Cuando en los años 1950 cobraba fuerza el liderazgo del coronel Gamal Abdel Nasser en Egipto, agitaba la bandera de la unión del mundo árabe, pero rápidamente encontró obstáculos a su proyecto de fusión. La idea del panarabismo de ese tiempo se fundaba en que lo árabe se definía por la lengua y la cultura, no por la religión, por lo que el proyecto de Nasser entroncaba con su particular visión del socialismo, del laicismo y el “republicanismo” –en el que, en la práctica, no había ningún tipo de equilibrio de poderes ni contrapesos-. Con esas premisas tuvo el apoyo diplomático y militar de la Unión Soviética, que bajo el liderazgo de Nikita Jruschov buscaba poner pie en Medio Oriente. Este panarabismo incluía a árabes musulmanes, árabes cristianos y árabes judíos, aunque estos últimos ya habían tenido que emigrar al Estado de Israel en el decenio de 1940, perseguidos por los pogroms locales.
Nasser intentó, incluso, la fusión de países árabes bajo una misma estructura estatal, con la breve República Árabe Unida que unificaba a Egipto y Siria (1958-1962), y los Estados Árabes Unidos, que sumaba a la RAU al entonces Reino Mutawakkilita del Yemen (Yemen del Norte) a esa ecuación. Siria recobró su independencia respecto de Egipto, en tanto que en 1962, en Yemen del Norte se produjo un golpe de Estado militar contra la monarquía zaydí, instalando la República Árabe de Yemen, más en consonancia con el modelo “republicano”, laico y socialista del nasserismo. Se desató así la olvidada guerra del Yemen (1962-1967), entre los partidarios de la depuesta monarquía de Muhammad al Badr (respaldado por Arabia Saudí) y el régimen militar, apoyado con tropas egipcias y armamento y logística soviéticas. Una “guerra fría árabe” había comenzado entre Arabia Saudí y Egipto, en busca del liderazgo del mundo árabe, cada uno con un modelo político y social diferente. “Guerra fría” porque, al igual que la que se libraba a nivel planetario entre el bloque soviético y el occidental, no hubo jamás enfrentamiento directo cuerpo a cuerpo entre soldados egipcios y saudíes, sino que se combatió en otros países y a través de terceros.
Pero a fines de los años 1970, tras las derrotas egipcias en la Guerra de los Seis Días (1967) y en la Guerra de Iom Kippur (1973), Anwar al Sadat -el sucesor de Nasser- comenzó a explorar el camino diplomático con el demonizado Estado de Israel: la conclusión fue el Acuerdo de Camp David, por el que Egipto reconocía formalmente al Estado de Israel y establecía relaciones diplomáticas, y a cambio los israelíes devolvían en forma gradual la Península del Sinaí, ocupada durante la Guerra de los Seis Días. Sadat recuperaba este territorio estratégico y limítrofe con Israel, abandonando el sueño de la unificación del mundo árabe bajo el liderazgo egipcio; a la vez, se producía en Irán, en 1979, la revolución islámica que llevó al poder al régimen teocrático del Ayatollah Jomeini, tras la salida del Sha Mohammed Reza Pahlevi. Comenzaba una nueva etapa: una guerra fría intraislámica entre el Irán de la revolución islámica, de carácter shiíta duodecimano, y Arabia Saudí, sunnita wahabita. Dos sistemas fuertemente fundados en la religión y que pretenden ser el modelo más fiel de acuerdo a cómo gobernó el Profeta Muhammad en Medina y La Meca, que se conoce a través de los textos conocidos como Hadith. Desde 1979 hasta hoy, ambos regímenes buscan liderar el mundo musulmán, adjudicándose cada uno la correcta interpretación e implementación del Corán y del modelo político legado por el Profeta Muhammad, lo que cambió por completo el foco: ya no era la unión árabe –los iraníes son persas-, sino la unión islámica, ampliando en centenares de millones la audiencia, pero dejando afuera de ese modelo a los árabes cristianos y judíos.
Tanto en la “guerra fría árabe” como en la “guerra fría intraislámica”, combatir al Estado de Israel buscó ser un factor de propaganda y unificación. Lo intentaron Nasser en 1967 y Sadat en 1973, lo ensayó Saddam Hussein en 1990, lo hace el régimen teocrático iraní a través de Hezbollah, Hamás, Jihad Islámica y los Huthi en Yemen. Podemos ver cómo la OLP (Organización para la Liberación de Palestina) de Yasser Arafat estaba en sintonía con el panarabismo laico y socialista del nasserismo, en tanto que Hamás -fundada en 1987- comparte los fundamentos religiosos del islamismo radical como su principal fuente de financiación, que es el régimen teocrático en Irán, y cuyo propósito es establecer un Califato tal como lo intentó el ISIS hace un decenio atrás en Irak y Siria, o el Emirato de los Talibán en Afganistán.
Los ataques terroristas de Hamás, de una crueldad extrema con la novedad de que sus perpetradores se jactaron en filmarse cómo mataban y secuestraban, son un boicot para el proceso de negociaciones diplomáticas entre Arabia Saudí y el Estado de Israel para establecer relaciones formales y de reconocimiento entre ambos, lo que hubiera sido un hecho histórico y una gran contribución al trabajoso y sinuoso proceso de paz en Medio Oriente, que suele tener más retrocesos que avances. Los líderes de Hamás, en consonancia con la política iraní, buscan poner todo tipo de escollo con sus ataques para impedir una solución diplomática duradera en Medio Oriente. La visión de Hamás es teocrática y de rechazo absoluto y mortal a toda otra creencia religiosa, incluyendo a otras corrientes del Islam. Es una concepción opuesta a un gobierno laico, progresista y respetuoso de la comunidad LGTBI, a pesar de las fantasías que se tejen en los campus universitarios y en las mentes intelectuales de las izquierdas europea y norteamericana, que sólo dificultan más la creación de un Estado palestino libre.
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