de escritores sobre tópicos puntuales, la propia escritura, la lectura, la muerte, el amor, los últimos días, la infancia. Lo hago desde hace mucho tiempo, para nada, porque sí; quizá para sostener una conversación con ellos, tal vez para vivir otras vidas y pronunciar otros lenguajes.
Y en los últimos tres años me había ocurrido que toda mi lectura se había vuelto obsesiva de los personajes solitarios de algunos autores y de las figuras de la soledad que se encarnan en el proceso de escritura. Todos los textos me parecían parte de un acertijo sobre la soledad, todos los personajes –niños, niñas, jóvenes, mujeres, hombres, perros, ancianos, árboles, etcétera- se me revelaban como signos de una biblioteca universal de la soledad que yo deseaba desentrañar o, al menos, comprender.
La cuestión salta a la vista y tiene, como se sabe, una larga tradición: entre la soledad y la escritura hay un vínculo vital –y, por lo tanto, también mortal- que por momentos las vuelve indiferenciadas, hasta tal punto que es posible sugerir que la búsqueda de una es el encuentro de la otra. ¿Cómo no caer en la tentación de, rápida y brutalmente, afirmar que la literatura procede o deviene de un gesto de soledad con el que se confunde y entrelaza? ¿Cómo esquivar la inclinación a decir, sin veleidades ni banalidades, que entre la soledad y la escritura –y la lectura- hay una relación de destrucción pero también de amor o pasión o necesidad?
Aquel fragmento de Pessoa me condujo a Pavese: “El futuro vendrá de un largo dolor y un largo silencio”. De Pavese, sin pausa alguna, fui hasta Duras: “Sólo puedo decir que esa especie de soledad la hice yo, fue hecha por mí. Para mí. Y que sólo estoy sola en esa casa”. De Duras, sin interrupciones y mientras la luz del día avanzaba sin remedio sobre el escritorio, a Clarice Lispector: “Con el tiempo, sobre todo en los últimos años, he perdido la capacidad de ser persona. Ya no sé cómo se hace. Y una forma nueva de la ‘soledad de no pertenecer’ ha empezado a invadirme como la hiedra de un muro”. Y de Lispector, sin esfuerzo alguno, llegué a Juarroz: “Y sólo la soledad inquebrantable / que se afinca en nosotros como un duro vigía / puede salvarnos de esas furias / mientras custodia sus abismos”.
Me parecía haber encontrado una cierta prosodia solitaria entre los libros, una repetición de voces cuyos matices anunciaban algo, quizá la intuición de una suerte de Biblioteca de la Soledad. Y así, de esa extraña conjunción entre la madrugada solitaria y la soledad de ciertos escritores y personajes literarios, nació la idea de Escribir, tan solos.
Al principio lo entendí como un posible ensayo de lector y no de escritor, es decir, como la reacción de mi lenguaje ante ciertas lecturas que insistían en revelar imágenes múltiples de personajes solitarios y de escrituras solas y que, poco a poco, se distanciaban de la torpe oposición entre la mala y la buena soledad.
De hecho, quería alejarme lo más posible de esa idea torpe que consiste en identificar la soledad con lo solitario y lo solitario como indefensión y vulnerabilidad. Buscaba –primero con calma, luego con desesperación- fragmentos donde la soledad se manifestara como una decisión y un principio irrenunciable, esto es, pasajes a través de los cuales se pudiera comprender que la experiencia de la soledad no solo no es detestable –como insiste en promover la industria de los solos y solas- sino que se extiende como punto de partida para ser, para estar y para hacer.
Cada día, siempre demasiado temprano y antes que los sonidos de la naturaleza mutaran en ruidos de ciudad, tomaba un libro de mi biblioteca, lo releía y escribía notas puntuales acerca de lo que allí había de solitario y de soledad. Mezclaba trazos biográficos con apuntes de poemas, relatos y novelas; intentaba ver cómo algunos autores, más allá de ciertas filiaciones y escuelas literarias –a las que respeto pero aquí no consideré- se encontraban en medio de naufragios y rebeldías, casas solas y espacios abiertos o abrumadores, palabras idénticas o murmullos de soliloquios semejantes, percepciones de soledad que construyeran tejidos de experiencia y de existencia.
De ese modo, como si se tratara de precarias y provisorias –e imposibles- cofradías, se fueron aproximando escritores que de otro modo permanecerían demasiado solos: Klima y Hrabal juntos por el amor infinito a Kafka; Lárina y Merini como soledades constantemente prohibidas; Pessoa y Pavese como lenguas del desosiego; Kafka, Pamuk y Bolaño, y las metáforas del padre; Duras y Leyshon, por las casas y las vidas siempre solas.
Mientras la escritura del ensayo avanzaba hacia un mar de encuentros y desencuentros, advertí sin quererlo cuántos libros de mi biblioteca contenían la palabra “soledad” en sus títulos, y me llevé una sorpresa, o no tanto: La invención de la soledad, de Paul Auster; El vino de la soledad, de Irene Némirovsky; Una soledad demasiado ruidosa, de Bohumil Hrabal; La soledad de la compasión, de Jean Giono; La soledad del lector, de David Markson; Cien años de soledad, de García Marquez; La fortaleza de la soledad, de Jonathan Lethem; La soledad de los números primos, de Paolo Giordano; La soledad sonora, de Emily Dickinson; Solidaridad y soledad, de Adam Zagajewski; Soledades, de Góngora y Argote; La inmensa soledad, de Frédéric Pajak; Los esclavos de la soledad, de Patrick Hamilton; El laberinto de la soledad, de Octavio Paz; Historias desde la soledad y otras narraciones, de Walter Benjamin; Lo contrario de la soledad, de Marina Keegan; Pequeñas doctrinas de la soledad, de Miguel Morey; ¡Oh, soledad!, de Catherine Millet, y algunos muchos o pocos más.
A riesgo de ser demasiado enfático diré que a través de la literatura podríamos alterar el origen y el destino de lo humano y decir que “de la soledad venimos y hacia la soledad vamos”.
Son estos tiempos en los que la soledad tiene mala prensa y los solitarios se ven interrumpidos a cada instante. Un mundo de barullo que impide el secreto, la timidez y la lectura; todo apartamiento es juzgado como si fuera un problema personal o padecimiento inminente.
Yo quise encontrar –leer, escribir- a propósito de la soledad como una virtud, una poética de la soledad, un elogio de la soledad en tiempos de demasiada conexión y comunicación.
Cierta filosofía diría que la soledad es el refugio donde se hace posible el pensamiento y en un determinado sentido una “patria” donde es posible conversar con uno mismo y con los demás. La literatura es el reino de la soledad, sí, porque sin ella no habría escritura y reescritura, ni lectura y relectura.
“La soledad es un caracol que anda por la pared”, escribe el poeta brasilero Manoel de Barros; “Los miro y me asombra / Su soledad / Y los culpables que son / De estar tan solos”, expresa la poeta rumana Ana Blandiana. “La obra es solitaria, y esto no significa que permanezca incomunicable, que le falte lector. Pero el que la lee participa de esa afirmación de la soledad de la obra, así como quien la escribe pertenece al riesgo de esa soledad”, comenta el filósofo Maurice Blanchot.
Y yo murmuro en Escribir, tan solos, austeramente, que la soledad no tiene frase, sino un soplo; que es una esfera agujereada, un laberinto irreconocible, el punto de partida de ninguna llegada, la voz más remota y más próxima, la infancia que inventa, la vejez que apenas si recuerda. Y una biblioteca por siempre incompleta.
FUENTE: INFOBAE NOTICIAS
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