Hola, ahí.
Me hacen muy feliz las mujeres. Sé bien lo que es contar con amigas desde siempre y no imagino cómo sería mi vida sin ellas. En los mejores y en los peores momentos necesito su abrigo, su amor, su mirada sobre las cosas. Son ellas, siempre, las que me iluminan cuando no sé para dónde rumbear. Me hablan individualmente, de a dos, de a muchas. Conozco lo que es la amistad y la voz de las mujeres y me da enorme felicidad ese coro permanente, a veces ruidoso e intenso; otras, fascinante y colorido.
Tengo amigas solteras, casadas y viudas con diversas orientaciones sexuales. Nunca tuve sexo con mujeres y aunque no lo vivo como una deuda no sé qué pasaría con mi deseo si tuviera hoy 20 o 30 años. No puedo saberlo; sí puedo ver qué pasa con las mujeres que hoy tienen 20 o 30 años y no responden a ninguna taxonomía a la hora de irse a la cama: para ellas no se trata de clasificaciones sino de deseo.
Es el deseo de estar con una mujer, de tener sexo con una mujer. Existe también el deseo de ser una mujer pero también el de dejar de serlo. Nada es nuevo ni es una moda y todo existió siempre aunque costaba pensarlo y era imposible siquiera pronunciarlo y mucho menos llevarlo adelante. Sin embargo, muchas personas —hombres y mujeres— aún sostienen que sólo es mujer quien nació mujer y le niegan esa condición a quienes se sienten mujer o desean serlo. Se es mujer porque se nace mujer, una mujer no se construye, insisten. Hay infinita bibliografía sobre esto (Simone De Beauvoir decía que no se nace mujer sino que se llega a serlo…) pero no pienso agotarla en esta carta.
La biología versus el deseo.
La ciencia versus la cultura.
Todavía.
La sombra de Rowling
Se veía venir.
Hace tiempo que la discusión por las mujeres trans dentro de los feminismos (entre aquellas que las consideran mujeres y aquellas que no) viene teniendo lugar de manera más o menos amplificada en diversos países. La palabra que sobrevuela esta discusión es TERF, acrónimo para el concepto Trans-Exclusionary Radical Feminist, que en español significa “Feminista Radical Trans-Excluyente”.
La creadora de la sigla es Viv Smythe, una activista que se identifica como mujer cisgénero y heterosexual. Lo hizo en 2008, en su blog, y fue una manera de acortar una idea que se le fue de las manos.
”No tengo control sobre cómo otros usan una palabra que surgió simplemente para ahorrar escribir una frase más larga una y otra vez”, escribió Smythe en The Guardian en 2018. En la misma columna de opinión, definía TERF como “un término para describir una cohorte de feministas que se identifican como radicales y que no están dispuestas a reconocer a las mujeres trans como hermanas, a diferencia de quienes sí lo hacemos”.
El ejemplo más famoso de este nuevo regreso de una discusión que arrancó en etapas anteriores del feminismo, allá por los años 70, es el de J. K. Rowling, la autora de Harry Potter, quien por dar a conocer sus opiniones terminó perdiendo una cantidad importante de fans, prestigio y dinero. Hasta los actores que protagonizaron la saga en el cine se diferenciaron de la escritora escocesa con sus declaraciones. Por una cuestión generacional, gran parte de sus lectores se sintieron defraudados al leer que para Rowling las mujeres transgénero no son mujeres.
Si nació con pene, no puede ser una mujer, piensa y dice.
¿No puede?
No pienso como Rowling. La fuerza del deseo y la igualdad son dos de las columnas que sostienen mi manera de ver el mundo y a la humanidad aunque esto no es un obstáculo para advertir que hay preguntas, que hay dudas, que hay inquietudes que pueden tener respuestas si intercambiamos o si escuchamos a los que piensan diferente. De hecho, no todas las mujeres trans ni todas las travestis quieren marchar junto a las mujeres cisgénero (aquellas que nos identificamos con el género que nos asignaron al nacer. No tiene nada que ver con las elecciones sexuales).
Voy de nuevo: no pienso que cancelar a Rowling vaya a terminar con las mujeres —y las personas, en general— que creen que las trans no son mujeres. Por el contrario, el mayor riesgo de esta discusión es que mientras las mujeres se pelean, se acusan y se cancelan entre ellas, son los hombres quienes siguen manejando la política y la economía. El poder, bah. Un negoción.
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Por estos días, la discusión tomó fuerza en la Argentina a partir de la solidaridad de varias escritoras locales con la autora colombiana Carolina Sanin, quien denunció que una conocida editorial mexicana le había hecho saber que iba a cancelar la publicación de dos de sus libros debido a sus ideas y pronunciamientos en relación al tema transgénero.
Sanin, una de las voces más influyentes del mundo de las ideas en Colombia, es conocida por su fervor a la hora de expresar sus ideas y sus posturas en contra del transactivismo o lo que llama “el borrado de mujeres” y “el dogma del género”. La editorial Almadía había contratado y pagado sus libros Somos luces abismales (2018) y Tu cruz en el cielo desierto (2020) y no hizo pública aún la razón que motivó la cancelación de los contratos. Ambos libros son de ficción, en ninguno de ellos se trata del tema que ahora está en discusión.
Las escritoras que se solidarizaron con Sanin lo hicieron por la inexplicable cancelación editorial y no por sus opiniones en materia de género. El espíritu de escrache, hoy convertido en marca de época junto con la cancelación, avanzó sobre quienes se atrevieron a decir que la discusión era valiosa aún en la diferencia.
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Mariana Enriquez, una de las mayores escritoras argentinas y una persona de bien, alguien a quien jamás podríamos asociar al odio, fue atacada con saña y cuestionada por expresar su solidaridad. Después de horas y horas de recibir expresiones de furia, frustración y maltratos varios, la autora de Nuestra parte de noche anunció —en plena gira europea por varios de sus libros— que iba a cerrar su cuenta de Twitter y lo hizo. Otro negocio redondo ese de ir quedándonos sin las mejores voces en la red que ahora maneja como un intenso chico contento que no para de expresarse Elon Musk, ¿verdad?
Pese a que uno podía imaginar que la tecnología y las redes abrirían el espacio a una democratización del intercambio, es un tiempo triste para el mundo de las ideas. Vivimos una era de certezas tajantes como gritos y no hay lugar para el debate ni la discusión. Todo fue reemplazado por la picota que cae sobre vos cuando no pensás lo que corresponde según el lugar que el algoritmo te adjudica en función de tus dichos, tus elecciones, tus gustos a lo largo del tiempo. El algoritmo edita tu vida, ¿ya te lo había dicho?
Elegir un nombre, elegir una vida
Estuve la semana pasada en un encuentro formidable llamado Nave de No Ficción, un festival de periodismo narrativo organizado por la Fundación de Periodismo Patagónico, con Santiago Rey a la cabeza. Hubo talleres, charlas, conferencias; hubo autores y periodistas como Martín Kohan, la mexicana Cristina Rivera Garza, Cristian Alarcón, Ana Cacopardo, Cora Gamarnik, Roberto Herrscher y el chileno Juan Cristóbal Peña, entre otros. Fue un encuentro de reflexión, de preguntas y de aprendizaje del que seguramente voy a hablarte en próximos envíos. Pero hoy te quiero contar que en ese contexto, a la vera del Nahuel Huapi, se presentó Yo elijo mi nombre, una performance musical creada en el marco del Laboratorio de Periodismo Performático (un espacio de innovación del periodismo liderado por Revista Anfibia y Casa Sofía), que de alguna manera tiene que ver con el tema del que estamos hablando.
El protagonista del espectáculo es Eric Román Montenegro. Eric (1985) se llama así hace muy poco tiempo, es el nombre que eligió cuando tomó la decisión de ser un hombre, una decisión que entraña bastante más que cortarse el pelo cortito, someterse a mastectomías y a tratamientos hormonales. Eric es músico, canta maravillosamente e integra el Coro Polifónico Nacional de Ciegos en la cuerda de contraltos desde 2010.
Eric es ciego de nacimiento. Fue un bebé seismesino y la historia clínica dice que fueron las luces de la incubadora las que dañaron sus ojos. Eric no ve, se mueve entre sombras, pero como toda persona siente. Y sentía que ni el pelo larguísimo ni los vestidos eran su identidad. Iba a la iglesia evangélica con sus padres pero ya no va más. En Yo elijo mi nombre, escrito y dirigido por la periodista Ivanna Soto, quien a la manera de un hermoso lazarillo acompaña a Eric en su performance autobiográfica arriba del escenario, él cuenta a través de la palabra y de la música su historia, la de alguien movido por el deseo.
Se trata de un espectáculo conmovedor, el de una persona que les habla a quienes lo ven pero a quienes no puede ver. Que les cuenta el sufrimiento de años por no sentirse conforme con su cuerpo así como era —nacido mujer, biológicamente mujer— y el alivio y la felicidad que dan esas cicatrices en el pecho ahora plano que exhibe como bandera de su libertad.
Eric hace literalmente lo que quiere con su voz, alterna música clásica con cumbia, revienta el teclado y chilla, ríe o llora, le habla a su padre, un hombre mayor, también músico, quien desde un video transmite amor, preguntas y también cierta desolación por haber perdido a una hija. Y a quien Eric le permite —solo a él, asegura— seguir diciéndole “ella”, aunque ya haya admitido que su nombre es otro.
“Soy un hombre con vagina”, dice en un momento.
¿Están los hombres nacidos hombres tan preocupados por los hombres trans como lo están las mujeres por las mujeres trans? ¿Creen que puede ser un peligro para su existencia como hombres que los hombres trans comiencen a ocupar ciertos espacios? No parece. Es más, más bien podríamos decir que esta discusión entre mujeres les deja las manos libres a los hombres para seguir conduciendo el mundo.
Cuando todo indicaba que estábamos a punto de conseguir reconocimiento en la paridad por conclusión evidente de los argumentos que supimos exhibir, elegimos volver a dividirnos y perder el tiempo en cancelaciones varias entre nosotras.
¿Los hombres también están preocupados?
Las feministas radicales que excluyen a las mujeres trans, ¿incluirían a un hombre trans en algún reclamo?, le pregunto en un intercambio a Charo M. Ramos, que sabe mucho sobre la historia de los feminismos y coordina un espacio que se llama Escuela de Señorites, donde se dictan talleres de teoría e historia política. “Lo ven como una traición: ¿acaso esa persona quiere ser parte del bando del opresor? Si un varón es, entre otras cosas, el opresor de la mujer, y es la razón por la cual existe el feminismo, esa persona no debería ser parte del movimiento que busca la reparación”, me responde.
También le pregunto por esto que dije más arriba acerca de que los hombres no se preocupan por las personas que, habiendo nacido mujeres, eligen ser hombres. Me refiero a si les preocupa que la identidad masculina esté en riesgo.
”Sí, les preocupa”, me responde. “De hecho, por eso suceden las violaciones correctivas. Pensemos en Higui o en Pepa Gaitán”. (Me dice esto y pienso enseguida en Boys don’t cry —Los muchachos no lloran—, una película de 1999, dirigida por Kimberly Peirce y protagonizada por Hilary Swank y Chloë Sevigny basada en una historia real: la de Brandon Teena, un hombre trans que se enamoró de una mujer en Nebraska y terminó siendo víctima de un crimen de odio a manos de dos exconvictos, a fines de diciembre de 1993).
Sigue Charo: “Lo que dice Judith Butler es que la masculinidad (y la feminidad) se deben reforzar todo el tiempo en cada práctica (ella la llama iteración), como, por ejemplo, mirarle el culo a una mina en la calle. Esto lo podemos pensar con la idea de fratría de Rita Segato: su tesis es que los varones (cis heterosexuales) atacan sexualmente a las mujeres no por el placer sexual que obtienen de la sumisión de otra (Catharine Mackinnon discute esto, dice que la dominación es parte constitutiva de la sexualidad patriarcal) sino para seguir perteneciendo al círculo de varones. Si no lo hacen y, más aún, si critican a otros varones por hacerlo, dejan de ser considerados varones al romper el ‘pacto de varones’”.
El patriarcado, el hombre opresor, el hombre predador: todo eso lo entiendo bien, lo padecí, lo padecemos. Pero si somos capaces de aceptar que alguien decida abandonar su comunidad opresiva de origen para ser libre —pensemos en cualquier persona que luego de un gran sufrimiento toma la decisión de irse de espacios religiosos ortodoxos, radicales, fundamentalistas— ¿por qué no entender que alguien que se identifica con las mujeres, que decide contra viento y marea ser mujer y que se construyó culturalmente como mujer no puede compartir espacios con las mujeres que pelean desde los feminismos contra la opresión?
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El comienzo de otra forma del amor
Hay sobreabundancia de discursos, de intercambios, de información, de productos culturales. Nos falta tiempo para leer y asistir a todo o, mejor, para estar solos y pensar. Eso nos falta: tiempo para pensar.
Estoy terminando de ver El fin del amor, la serie de Amazon basada en el ensayo bestseller de Tamara Tenenbaum (sí, es un ensayo, un gran ensayo, colegas: dejen de decir que es una novela, plis). Me gusta, me divierte, me entretiene. Lali Espósito es Tamara (la primera persona del libro de Tenembaum, que es ella, sí, pero también no. Otro día hablamos de estilización, ficción, autobiografía y eso). Y decir que Lali es Tamara es decir que ya tenemos tres cuartos de serie ganada. Su cara, sus gestos, su voz; su manera de mirar, de expresarse, de moverse. Esa chica es un regalo siempre, tiene una gracia natural que no hay manera de comprar ni fabricar.
Vuelvo a la serie, de la que los periodistas de espectáculos están hablando mucho y mejor de lo que puedo hacerlo yo, pero de lo que no voy a privarme no solo porque me gusta, me divierte y me entretiene sino porque mucho de lo que hablamos hasta acá, en este envío, está en esos diez capítulos. La pregunta acerca de qué es una mujer puede buscar (no sé si encontrar, no sé si existen) respuestas en esas historias de chicas de su época en busca de la felicidad, del placer y del amor, objetivos colectivos desde que la humanidad existe y que actualmente ya no van de la mano del llamado binarismo.
No es ni el matrimonio ni la maternidad lo que hacen feliz o completa a una mujer. No lo era antes, no lo es ahora: una madre no vale más que una mujer sin hijos; una mujer casada no vale más que una soltera. Una mujer en pareja con otra mujer vale lo mismo que una soltera o una casada con un hombre. Una mujer trans en pareja con un hombre o con una mujer (sí, así de complicado es el juego de la vida) también.
El fin del amor cuenta con ritmo, buena música y una estética adecuada estas vidas de mujeres jóvenes —cis, trans, lesbianas, bisexuales, heterosexuales curiosas e intrépidas— que se preguntan todo el tiempo qué se están perdiendo (chicas, levante la mano quién no piensa eso desde que es consciente de su finitud) y lo hacen con belleza, talento y frescura.
En el transcurso de estas historias de sexo itinerante (así lo llamaba María Moreno en su única novela, El affair Skeffington, que Random House tuvo el tino de reeditar en estos días), las mujeres debaten sobre mujeres, sobre feminismo, sobre el lugar de los hombres (algunos energúmenos cebados con la mujer como mercancía, como si el tiempo se hubiera detenido para ellos; otros ansiosos por seguir como si nada pero muertos de miedo por la posible denuncia y otros adorables, encantadores, extraordinarios compañeros de vida cotidiana pero tal vez demasiado tiernos para el tiempo de búsqueda de acción y aventura).
El elenco es demencial: además de Lali están Vera Spinetta como Juana, Julieta Giménez Zapiola como Laura, Mariana Genesio Peña como Ofelia Weitzman (una mujer trans que es judía y el judaísmo es el otro gran tema de la serie y posiblemente de la vida y la obra de Tamara T.). Andrés Gil es Federico, el novio al que Tamara abandona el día que advierte que no es esa vida amable lo que desea en ese momento de su vida. Brenda Kreizerman es Sarita, la amiga ortodoxa a la que Tami vuelve como quien vuelve al templo para las preguntas capitales. Hay personajes enormes: Alejandro Tantanian es Tanta, drag queen y psicoanalista, Lorena Vega es Mora, dueña de un boliche y faro de la comunidad, Mike Amigorena es Rodo Pizzicato, un veterano periodista de radio y drogón que mira cómo las mujeres a las que supo seducir ya no se interesan ni por su relato ni por su “conocimiento” del deseo de las mujeres y la gran Verónica Llinás es Ruth, la madre médica de Tamara, que en la vida real fue feminista sin marco teórico y con marco religioso en forma de corsé cuando se quedó viuda a los 30 años, con tres hijas chiquitas, ese 18 de julio de 1994 que todos los argentinos llevamos en la sangre y en el que su marido había ido a la AMIA para hacer los trámites para enterrar a su padre.
Hay cosas/ que para hacerlas/ poemas/ solo hay que contarlas./ Mi papá se murió/ el día/ que fue a la AMIA/ a hacer el trámite/ para enterrar a su papá/ (mi abuelo)/ en el cementerio/ de La Tablada./ Listo.
Este es un poema que Tamara escribió en 2017. Ella es poeta, sí, estudió filosofía, es docente, una gran cronista y autora de muy buenas columnas de opinión.
Gran lectora, Tamara viene trabajando en cuentos y novelas una forma narrativa singular en la que el yo manda pero se desintegra y se pregunta, todo el tiempo se pregunta y se cuestiona. Tuitera consumada, se convirtió además en una suerte de gran influencer para chicas jóvenes que encontraron en su modo de pensar y de contar una letra amiga para los tiempos de hoy.
Me gusta mucho la serie, como te digo, para pensar en el puzzle que es hoy la definición de mujer, un estallido que puede confundirnos pero también convertirnos en mejores personas.
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Me siento abrumada —tal vez como vos— por estas discusiones que terminan dejando a tanta gente lastimada y a tanta gente afuera. Y digo afuera no solo por las cancelaciones sino porque muchos ni siquiera entienden qué pasa, qué se debate, qué está en discusión.
Los fanáticos disfrutan de la lucha en el barro y los chicos y las chicas más jóvenes, a pura intensidad, por momento ingresan en una espiral de máquina que define de qué lado están las personas a las que hay que favear y a quienes hay que ghostear y entonces operan en contra de su propio crecimiento. Insisto: dejen argumentar.
Así como no es lo mismo un pibe de 15 que tantea el sexo que Harvey Weinstein tampoco es lo mismo una mujer que se declara feminista y cree que quien nació hombre no puede convertirse en mujer que un nazi. No podemos llamar discurso de odio a aquello que es diferente a lo que yo pienso. Hay que escuchar para sacar conclusiones, incluso para definir con quiénes no tenemos que debatir nunca más porque es inútil.
Te digo chau por esta semana, espero que te haya interesado este newsletter de Cultura y, como siempre, te invito a que me escribas al hpomeraniec@infobae.com para contarme qué pensás, qué te gusta o qué me discutirías.
Hasta la próxima.
*Ficha técnica de Yo elijo mi nombre:
Actuación y música en vivo: Eric Román Montenegro, Ivanna Soto.
Dramaturgia y dirección: Ivanna Soto.
Aparición en audio y video: Jesús Montenegro, Ana Ferrucci.
Edición de audio y video: Ivanna Soto.
Sonido: Pablo Paradela.
Diseño de iluminación: Matías Sendón.
Yo elijo mi nombre fue creada en el marco del Laboratorio de Periodismo Performático, de Revista Anfibia y Casa Sofía.
Se estrenó en el CC. Conti, luego hicimos una función por los 30 años de la UNSAM (invitados por Anfibia) y la tercera fue en NAVE, Bariloche.
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