
Encuentro
“[En la sala de computación] vi a un muchacho de octavo grado, desgarbado, la cara llena de pecas, avanzando discretamente hacia la multitud que rodeaba la Teletype, puros brazos y piernas y energía nerviosa. Tenía un aspecto a la vez desaliñado y niño bien: sweater, pantalones beige, enormes zapatos de suela. Su pelo rubio dio vueltas por el lugar. Uno podía decir tres cosas sobre Bill [Gates] rápidamente. Era realmente listo. Era realmente competitivo; quería mostrar lo inteligente que era. Y era realmente, realmente persistente. Luego de aquella primera vez, siguió regresando. Muchas veces él yo fuimos los únicos en el lugar.
Bill provenía de una familia prominente incluso para los estándares de Lakeside: su padre luego fue presidente de la asociación de abogados del estado. Recuerdo la primera vez que fui a la gran casa de Bill [en Seattle], a una cuadra más o menos del lago Washington, y me sentí un poco asombrado. Sus padres recibían la revista Fortune, y Bill la leía religiosamente. Un día me mostró el numero especial anual y me preguntó: “¿Cómo crees que es dirigir una empresa Fortune 500?”. Le dije que no tenía idea. Y Bill dijo: “Quizá tendremos nuestra propia empresa un día”. Tenía 13 años y ya era un emprendedor en ciernes.

Mientras que yo tenía curiosidad por estudiar cualquier cosa que veía, Bill se concentraba en un asunto por vez con total disciplina. Se podía ver cuando programaba: se sentaba con un marcador entre los dientes, golpeteaba los pies y se balanceaba, insensible a la distracción. Tenía una manera única de teclear, como una suerte de cruce lateral con seis dedos. Hay una famosa fotografía de Bill y mía en la sala de computación poco después de que nos conocimos. Yo estoy sentado a una silla con respaldo frente al teleprinter, con un saco de corderoy verde y un sweater de cuello alto. Bill está de pie a mi lado en una camisa a cuadros, su cabeza ladeada, atento, sus ojos sobre la impresora mientras yo escribo. Parece aun más chico de lo que era en realidad. Yo parezco un hermano mayor, que era algo que Bill no tenía.
Desencuentro
Bill necesitaba poner cierre [a las discusiones], y podía insistir hasta que lo lograba; en principio, yo me rehusaba a conceder si no estaba de acuerdo. Y así pasábamos horas, hasta que yo hablaba casi tan alto y me enrollaba como Bill. Odiaba esa sensación. Y aunque no podía ceder si no estaba convencido por los méritos, a veces tenía que detenerme por pura fatiga. Recuerdo una discusión acalorada que duró eternamente, hasta que dije:
—Bill, esto no va para ningún lado. Me voy a casa.

Y Bill dijo:
—No puedes parar ahora. ¡Todavía no nos pusimos de acuerdo!
—No, Bill, no entiendes. Estoy tan molesto que no puedo seguir hablando. Necesito calmarme. Me voy.
Bill me siguió mientras salía de su oficina, por el pasillo, hasta el borde del elevador. Todavía hablaba —“¡Pero no hemos resuelto nada!”— cuando las puertas del ascensor se cerraron entre nosotros.
Yo era Don Fuego Lento, como Walter Matthau para el Jack Lemmon de Bill. Cuando me enojaba, me quedaba enojado durante semanas. No sé si Bill percibía mi tensión, pero el resto del mundo lo hacía. Algunos dicen que el estilo de gerencia de Bill fue un ingrediente crucial para el éxito temprano de Microsoft, pero para mí eso no tenía sentido. ¿Por qué no podría ser más efectivo tener una conversación urbana y racional? ¿Por qué necesitábamos peleas demoledoras, interminables?
¿Por qué, simplemente, no resolver el problema con lógica y seguir adelante?
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FUENTE: INFOBAE NOTICIAS
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