Solo en su casa, comiendo más chocolates de los que debiera (una de las pocas ventajas de estar solo es que su esposa no le controla la dieta), harto del calor espeso, sofocante, que se abate viciosamente sobre los habitantes de la isla (la mayor parte de los cuales ha escapado, apenas los niños salieron de vacaciones del colegio), Jimmy Barclays, el hombre que desde niño se ha jactado de saber estar solo, tiene que decidir adónde viajar, aprovechando el feriado del 4 de julio, que le concede unas noches libres de la televisión, donde presenta un programa en el que fatiga sus dotes de charlatán.
Barclays, que cultiva minuciosamente la duda, ha comprado tres boletos aéreos y ahora no sabe cuál de ellos usar. Puede ir a Lima, donde están su esposa y su hija menor, que huyeron del calor agobiante tan pronto como la niña salió de vacaciones. Puede ir a Nueva York, donde se encuentran sus dos hijas mayores, ninguna de las cuales necesita desesperadamente verlo. O puede ir a Buenos Aires, donde no lo espera nadie, salvo una agente inmobiliaria de apellido alemán que quiere enseñarle unas casas en venta en un suburbio acomodado al norte de la ciudad.
Hace dos semanas que Barclays no ve a su esposa, a su hija menor y al perrito del que se ha enamorado y con el que se besa lengua con lengua. Las echa de menos, necesita verlas, abrazarlas, y al caniche lo extraña como si fuera su hijo, y cuando regresa a medianoche de la televisión, entra en la casa y enciende las luces, se siente solo y malquerido porque no está el perrito ladrándole con amor desmesurado y moviéndole la cola con una felicidad y una lealtad conmovedoras. Ninguna criatura viva me quiere tanto como este perrito, piensa, cuando se sienta a jugar con él en la cocina. Pero ahora la casa esta vacía, deshabitada, en silencio, y Barclays se pregunta si debe viajar a Lima a reunirse con su familia. Sería lo más razonable, piensa. Serían cuatro días cómodos, en mi apartamento, con mis chicas, con el perrito, con ayuda doméstica, disfrutando de un clima benévolo, el suave invierno de Lima, con su niebla afantasmada y su garúa melancólica. Debería, pues, viajar a Lima. Pero algo lo frena, lo disuade: las relaciones con su madre, que el año pasado eran espléndidas, al punto que viajaron juntos a Washington para visitar la Casa Blanca, se han deteriorado dramáticamente, pues tanto ella como él son dados al melodrama y la exageración y pasan de la adoración al recelo y la animosidad como dos adolescentes alocados. El corazón de la discordia es uno de naturaleza moral: su madre está mortificada porque él solo sabe escribir de los conflictos familiares, y le ha pedido que deje de escribir sobre la familia, y él se ha sentido agraviado en su libertad creativa y ha dicho que no puede comprometerse a lo que ella le pide. Por favor deja a la familia en paz, le ha dicho ella. No sé escribir de otra manera, se ha defendido él. Entonces deja de escribir, le ha sugerido ella. Si al final ni siquiera te pagan por lo que escribes, ha añadido. No puedo dejar de escribir, ha dicho él. Sería como morirme, ha sentenciado. Esa tensa conversación tuvo lugar en el cuarto de oración que ella, una mujer religiosa, tiene en su casa de Miraflores. Desde entonces no han vuelto a verse. Ni siquiera se escriben. Barclays, rencoroso, no quiere verla. Su esposa tampoco tiene ganas de visitarla. Estar en Lima y no ver a mi madre será doloroso, piensa él. Mejor no voy, si de todos modos iré a finales de mes a presentar una novela en la feria del libro, cuál es el apuro de ir ahora.
A sus hijas mayores no las ha visto hace dos meses. Le preocupa la salud mental de su hija mayor. No sabe si está recuperada de una severa crisis depresiva que la atacó semanas atrás. Le asusta que ella tome muchas pastillas sin prescripción, como él ha hecho imprudentemente durante años; le asusta que se haga adicta a los opiáceos, una plaga que se ceba con algunos de los espíritus más sensibles de su generación; le asusta que no tenga ganas de vivir. No sabe qué hacer para ayudarla. Le transfiere dinero, le escribe a menudo, le pregunta si está bien, si le hace ilusión que vaya unos días a visitarla. Pero no tiene respuesta. Hay dos maneras de interpretar ese silencio, piensa Barclays: ella está bien, tranquila, enfocada en sus cosas, y no necesita mi compañía; o ella está mal, todavía deprimida, confundida sobre su futuro, pero es orgullosa y no quiere pedirme que vaya. En cualquier caso, él piensa que solo debe ir si ella aprueba la idea. Y espera a que ella le dé una señal. Y se pregunta si no sería mejor aparecerse, decirle ya llegué, estoy acá, quiero verte, ven a mi hotel. Porque él no sabe dónde vive ella. Desconfiada, ella no ha querido decírselo. Barclays sabe el barrio donde vive su hija, pero ignora la dirección exacta. ¿Y si voy a Nueva York con el único propósito de verla y ella me elude y se vuelve translúcida, inasible? Es mejor esperar. Entretanto, le escribe a su segunda hija y ella le confirma que su hermana mayor está bien. El día en que tiene que viajar, recibe un correo de su hija mayor: “Pa, gracias por la plata, no necesito que vengas, estoy bien”.
En Buenos Aires no tiene familia ni amigos, pero es una ciudad a la que ama irracionalmente y en la que ha sabido ser feliz. Tiene un par de citas tentativas con analistas financieros que vigilan sus inversiones en la Bolsa (la depreciación del peso le ha hecho perder dinero); invitaciones a varios programas de televisión para hablar de política y del mundial de fútbol; y un acuerdo con la corredora inmobiliaria de apellido alemán para ver casas en un barrio cerrado en las afueras de la ciudad, donde él piensa retirarse en unos años, cuando deje de hacer televisión en Miami, la ciudad en la que vive hace más de veinte años. Barclays prefiere ir solo y no con su esposa a Buenos Aires, porque ella dice que esa ciudad, sin Uber, sin Amazon, sin tiendas Apple, no es del primer mundo. Debe de ser que soy un tercermundista, porque en Buenos Aires me siento muy a gusto, piensa él. Cuando era joven, se escapaba a Buenos Aires para comprar libros, ver fútbol en los estadios y comer con desmesura. Tantos años después, ya no le apetece ir a la cancha, prefiere ir al cine. Todo le resulta en apariencia seductor: ver los partidos del mundial, a pesar de que la Argentina ya ha sido eliminada; pasar unos días de buen frío polar, con calzoncillos largos, abrigado a tope; comer tostados y medialunas como si no hubiera mañana; ir al cine en función de matiné como hacía en el centro de Lima cuando era reportero; leer las revistas acanalladas de mujeres exhibiendo las nalgas y ver los programas de chismes insidiosos que tanta gracia le hacen; tomar largas sesiones de masajes en el señorial hotel de Recoleta.
Jimmy Barclays se somete entonces a la prueba de la muerte inminente o muerte súbita: si este fuera el último año de mi vida, si fuese a morir en diciembre, ¿adónde viajaría ahora mismo, estos cuatro días de asueto, a Lima, a Nueva York, a Buenos Aires? No lo duda: a Buenos Aires.
Entonces se da una ducha rápida, confirma el estatus de su boleto aéreo, hace las maletas a toda prisa y se dispone a salir de casa. Faltan solo dos cosas: sus pastillas y el pasaporte. Mete las pastillas en el maletín de mano, siete frascos en total, y abre el cajón de su escritorio para retirar el pasaporte. Pero el pasaporte no está. Revuelve sus papeles. No aparece. Abre todos los cajones del escritorio. No lo encuentra. Revisa los bolsillos de sus sacos y chaquetas. No está. Empieza a angustiarse, desesperarse. Baja a la cocina, abre todos los cajones. Busca dentro de las camionetas. Hurga en los escritorios de su esposa y su hija. Mira debajo de la cama, no vaya a ser que el perrito se puso a jugar con el pasaporte.
Una hora después, al borde de un ataque de nervios, Jimmy Barclays comprende que sin pasaporte no va a poder viajar. A ninguna parte. A Buenos Aires, ni a Lima, ni a Nueva York. Está irritado, furioso. Se siente un imbécil. Quiere romper algo, se insulta a gritos. Llama a su esposa, ella no sabe dónde puede estar el pasaporte, intenta calmarlo. Es en vano. Barclays está desquiciado, fuera de control.
Desbordado por la rabia y la impotencia, llama a la aerolínea y anuncia que no viajará esa noche porque no tiene el pasaporte a mano. Soy un tarado, piensa. Esto solo le pasa a un tarado, reflexiona. Cómo puedo haber perdido mi pasaporte sin darme cuenta, se flagela.
Entonces Jimmy Barclays se siente el hombre más tonto del mundo.
Al día siguiente, feriado, 4 de julio, no sale de casa. Pasa horas buscando el pasaporte en los lugares más absurdos o recónditos, pero no lo encuentra. Seguramente lo olvidé o se me cayó en el vuelo de Los Ángeles a Miami, hace tres semanas, se resigna. A la noche, el bullicio de los fuegos artificiales perturbando la calma habitual de la isla, su esposa le escribe un correo desde Lima. Encontré tu pasaporte, te voy a llamar al celular, por favor contesta, le pide. Enseguida lo llama y le dice que el pasaporte estaba en la mochila de su hija. Riéndose, porque no puede molestarse, la situación le parece disparatada e hilarante, le cuenta que la niña tomó prestado el pasaporte de Barclays, le sacó una foto al perrito con su cámara instantánea, despegó la foto de su padre y pegó la del caniche. Cuando su madre le preguntó por qué hizo eso, la niña respondió:
-Porque los perros también viajan con pasaporte.
Entonces Jimmy Barclays se siente el padre más orgulloso del mundo.
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FUENTE: INFOBAE NOTICIAS
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