Antes de que se convirtiera en una práctica cotidiana en los hogares occidentales con agua corriente, la ducha no existía. Cuando el sistema de alcantarillado comenzó a abrirse paso en las ciudades en el siglo XIX, las casas sumaron lavabos, inodoros y bañaderas, pero la ducha era algo impensable.
Nadie quería estar en los lugares a los que estaba reservada, los hospitales psiquiátricos. Allí servía para el control de los pacientes y se conocía como hidroterapia.
El método de usar agua para tratar la locura, como describió The Atlantic en un artículo dedicado a la historia oscura de la ducha, en realidad no era nuevo entonces. Ya en el siglo XVII el médico flamenco Jan Baptist van Helmont sumergía a los pacientes en lagos o en el mar, inspirado por la historia nunca comprobada de un “lunático que había salido corriendo hacia un lago” y que, tras casi ahogarse, había emergido inexplicablemente curado.
Van Helmont desnudaba a sus pacientes, les inmovilizaba las manos y los hundía —primero la cabeza— en el agua. Su método no era práctico ni seguro: algunas personas se ahogaron. Nunca se hizo popular. Pero en la medida en que las cañerías llegaron al corazón de los grandes hospitales psiquiátricos que se inauguraron dos siglos después, la hidroterapia se convirtió en un tratamiento común.
“Al comenzar el siglo XIX, los médicos comenzaron a apuntar al cerebro como el lugar de la locura. Así que en lugar de sumergir el cuerpo entero en agua, algunos comenzaron a dirigir duchas frías a las cabezas de los pacientes para enfriar sus ‘cerebros ardientes’. En su expresión más sencilla, esta técnica no requiere más que un asistente que eche agua sobre la cabeza de un paciente atado”, detalló el artículo.
Algunos médicos comenzaron a diseñar sus propias duchas mecánicas. El escocés Alexander Morison imaginó un receptáculo en el cual se encerraba al paciente y sólo se dejaba afuera su cabeza, sobre la cual un tanque vertía agua. El belga Joseph Guislan creó una ducha con una reserva de agua instalada en la azotea del hospital. El paciente se sentaba sobre una silla, a la cual se lo ataba, y no podía ver a la persona que le echaría el agua, ni saber cuándo lo haría.
“La sorpresa y el miedo eran parte de la terapia”, dijo a The Atlantic Stephanie Cox, profesora de la Universidad de Tecnología de Auckland, experta en el tema de las duchas en los antiguos neuropsiquiátricos.
En general, buena parte de los tratamientos incluían la inmovilización de los pacientes, que a veces pasaban días mojados o envueltos en toallas. Aunque no podían describir los mecanismos de funcionamiento de la terapia, muchos médicos creían que los tratamientos tenían una base científica.
Joel Braslow, profesor de historia y psiquiatría en la Universidad de California en Los Angeles, y autor de Mental Ills and Bodily Cures (Enfermedad mental y cura física), argumentó: “Hay una frontera difusa entre lo que cuenta como terapia y lo que cuenta como control y disciplina. Definimos la enfermedad psiquiátrica por el fracaso en el funcionamiento de alguien en el mundo, así que no sorprende que nuestras intervenciones sirvan a la vez como control social y psicológico además de confort y consuelo”.
Durante el auge de la hidroterapia, investigó, “una colección de investigación basada en medidas precisas de parámetros como la presión arterial, el pulso, el ritmo respiratorio y los análisis diferenciales de sangre daban sustento a esta ciencia”. En sus informes anuales los hospitales se jactaban de sus costosas instalaciones para el tratamiento.
Mientras la ducha debutaba tímidamente en los hogares —algunas funcionaban con pedales, otras eran sólo para el torso— la inutilidad de la hidroterapia se fue haciendo evidente. A comienzos del siglo XX, a medida que surgieron alternativas terapéuticas que requerían menos infraestructura, como el electroshock o las drogas antipsicóticas, fue perdiendo importancia. “Pero fue uno de los primeros tratamientos que se orientaron a cambiar el cuerpo a fines de tratar la mente”, concluyó el artículo.
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FUENTE: INFOBAE NOTICIAS
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