(Desde Varsovia, enviada especial) María está emocionada. Sonríe mientras habla en ucraniano en una aplicación de traducción y su mensaje sale en español. Su marido se quedó en casa, dice la pantalla, en Ucrania, con sólo un perro siberiano ciego de compañía. Ella espera sentada en una silla de metal con su hija pequeña para partir hacia Alba, en la región italiana de Piamonte. Pero primero pasará por Roma.
“No conozco Italia, no hablo italiano y tampoco tengo familia allá”. En su mirada no se nota la angustia, el miedo. Pero al terminar la entrevista, pide un abrazo. Un abrazo que termina siendo largo, fuerte y sentido. Le dice a su hija que deje un segundo de tomar una sopa para posar para una foto. La mira con ternura y sonríe de nuevo.
Ellas dos son parte del grupo de los 179 ucranianos (70 de los cuales son niños) que este lunes 21 de marzo se subieron a un vuelo humanitario piloteado por el director ítalo-argentino Enrique Piñeyro que va de Varsovia hacia Roma, Italia. Habrá dos vuelos más en los próximos días, uno a Cagliari y otro a Palermo, y todos son organizados por Solidaire, de Piñeyro, en alianza con Open Arms.
Este corredor humanitario aéreo busca poner a salvo a familias que abandonaron sus hogares y que necesitan un lugar dónde ponerse a salvo hasta que termine este conflicto y poder volver a su tierra.
Antes de subirse al vuelo, todas estas personas, y miles más, hacen base en Warsaw Expo, un centro de exposiciones devenido alojamiento de refugiados, que hoy acoge a los ucranianos en busca de techo, cama, comida y una ducha caliente.
Una niña anda en un triciclo rosa con un manubrio roto por los largos pasillos de camas y camas, mantas y mantas. Tendederos improvisados con segundas mudas de ropa, pañales, peluches y los pocos bolsos y objetos personales que acompañan a sus dueños en lo que probablemente sea el trayecto que sigue al peor viaje de sus vidas. Pero indispensable.
La vida aquí es una larga espera. Mientras charlan, duermen y juegan, el olor a sopa inunda el lugar. Globos de helio, dibujos con crayones de banderas de Ucrania y gatos en correa dan vida a un ambiente solemne y desesperado. Una guardería con cientos de juguetes desplegados por todas partes y niños que corretean, hacen monerías y se tiran una pelota son prueba de que nada está perdido.
Un trabajador del gobierno polaco, el que provee todo lo necesario para que los ucranianos pasen su estadía en el lugar lo más cómodos posible, explica que la gente suele quedarse entre un día y una semana en general. Pero hay una madre con su hijo con autismo que ya lleva 10 días allí.
Y para algunos llega la hora de partir. Los que participan del vuelo a Roma comienzan a subir a micros, y esos micros los llevarán al aeropuerto Chopin. Son las 16.30 y esperan pacientes a que abra la puerta 38.
Miembros de la tripulación lucen pines amarillos y celestes y reparten caramelos entre los más pequeños. El vuelo está casi lleno. Hubo bajas de último momento: gente que cambió de planes. Pasa, es normal, según cuentan los organizadores de Open Arms.
El avión despega. Un perro pequeño ladra afligido. Ladra y ladra y no para. Su dueña llora mientras lo abraza para contenerlo. Lloran juntos.
Los niños más pequeños miran fascinados por las ventanas. Para muchos es su primer vuelo y la emoción de la aventura es palpable. Sus padres cierran los ojos y descansan un rato.
Una pequeña de unos 9 años también parece mirar por la ventana, pero, al darse vueta, lágrimas le bañan las mejillas. La madre le lava la cara y le dice con ternura. “No llores”. La nena asiente y vuelve a volver el rostro hacia afuera.
Es una hora y 45 hasta Roma. El tiempo pasa volando. O quizás sólo para algunos, mientras que para otros debe parecer interminable.
El aterrizaje. La incertidumbre acechando del otro lado.
Afuera, decenas de personas los esperan, aplauden y cantan el himno ucraniano. No han llegado a casa. Pero están a salvo.
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