Según los matemáticos –y otros que no lo son–, los números también son poesía. Es posible. A veces, poesía dura, amarga, cruel. Otras, de campanas al viento…
En su edición de hoy, el diario alemán Berliner Zeitung explota en su tapa con tres fechas: 1961 – 1989 – 2018.
Y al pie, otro número: 10.316.
Rápida y conmovedora aclaración del enigma: la misma cantidad de días que Alemania y el mundo atravesaron con el oprobioso Muro de Berlín desde su nacimiento –en secreto, entre gallos y medianoche– hasta su demolición, que fue mucho más que un estrépito de martillazos y cascotes. Fue, nada más, nada menos, que el fin de siete décadas de comunismo soviético y su aterrador saldo global: cien millones de muertos.
En adelante –hoy mismo, incluso–, esa pesadilla de 10.316 días será casi una helada crónica, también numérica, en los libros de Historia. Por ejemplo, “a lo largo de la madrugada del 13 de agosto de 1961, catorce mil soldados de la entonces Unión Soviética levantaron en Berlín Este (Alemania Oriental), el mayor símbolo de la Guerra Fría: un muro tan gris como fue la vida en ese punto del mundo después del fin de la gran guerra 1939-1945″.
Derrotada la Alemania del Tercer Reich y su sueño de poder milenario, los países aliados dividieron a Berlín en cuatro zonas, cada una a cargo de la bandera vencedora: un trágico bifronte de Libertad y Dictadura… con una sombría obra maestra del sarcasmo: la mitad comunista se proclamó como “República Democrática Alemana (RDA)” y justificó la construcción del muro con otro récord de la hipocresía: “Para evitar la contaminación capitalista e impedir que elementos fascistas escapen hacia la zona occidental”.
De bloques de hormigón armado y erigido a lo largo de 58 kilómetros, la altura de la infinita barrera variaba entre los dos metros y medio y los tres metros sesenta centímetros, según el mayor o menor riesgo de fuga de los habitantes. En buen romance, una gigantesca prisión…
Pero como los sueños de libertad jamás se apagaron, la RDA sembró ese vasto trayecto de trampas mortales. Torres de vigilancia (309) con expertos tiradores listos día y noche para actuar ante el primer movimiento sospechoso. Alarmas: una barrera metálica de casi dos metros de altura. Alambradas de púa. Más de mil perros entrenados para despedazar a los fugitivos que lograran llegar hasta la base del muro. Triángulos de acero: clásico erizo checo de contención. Potentes reflectores oscilantes para barrer hasta el último punto de sombra.
En esos 10.316 días reinaron los mismos nubarrones de todas las dictaduras: desesperación por huir, control absoluto del gobierno sobre sus vidas, espionaje, fusilamientos de disidentes, frío insoportable en los edificios semidestruidos durante la guerra, sideral atraso tecnológico, censura sobre las obras de arte que el régimen considerada “disidentes”(Nota: Hitler las llamaba “arte degenerado”).
Pero el muro fue levantado a velocidad récord por una razón más poderosa que la ideología: entre 1949 y 1961, años de frontera abierta entre las dos Alemanias,… ¡más de tres millones de almas abandonaron la comunista!
De a poco, y ya alzado el muro, la política de controles internos sobre la población se tornó cada día más asfixiante. Ojos de lince y atención de gavilán sobre la circulación de autos, y hasta prohibición de que los trenes y los subtes que unían ambas zonas se detuvieran en las estaciones orientales. Que, abandonadas, se convirtieron en lúgubres túneles.
Ninguna protesta del mundo libre contra el muro levantó siquiera a medias el telón, salvo en el Año Nuevo de 1963: cien mil berlineses occidentales pudieron reunirse unas horas con sus familias atrapadas en la zona enemiga…
Mientras tanto, la imaginación de los desesperados no cesaba: aunque con escasa suerte, unos pocos lograron romper el cerco jugándose la vida, y algunos, perdiéndola. Fugas por un cable de alta tensión. Un tren con treinta pasajeros que aceleró, quebró unos bloques y siguió viaje al grito del maquinista:
—¡Paso al tren de la libertad!
Globos aerostáticos improvisados. Túneles cavados fatigosamente durante semanas. Un avión liviano casero con motor de auto. Intentos que impulsaron a los matones y asesinos de la RDA a extender el muro, en 1975, casi al doble: más de 120 kilómetros. Lo llamaron el Muro de la Cuarta Generación. Redobló soldados, vigías, francotiradores, alarmas, trampas mortales…, pero la suerte estaba echada.
El Berliner Mauer –su nombre en alemán–, el Muro de la Vergüenza, y todos los nombres acumulados en sus casi tres décadas, fueron lentamente arrasados por los cambios que la misma Unión Soviética puso en marcha para borrar el brutal pasado marxista–leninista–stalinista: la Glasnost (transaparencia) y la Perestroika (reestructuración) desplegados, en ese orden, por Mijaíl Gorbachov y Boris Yeltsin entre 1985 y 1999.
Entonces, ¿muro para qué?
Además, flaqueaba: ni balas ni perros pudieron impedir que en septiembre de 1989 más de trece mil habitantes de la zona oriental lo perforaran y huyeran a Hungría, un presagio antes de los golpes de piqueta…
Sin embargo, la novela negra todavía prometía suspenso: el 6 de noviembre de ese mismo año, Günther Schabowski, hombre del Politburó, en conferencia de prensa y ante una pregunta del periodista Riccardo Ehrman, de la agencia italiana ANSA (“¿Cuándo entrará en vigor la Ley de Permiso de Viajes?”), sin consultar el documento que tenía en la mano, respondió:
–Ab sofort (de inmediato).
Fue el estallido de un volcán. Las radios y los canales de ambas zonas de Berlín gritaron:
–¡El muro está abierto!
La avalancha, imparable, empezó entonada con canilla libre, lágrimas, gritos de libertad, abrazos entre desconocidos, y tres días después, el 9 de noviembre, ese mismo ejército, con palas, picos y martillos, ejerció el supremo acto de justicia: la libertad.
Los bloques se derrumbaron para siempre entre música y cantos, animados nada menos que por el genial celista Mstislav Rostrópovich, que pasó largos años en su exilio de Berlín Oeste.
Por cierto, el después no fue fácil. La inserción de los habitantes del Este en el mundo laboral o simplemente humano del Oeste fue una cruzada en todo aspecto: social, moral, económico. Porque, ¿cómo levantar, restaurar a dos generaciones quemadas por la tiranía, el recelo, el terror y su veneno?
Pero sucedió. Aquellos 10.316 días de espanto, de insulto a la humanidad, acaban de equilibrar la balanza de la Justicia con otros 10.316 días de libertad.
Aquella que cantó Paul Eluard (1895–1952) en su poema: “En mis cuadernos de escolar / en mi pupitre/ en los árboles /en la arena y en la nieve /escribo tu nombre…”
O simple y luminosamente, en las tres fechas de tapa del diario Berliner Zeitung: 1961–1989–2018.
O dos veces 10.316 días. El paso del oscuro túnel al reino de la luz.
FUENTE: INFOBAE NOTICIAS
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