Al igual que la mayoría de los mandatarios del planeta, Gabriel Boric habló en las Naciones Unidas. A diferencia de muchos de ellos, sin embargo, su discurso estuvo centrado en la política interna. En tono pedagógico y con sentido histórico, explicó a los líderes mundiales la geografía, la política y la economía de Chile. Así hasta llegar a las protestas de 2019, el “estallido social”.
Boric disertó por 22 minutos. Luego de algunas referencias iniciales a la guerra en Ucrania y la crisis en Venezuela, en el minuto 6 comenzó su reflexión sobre los hechos de vandalismo y destrucción de bienes públicos de octubre de 2019. En tono algo reivindicativo destacó la importancia del “estallido”, abordando luego la cuestión del texto constitucional, a su vez rechazado en el plebiscito. Recién en el minuto 20 regresó a la problemática internacional. Un discurso adecuado para un debate en Chile, resultaba algo disonante en Nueva York.
Gustavo Petro también se estrenó en UNGA, la Asamblea General de Naciones Unidas. Durante el mismo momento de su discurso, que tuvo un cierto tono literario, las ciudades más importantes del país eran sitio de masivas protestas convocadas por grupos opuestos a las reformas fiscal, del régimen previsional y del sistema de salud que propone su gobierno.
Curiosamente, muchas de las consignas de los manifestantes eran contra Petro y varias pancartas proponían su destitución. Algunos medios de prensa, además, recogieron la protesta como “protesta contra Petro”. En buena medida, una respuesta a la de 2021 contra Iván Duque, por una reforma tributaria luego revocada, y que también llevó a algunos grupos y algunos medios a proponer su salida del poder.
En ambos casos vemos la síntesis de uno de los dilemas centrales y potenciales problemas de la democracia: la calle. Sin calle no hay política, pero cuando hay mucho de ella, o solo hay calle, se erosiona la gobernabilidad. Más aún, cuando la calle se transforma en un elemento irreconciliable con las instituciones vigentes, ello es receta para la crisis de la democracia.
Tal vez de manera inadvertida, y por ahora de modo leve, tanto Boric como los opositores a Petro han entrado en conflicto con una institución fundamental del sistema democrático: el voto. Pues lo ignoran.
Boric sigue hablando de lo que ya sucedió: el estallido, al que le concede legitimidad y la representatividad de un segmento importante de la sociedad chilena, “los excluidos por el neoliberalismo”, lo cual los motivó a recurrir a la violencia para que su voz se escuchara. Real o imaginaria, esa narrativa expiró. El resultado del plebiscito y la alta participación del mismo la hicieron vetusta.
Algo así manifestó el ex presidente Frei recientemente: “Si no escuchamos lo que pasó el 4 de septiembre, la clase política va a tener dificultades”. En efecto, la elite gobernante ya tiene dichas dificultades, en tanto sigue atado a esa misma narrativa sin escuchar. Pues no hay voz que conlleve más autoridad que la voz de millones de votos, y esa voz que le dijo “no” a su propuesta de constitución, nada menos.
Ocurre que la calle funciona solo como megáfono, porción de la esfera pública y, como tal, arena de deliberación, pero jamás debe tomarse como mecanismo de representación. El grito de la calle es fácil, cualquier aparato político, máquina, u organización clientelar mínimamente estructurada llena la calle. Allí unas pocas decenas de miles generan el espejismo de ser millones, pero los únicos millones que valen son los que se cuentan en las urnas de la solemne noche de un domingo electoral.
Ello también deberían recordar los manifestantes colombianos. En este caso los millones de votos se contaron en la noche del 19 de junio pasado. Protestar por las políticas del gobierno de Petro es legítimo, protestar contra su presidencia o, mucho peor, sugerir su caída, es inaceptable, casi un acto de sedición. Que Duque haya sufrido lo mismo —y de manera idéntica, además, por una reforma fiscal— no justifica una acción especular de signo ideológico contrario.
En el presidencialismo el ejecutivo tiene duración fija. No es un sistema parlamentario en el cual un voto de no-confianza es suficiente para terminar con el gobierno. Terminar con una presidencia requiere mucho más que tener desacuerdos con sus planes y propuestas. Además es siempre traumático; en tanto no haya actos inconstitucionales, es necesario que ese presidente concluya su mandato.
La democracia tiene rituales, seculares pero rituales al fin. Cuando no se observan y reproducen, se deteriora su liturgia. “El conteo de los votos es la última ceremonia de un largo proceso”, decía Gramsci.
Se refería a los temas clásicos de su neo-marxismo: la reproducción del bloque en el poder y la construcción de hegemonía, procesos que se canalizan a través de la competencia electoral, entre otros. La noción, sin embargo, sirve para la democracia liberal, donde contar los votos también es la última ceremonia de un largo proceso previo. Es el de construir ciudadanía, expandir derechos, crear institucionalidad, otorgar libertades y garantías constitucionales, separar los poderes del Estado y garantizar el debido proceso.
Y todo ello depende de que el mandato de las urnas se escuche y se obedezca, y que los términos y plazos constitucionales se cumplan. Izquierda o derecha, ello no siempre se recuerda en esta convulsionada época.
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