Hace un par de semanas fuimos a la costa de vacaciones con mi familia. El último día salíamos de la playa cargando bolsos y un barrenador, y nos frenamos sobre la vereda a sacudirnos la arena. En eso escuchamos gritos. Un hombre insultaba a su hijo chiquito porque se había caído en la vereda y se había raspado. Agitaba un casco en el aire y gritaba furioso, mientras amagaba a subirse a su moto. Muchos de los que pasamos nos frenamos, encendidos de indignación, midiendo cómo podríamos actuar de algún modo. Finalmente el tipo se subió a su moto, y el niño atrás. Cuando decidimos retomar la caminata hacia el auto, Magui, una de nuestras hijas, lloraba sin consuelo.
Así como nuestro sistema nervioso cuenta con un complejo sistema para detectar amenazas a nuestra integridad física, como la sensibilidad dolorosa, por ejemplo, también cuenta con un sistema para detectar amenazas a nuestros congéneres, a los nuestros. Funciona haciendo que nos duela el dolor ajeno, y que podamos actuar para aliviarlo. A esa aptitud, muy compleja por cierto, se la conoce como empatía.
Escuché por primera vez la palabra empatía hace poco menos de veinte años, durante el período de formación en neurología. Entre las actividades académicas que teníamos en el hospital, había un seminario bibliográfico, que se hacía todos los jueves. Cada residente llevaba un paper de neurología estudiado y resumido, y lo comentaba con el resto del servicio, con los compañeros y con los jefes. Mi compañera Laura llevó un trabajo sobre las razones neurobiológicas de la contagiosidad de los bostezos. Ni los jefes, ni el resto de los residentes, había escuchado antes el término empatía, sobre la que iba el trabajo, y la mayoría, tampoco sobre las neuronas espejo, que también se mencionaban. En ese momento, alrededor de la mesa del servicio, en una rueda de mates y con una bandeja de facturas regalada por un visitador médico, todos nos quedamos sorprendidos con el concepto de que existiera un sistema cerebral de lectura, pero también de contagio, de las emociones ajenas. En el artículo se abordaba cómo el presenciar el bostezo en otro, activaba en el cerebro el mismo patrón del bostezo propio. La conclusión era que el bostezo se contagia por solidaridad.
Actualmente el término empatía se ha masificado. Todos lo escuchamos y lo usamos diariamente con un rango de acepciones bastante amplio. Incluye desde una sensibilidad por lo que le pase a otro, la capacidad de ponernos en el lugar de los demás, una propensión hacia la solidaridad y hasta una actitud piadosa ante la desgracia ajena. También usamos el término a modo de reclamo. Cuando observamos que alguien se muestra insensible a la situación dolorosa de otro, decimos que tendría que ser más empático. También para valorar contenidos artísticos, como una peli, una pintura o un texto: genera empatía, decimos cuando suscita una emoción conmovedora. Sin embargo, en este paso a la popularidad, el término se ha romantizado y se ha corrido un poco del original.
El sustrato neurológico de la empatía involucra a las llamadas neuronas espejo. Son conjuntos de neuronas distribuidas principalmente en el área motora suplementaria de nuestros lóbulos frontales y en los lóbulos parietales. Estas neuronas se activan de manera análoga cuando realizamos una acción, tanto como cuando vemos esa acción en otro. Si yo bostezo se activan con un patrón. Si veo que otro bosteza, se me activan con similar patrón. Si en mi cerebro se activa el patrón del bostezo, sin que yo haya bostezado, voy a tener ganas de bostezar. Se llaman neuronas espejo, porque reflejan el comportamiento de los demás en nuestro propio cerebro. Encienden en nosotros una simulación de la acción del otro, como forma de alcanzar la más certera interpretación posible.
La neurociencia ha hecho desarrollos importantes en los últimos tiempos sobre el fenómeno de la empatía. Por empezar ha podido medirla. Así vemos que el 99% de la población tiene empatía (el 1% que no, se ve en las personalidades psicopáticas). También que la capacidad de empatía varía entre las distintas personas. Hay individuos más empáticos que otros. Y también que la empatía aumenta según la proximidad que tengamos con quién empaticemos. La desgracia ajena produce impactos diferentes si la persona afectada pertenece o no a nuestro grupo social. Así, nos duele más una catástrofe en nuestra región que en otra que consideremos remota. Es la empatía la que nos hace afligirnos ante el sufrimiento de otro, y también la que nos hace reírnos cuando vemos a alguien tentado, sin saber de qué se ríe. La empatía es una función neurológica fundamental para la vida en sociedad.
La neurociencia reconoce un componente cognitivo y otro emocional, en la empatía. El primero se refiere a conocer la intención de los demás deduciéndola a partir de percibir su comportamiento motor. Si estoy sentado en un bar y tengo delante a alguien cortando una milanesa con cuchillo, se activará en mi cerebro el patrón motor de cortar comida, seguramente asociado a alimentación, tal vez a hambre. Pero si esa persona de pronto levanta la mano y empuña ese mismo cuchillo, se me encenderá un patrón motor de violencia, y eso va a despertar alarmas. El segundo componente, el emocional, se refiere a sentir la emoción que siente el otro. Esto se da a partir de la interpretación de la mímica facial, pero también de las inflexiones de la voz. La evolución ha entendido que la forma más precisa de captar lo que le siente el otro, es sentirlo nosotros mismos.
Ahí es donde aparece la diferencia entre el término empatía original y el popularizado. El primero se refiere a una aptitud de la especie, a un sentido complejo que no podemos sino tener y que nos acompaña desde muchas decenas de milenios. El segundo, el que usamos todo el tiempo, se refiere a qué hacer con esa sensibilidad que nos es innata. Cómo identificarla, fomentarla y valorarla para mejorar nuestra vida en sociedad. Y ahí es donde la empatía humana va creciendo, en su identificación, en su potenciación y fomento cultural.
Curiosamente, varios grupos de científicos dedicados a estudiar estos temas, señalan que los circuitos neuronales implicados en la empatía se asemejan mucho a los circuitos implicados en la violencia y la agresividad. Estos autores sostienen que el fomento de uno, tendería a la inhibición del otro. En otras palabras, que más empatía es menos violencia. El tipo de la moto y Magui, posiblemente hayan tenido patrones de activación similares en sus cerebros, pero el tipo ejercía violencia y Magui ejercía su empatía.
Actualmente se registran niveles de empatía más altos que apenas unas décadas atrás. Ahora, uno de los valores más distribuidos entre las creencias humanas es que nada tiene más valor que la vida misma. La vida humana y, cada vez con más fuerza, todas las vidas sobre nuestro planeta. La propagación de ese valor, posiblemente más arraigado en las generaciones nuevas, puede ser interpretado como un aumento de la empatía general. Como un plegamiento cultural que multiplica lo que de por sí ya es biológico: congraciarnos con lo que le pasa al otro y asumir nuestra interdependencia.
Tener visión no significa saber leer. Saber leer, no implica disponerse leerle un cuento a una chica, a un chico, en las noches. Una cosa es haber nacido con neuronas espejo. Otra cosa es convertir esa sensibilidad en una vocación. Y otra es convertir la vocación en oficio, en cultura. Como todo el trabajo detrás de que Fito Páez haya dejado suspendido en el aire: “quién dijo que todo está perdido, yo vengo a ofrecer mi corazón”.
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