Desde que Domingo Faustino Sarmiento imprimió con letra y sangre el ya estereotipado Civilización o barbarie, la política argentina del siglo XIX es materia de controversias de historiadores. Hilda Sábato es una de las historiadoras más rigurosas del país. Profesora de Historia de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA y doctora por la Universidad de Londres, estudia la segunda mitad de ese período poscolonial que es observado como momento de caos y anarquía, donde alzarse en armas era considerado como un síntoma de la nueva libertad conquistada y materia de caudillos. Su trabajo tiene la virtud de sintetizar la dinámica política y el nuevo ethos comunitario que se dio en todo el continente, con la formación de las nuevas repúblicas.
– ¿A quiénes le interesa a discutir?
– Esto no es el producto de un super héroe o una super heroína que sale a discutir con todo mundo, sino que viene un clima de transformación, de hace 20 años, que critica a visiones historiográficas muy arraigadas. Hay imágenes congeladas, donde aparece muy fuerte la idea de que la política del siglo XIX era privilegio de unos pocos, con un pueblo marginado o dominado y las elecciones la resolvían tres tipos en una café o una casa. Hablo hoy todavía con gente que estudia el tema y me dice todavía que, en el siglo XIX, la gente no votaba o no la dejaban.
Entre 1820 y 1870, la disolución de los lazos coloniales abren una ventana de oportunidad para los gobiernos de Hispanoamérica. Mientras Europa volvía a abrazarse a la monarquía y se apagaba el espíritu de la Revolución Francesa, en las Américas -con la sola excepción de Brasil- los gobiernos locales se lanzaron a la opción por la república. El proceso no fue sencillo y se dio en un marco de una sociedad “guerrera”, que resolvía las disputas desde las armas y la lucha política abierta.
“Hay una visión muy tradicional que refleja que nuestros países no han sabido o podido adoptar el liberalismo tal como se estaba imponiendo en otras partes. Ven al proceso latinoamericano como un continente fallido”, sostiene Sábato. Desde una mirada opuesta, la historiadora reniega de la creencia que la Modernidad, en América Latina, fue “una mala adaptación” o una “copia trucha” de Europa y Estados Unidos, donde los caudillos y las elites copaban la escena con un régimen impuesto “desde arriba”. Como diría el intelectual socialista José Carlos Mariategui, la creación de las nuevas comunidades políticas después de la Independencia no fueron “ni calco ni copia”.
“Los países de Hispanoamérica entraron en un experimento político que, salvo en Estados Unidos, no tuvo parangón en otros lugares. La república no estaba de moda. El hecho de que nuestros dirigentes revolucionarios hayan presionado y se impusieran en la disputa política interna iba contra la corriente, no estábamos copiando a nadie”, sostuvo historiadora en una videollamada con Infobae Cultura. “Nuestros dos grandes pilares de la Independencia, Belgrano y San Martín, eran monárquicos, defendían monarquías ‘constitucionales’”, recordó con provocación.
En su libro Repúblicas del Nuevo Mundo, primero editado en inglés hace dos años y publicado recientemente por Editorial Taurus, la historiadora considera que el naciente principio de “soberanía popular” disparó una nueva y conflictiva relación entre “los de abajo” y “los de arriba”, entre gobernantes y gobernados. El ensayo es un ejercicio de historia comparada, que involucra la reivindicación de lo popular, la autonomía de lo político y dimensiones poco jerarquizadas de este contexto, como el rol de las milicias, la opinión pública y las elecciones.
Lo republicano, lejos de las interpretaciones institucionalistas típicas del Siglo XX, aparece bajo una nueva luz. Es un campo combatiente y revulsivo, donde las clases subordinadas y subalternas participan de una experiencia inédita.
“En el absolutismo, el rey es la cabeza del cuerpo social que forma la nación. Cuando se corta la cabeza y el rey no está, se dinamitan los principios de autoridad virreynal. ¿Quién puede decir ‘yo soy la autoridad legítima’? Lo que se produce es una crisis de autoridad”, indaga Hilda Sábato. “Hispanoamérica fue uno de los laboratorios más importantes de experimentación de liberalismo republicano como forma de gobierno y como un ideal de la construcción de comunidades políticas”.
– ¿En qué momento estas comunidades políticas del virreynato deciden optar por el “autogobierno”?
– Estas cosas no ocurren de un día para el otro. A fines del siglo XIX, la crisis entra de manera irrefrenable con la invasión de Napoleón Bonaparte a España en 1808 y la renuncia de los Borbones al trono. En un gran proceso rebelde, en la península ibérica se crean juntas de gobierno que impugnan al poder francés. Es una crisis que transita unos 20 años, desde 1808 a 1824. Son muchos años que hay batallas, conflictos, entre quienes quieren seguir bajo el reinado español, entre aquellos quieren una monarquía y los que buscan un autogobierno. Es un período absolutamente fascinante, porque se rompen los límites de lo que era posible. En el caso del Virreynato del Río de la Plata, como en Nueva Granada, aparece bastante temprano la idea de autogobierno. Aunque se da de manera confusa: ¿es el auto gobierno del pueblo, de las nuevas comunidades, de las ciudades o de los cabildos preexistentes? Hay una discusión muy fuerte sobre lo que significa la soberanía. Recién en la década del 1820 aparece, por primera vez, la palabra república.
– ¿Quién era el “pueblo” en estas nuevas comunidades?
– El pueblo es un concepto abstracto. La soberanía popular es el eje de todo lo que pasa a partir de las Independencias. La soberanía popular significa que ya no hay un mandato superior, trascendente, un Dios que determina quién va a gobernar, como pasaba en el caso de las monarquías absolutas. Cuando se rompe con eso y se pasa a la idea de soberanía popular, el poder se empieza a construir entre los propios habitantes de una comunidad política; no hay un más allá, es un más acá. En Hispanoamérica este problema tiene dos patas: la comunidad somos los que viven y ahí construyen las reglas del pacto social, pero lo que no se sabe son los límites geográficos y territoriales de esa comunidad. ¿Qué pueblo es? ¿El pueblo de los virreynatos? ¿El pueblo español? ¿Dónde empieza y termina una comunidad política? Esto que a uno le podría parecer una pavada hoy, en ese momento era clave. Esto es lo que lleva a que, en el territorio del Río de la Plata, surgieran cuatro republicas. No estaba escrito, incluso el trazo de lo que sería la República Argentina fue muy arduo.
En definitiva, al pueblo había que inventarlo. Desde el nuevo principio de la soberanía popular, las nuevas clases dirigentes necesitan de su consentimiento definir los asuntos públicos. Sin embargo, en las viejas repúblicas, el pueblo participaba de manera directa. Si el poder emana del pueblo, ¿Cómo se resuelve su participación? De manera temprana, el voto y el sistema representativo se impone en gran parte de Hispanoamérica y, para sorpresa de la propia Hilda Sábato, los criterios para depositar el sufragio eran más inclusivos y democráticos que en otras latitudes. Pero no fue el único esquema.
– El pueblo elige a quienes lo van a gobernar. La disputa en cómo se vinculan representantes y representados, entre el pueblo y el gobierno, es un problema filosófico que es clave para entender toda la política posterior. Todavía hoy decimos que los diputados no nos representan y hacemos un petitorio o una manifestación para que nos den bolilla. ¿Quiénes son los que van a votar, los que van a designar esos representantes? ¿Cualquiera puede serlo, o requiere tener cierta edad, tener tal propiedad y saber leer y escribir? Pero una vez elegidos a los señores, ¿el pueblo se va a su casa y se encierra?
“Mi hipótesis es que hay dos instituciones clave de control popular del poder en el siglo XIX: la opinión pública, o la “opinión del pueblo”, que se expresa a través de las movilizaciones populares y petitorios; y algo que es mucho más difícil de entender, que es la institución de la “ciudadanía en armas”, la milicia”, sostiene. Y agrega: “Los representantes que acumulan poder -y gobiernan de acuerdo a sus propios intereses y beneficios- pueden ser resistidos por las armas. Es una resistencia del ciudadano armado para defender la libertad; es su derecho y su deber. En el caso hispanoamericano, en la milicia tenían la obligación de participar todos los hombres adultos ‘argentinos’ entre 18 y los 60 años. La milicia se organizaba localmente y jugaban un rol fundamental en la vida política. Involucraba a los ciudadanos de todas las clases sociales, con preponderancia de los sectores bajos, y eran fuerzas organizadas, de alguna manera disponibles, que ejercían presión política o impugnaban un gobierno a través de la revolución. La milicia recién se elimina a principio del siglo XX en toda América Latina, y durante todo el siglo XIX compite con el Ejército sobre quién tenía el poder de fuego. Esto es una vertiente de participación que no es igualitaria, es jerárquica, pero que recluta ampliamente y representa una fuerza ciudadana”.
– En Estados Unidos esa relación entre el pueblo y el derecho “individual” a armarse, ante la hipótesis de un gobierno tiránico, se mantiene en la actualidad. ¿Qué pasó en Hispanoamérica para que el pueblo termine siendo desarmado?
– En la milicia, el ciudadano siempre está encuadrado en una institución y tenía el componente de ser la reserva del Ejército, en ocasiones de guerra. En Estados Unidos fue así hasta la guerra civil. En países como México, Argentina, Colombia y Estados Unidos, las milicias rápidamente se convierten no solo en la fuerza principal de defensa de la libertad, sino que también era defensa de las provincias y estados. Desde ahí hay una tensión entre el Ejército y las milicias, y las milicias pasan a ser entendidas como una fragmentación del poder militar. En la historiografía siempre se pensó a las milicias eran reacciones anti modernas y al proceso de centralización estatal como monopolio de la violencia. Pero en el siglo XIX esta formulación no estaba clara: había quienes querían que el Estado concentrara la violencia, y había sectores dentro de la elite gobernante que no lo creían así, y que el monopolio de la fuerza era peligroso. Para poner un ejemplo, Bartolomé Mitre era un partidario de esta división, de este reparto del poder militar, mientras que Sarmiento quería que existieran bajo el dominio del Ejército. El hecho fundamental de armas fue cuando la provincia de Buenos Aires se rebela contra el poder del Estado nacional por un problema electoral, y el Ejército la vence, decidiéndola aplastarla. Este proceso, con algunas diferencias, se da en todas partes. Finalmente, lo que surge es una nueva concepción de cómo tiene que ser la política, en la que el orden aparece como primordial. El “juego republicano” anterior había generado mucha inestabilidad, con elecciones impugnadas y agitación, donde los líderes políticos que querían llegar a algún lado tenían que contar con bases populares organizadas. Si no contaban con milicias, fuerzas electorales y diarios no podían llegar a la esquina.
– Hay una muletilla instalada entre historiadores, analistas políticos y hasta periodistas que advierte la “grieta política actual” se remonta desde los comienzos de nuestra historia. Como historiadora del siglo XIX, ¿qué reflexión te genera este tipo de ideas?
– Yo soy muy escéptica de trazar continuidades de tan largo plazo, me parece que oscurecen más de lo que iluminan. Si uno piensa la sociedad de fines de Siglo XIX y la actual, es tal la distancia en términos de escala, de cantidad de gente, composición, el nivel de vida, educativo, social, étnico y cultural que es absurdo pensarlo. Dicho esto, creo que uno puede explorar el Siglo XIX en cómo se concebía la política en ese momento. Se tenía una desconfianza muy fuerte a la división política, la competencia abierta entre partidos y por el poder era considerado como una forma de disolver los lazos sociales. Siempre hubo un predominio de la idea de uniformidad, no en cuanto a opiniones, sino en cuanto a un destino político. El ideal era que debía primar el bien común y una idea colectiva de unidad, que en la práctica no se producía. El caso más connotado es el de los unitarios y federales, con una oposición bastante laxa hasta que las disputas armadas terminan dramáticamente con el fusilamiento de Manuel Dorrego. Cuando Juan Manuel de Rosas sube al poder en la provincia de Buenos Aires, y es impugnado por los unitarios, lo que hace es plantear claramente -de acuerdo a los ideales de la época- que la división es perniciosa y no puede haber enemigos del orden federal. Los unitarios pensaban lo mismo, pero no tenían el poder. Esto lleva a creer en la idea de que, cualquier que piense distinto, es un enemigo público. De ahí vienen los eslogan como el de “mueran los asquerosos unitarios” en las comunicaciones oficiales.
Yo a todo eso no lo llamo “grieta”. La grieta es una cosa contemporánea, es una concepción de lo social y de lo político muy propia de este momento. Los que han mirado lo que intentan hacer es trazar una línea entre buenos y malos a lo largo del tiempo. En vez de entender por qué funcionaba de una u otra manera el rosismo o el unitarismo, por ejemplo, intentan traducirlo al uso nostro como parte de dos constelaciones constitutivas de la Argentina. Quiero decirlo rápidamente: el unitarismo perdió, no solo en la guerra, sino en los votos y perdió en las elites. Ya en la generación del 37, Juan Bautista Alberdi, Esteban Echeverría, el mismo Mitre ya no eran unitarios. Esto es algo de la construcción de los imaginarios; si queremos construir imaginarios de grieta, los construiremos. Por lo tanto, como historiadora no puedo pensar en continuidades como las que proponen “San Martín-Rosas-Perón”. ¡Es un bolazo total!
Dicho esto, creo que cualquier grupo humano que quiera construir su identidad recurriendo al pasado, y buscando ejemplos para su memoria colectiva, es algo genuino. Es de toda la vida, el hombre es así, no está ni bien ni mal. Qué imaginarios recupera cada grupo, a veces muy tergiversadamente, habla más de ese grupo de lo que realmente pasó. Cuando Kicillof pone el retrato de Rosas en su escritorio, es porque reivindica unos determinados valores. No sé si el Rosas verdadero, el que se imaginó o el de la historiografía revisionista.
– Hay un acto muy recordado por la Independencia que encabezó Mauricio Macri hace unos años, donde se refiere a los patriotas como hombres que habrían sentido “mucha angustia” al separarse de España. Como conocedora de estos procesos de nuevas comunidades, ¿Qué opinión te merecen este tipo de puestas políticas e interpretaciones sobre el pasado?
– No me acuerdo bien del acto, no lo sigo mucho a Macri. Como suele pasar con muchos líderes políticos, sus incursiones históricas son bastante primitivas. ¡Si escuchás a Macri o a Cristina en sus interpretaciones históricas, como historiador, te querés matar! En general son muy primitivas, muy pobres como imágenes, muchas veces tergiversan, simplifican a un extremo que no sirve para entender nada. Pero de nuevo, sirve para pensar qué es lo que él quiso hacer en ese momento, no lo que pasó en el siglo XIX o con los llamados patriotas. No puedo decir mucho más que eso. Lo de la “angustia”, depende cómo se entienda. Creo que lo que pasó entre 1810 y 1820, años durísimos en la pelea con España, lo que hubo fue una tremenda libertad de pensamiento donde podían imaginarse cosas muy distintas y ensayarlas. Lo que creo que hay que recuperar de todo el Siglo XIX, pero sobre todo del proceso independentista, es la enorme incertidumbre. Era un momento que no se sabía para dónde ir ni qué decisiones tomar. Algunas de esas decisiones fueron tremendas, y hasta hoy algunos las reivindican. Para mí es anacrónico hacerlo.
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