El terrible bombardeo de Kure, que destruyó la armada imperial de Japón y anticipó el ataque con bombas atómicas

bombardeo de Kure
Oleadas de bombarderos B-29 de última generación destruyeron los restos de la flota imperial japonesa amarrada en el puerto de Kure, que ya no podía navegar por falta de combustible (The Grosby Group)

Duró cuatro días, entre el 25 y el 28 de julio de 1945. Cuando terminó, el gigantesco bombardeo de la aviación estadounidense había destruido más del cuarenta por ciento de la ciudad japonesa de Kure, al sur de la prefectura de Hiroshima, que había sido desde su fundación, en 1903, arsenal y base naval de la Armada Imperial.

No sólo habían quedado en escombros Kure y sus pueblos vecinos, Kegoya, Yoshiura, Aga, Nigata, Tenno y las villas Hiro y Showa: los últimos restos de la otrora orgullosa armada japonesa también habían sido destruidos por el bombardeo a Kure y yacían hundidos, escorados o encallados en la base naval. No era una gran victoria militar para Estados Unidos, pero era una sensacional victoria psicológica. A inicios de ese mes, los grandes buques de guerra japoneses que todavía estaban en servicio, fueron anclados en Kure. No podían navegar. Japón no tenía combustible para mover aquellos portaaviones, acorazados y cruceros, los pocos que quedaban, de modo que los barcos fueron inmovilizados para ser usados como baterías antiaéreas. Unos gigantes del mar, convertidos en trincheras flotantes.

El gran bombardeo a Kure ni siquiera fue la primera de las incursiones aéreas contra la ciudad. Entre mayo y junio de ese año, flotillas de bombarderos B-29 habían destruido la factoría naval de Hiro y el 1 de junio, Kure recibió la primera gran oleada de ataques aéreos americanos que contaron con el apoyo de tres portaaviones británicos el “Formidable”, el “Victorious” y el “Indefatigable”.

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El acorazado Hyuga, destruido mientras era usado como trinchera flotante en el puerto de Kure el 24 de julio de 1945 (The Grosby Group)

Japón marchaba a pasos veloces hacia su destrucción. Había prolongado la Segunda Guerra que, en julio de 1945, llevaba tres meses silenciada en Europa, con Alemania y su sueño de un Reich de mil años sepultado en el edificio de la Cancillería de Adolf Hitler. Los señores de la guerra nipones, enquistados en el gabinete del emperador Hirohito, no concebían la rendición de ningún tipo, mucho menos la incondicional que exigían las tres grandes potencias aliadas, Estados Unidos, Gran Bretaña y la Unión Soviética. Japón combatiría hasta el último de sus habitantes.

Para minar la empecinada e inútil, resistencia japonesa, los aliados, en especial Estados Unidos, habían ideado una política de “bombardeos estratégicos” que empezaron a desarrollar, con dudoso éxito en el inicio, en abril de 1942, cuatro meses después del ataque japonés a Pearl Harbor y de la entrada de Estados Unidos a la Segunda Guerra Mundial. Ese primer ataque aéreo a Japón fue un fracaso militar, pero un éxito de propaganda para Estados Unidos. Dieciséis bombarderos B-25 habían despegado del portaaviones “Hornet” para atacar objetivos militares en Yokohama, Tokio y a unos campos de aviación japoneses en territorio chino. Ninguno de los aparatos alcanzó su destino, varios fueron derribados, dos pilotos fueron apresados por los japoneses y otro bombardero aterrizó en la URSS. Un desastre militar, pero un alivio en la publicidad de la guerra para demostrar que Estados Unidos había devuelto el bofetón de Pearl Harbor.

No fue sino hasta la aparición en los cielos de los bombardeos B-29, con mayor autonomía y mayor capacidad para transportar bombas, y hasta la recuperación de las Islas Marianas en el Pacífico, en especial Guam y Tinian, que Estados Unidos tuvo la posibilidad de provocar reales daños a Japón.

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El humo luego de los impactos de las bombas arrojadas por la aviación norteamericana desde los B-29 en el puerto de Kure que destruyeron por completo a la armada imperial de Japón (The Grosby Group)

La primera incursión de bombarderos B-29 sobre Japón se produjo el 15 de junio de 1944 con aviones que despegaron desde bases chinas. El primero de los ataques de gran envergadura sobre Tokio fue el 24 de noviembre de 1944, cuando ochenta y ocho aparatos arrojaron sus bombas sobre la capital del imperio a gran altura, diez mil metros. Sólo alcanzaron la ciudad el diez por ciento delos explosivos.

Entonces, sucedieron dos hechos decisivos. La XX Fuerza Aérea, que dirigía el general Hap Arnold, cambió de mando: Arnold fue sustituido por el general Curtis Le May que tomó también dos decisiones vitales: que los aviones americanos bombardearan sus objetivos desde baja altura, unos dos mil quinientos metros, y que lanzaran bombas incendiarias. Las ciudades japonesas, en especial Tokio, estaba construida casi por entero en madera y papel para evitar los daños que podían producir los terremotos. Japón le temía a la tierra, no al cielo. Y el horror llegó desde las alturas y no desde las profundidades. Y estuvo a cargo de la USAAF (United States Army Air Force – Fuerzas Aéreas del Ejército de Estados Unidos). La USAF (United States Air Force) fue creada recién en 1947.

En los últimos siete meses de campaña aérea contra Japón, sesenta y siete ciudades resultaron destruidas en forma total o parcial: desde Toyama, en un noventa y nueve por ciento, hasta Yokohama (cincuenta y ocho por ciento) Kobe (cincuenta y seis por ciento) y la propia Tokio (cincuenta y un por ciento). Los bombardeos estadounidenses dejaron un saldo de al menos quinientos mil muertos y de cinco millones de personas sin hogar. Fue la posibilidad, cierta por otro lado, de la destrucción total de Tokio lo que llevó a parte del gabinete del emperador a que el 10 de marzo de 1945 decidieran entablar conversaciones de paz. Pero alcanzar la paz siempre lleva mucho más tiempo que iniciar la guerra. Entre marzo y septiembre de ese año, todavía faltaba mucha sangre a ser derramada en la Guerra del Pacífico, incluida la que cayó en los dos ataques nucleares lanzados en Hiroshima y Nagasaki, el 6 y 9 de agosto, que dejaron un saldo de doscientos veinte mil muertos.

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Otra imagen del Hyuga a punto de hundirse en el puerto de Kure (The Grosby Group)

A Kure el infierno que llegó del cielo se desencadenó el 24 de julio. Los aviones americanos partieron desde portaaviones en un total de mil setecientas cuarenta y siete misiones contra la flota japonesa anclada en Kure y sin posibilidad de moverse por falta de combustible. Eran los restos de la Armada Imperial. Tres años antes, durante la batalla naval de Midway librada entre el 4 y el 7 de junio de 1942, Japón había perdido a cuatro de sus portaaviones, “Akagi”, “Kaga”, “Hiryu” y “Soryu”, un crucero pesado y doscientas cuarenta y ocho aeronaves; había perdido también a tres mil cincuenta y siete tripulantes entrenados y aguerridos y a la flor y nata de la aviación naval.

El ataque a Kure hundió al acorazado “Hyuga”, al crucero “Aoba”, al portaaviones “Amagi” y a tres buques de prueba. Entre el 25 y el 28 de julio, las siguientes oleadas de bombarderos americanos hundieron a los acorazados “Ise” y “Haruna”, a los cruceros “Oyodo” y “Tone” y el casco todavía sin completar del submarino “I-404″ y a otros tres portaaviones, “Hosho”, “Kaivo” y “Katsuragi”. Las fuerzas japonesas, todos marineros en tierra, destruyeron ciento treinta y tres aviones americanos y mataron a ciento dos tripulantes. Cuando el ataque aliado terminó, Kure era una sombra de lo que había sido y la Armada Imperial estaba muerta.

Como la historia es, además, caprichosa, quiso el destino que mientras caían las primeras bombas sobre Kure, en la Alemania derrotada, el presidente estadounidense Harry Truman, el primer ministro Clement Attlee, que había reemplazado a Winston Churchill luego de derrotarlo en las elecciones que siguieron a la guerra, y el soviético José Stalin decidieran el destino de Japón en la conferencia de Potsdam, una ciudad alemana vecina a la derruida Berlín y a orillas del río Havel.

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El portaaviones Amagi de la Armada Imperial de Japón semi hundido en el puerto de Kure (The Grosby Group)

Una semana antes, el 17 de julio, Truman había recibido un enigmático mensaje telegráfico que decía: “El niño ha nacido bien”. El “niño” era la bomba atómica, que había sido probada con éxito en el desierto de Nuevo México por el equipo que dirigía Robert Oppenheimer. Estados Unidos tenía en sus manos un arma nueva, desconocida y letal, capaz de cambiar el curso de la guerra.

Lo primero que hizo Truman fue revelarle a Attlee el resultado de la prueba nuclear y ocultárselo a Stalin, a quien le sólo le confió que su país tenía un arma muy poderosa. Por alguna razón, Truman tomó la cara de nada que puso Stalin como una incapacidad del soviético de comprender cuál era el contenido de sus palabras. No era así. Stalin había entendido todo y más y, al regresar a Moscú, dio orden de intensificar el desarrollo de una bomba atómica soviética.

Aquel 24 de julio, mientras las bombas caían sobre Kure y sobre los restos de la armada imperial japonesa. Truman aprobó el texto final de lo que luego sería conocido como “Declaración de Potsdam”. Al día siguiente, anotó en su diario, tal vez con la intención de que quedara un testimonio histórico de ese instante: “El arma ha de ser empleada contra Japón entre hoy y el diez de agosto. He comunicado al Secretario de Guerra, el señor Stimson, (Henry, secretario de Defensa y de Guerra) que proceda de modo que la bomba sea lanzada contra objetivos militares, incluyendo soldados y marinos, pero no mujeres y niños. Aun cuando los japoneses hayan demostrado ser unos bárbaros fanáticos y despiadados, nosotros, como líderes del mundo civilizado y garantes del bien común, no podemos dejar que esta terrible bomba caiga sobre la antigua capital de Japón (Kioto) o sobre la nueva (por Tokio)”.

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Otra imagen del portaaviones Amagi, escorado (The Grosby Group)

El documento de Potsdam trazaba también el futuro de Japón bajo las autoridades aliadas: “Nuestros términos son los que siguen y no nos apartaremos de ellos. No hay alternativas y no toleraremos dilación alguna. La autoridad e influencia de aquellos que han traicionado y abusado de la confianza del pueblo japonés embarcándolo en una guerra de conquista ha de quedar suprimida para siempre. (…) . No tenemos intención de esclavizar a los japoneses como raza o destruirlos como nación, pero todos los criminales de guerra habrán de afrontar el severo juicio de la ley. Se establecerá la libertad de expresión, de culto y de pensamiento, así como el respeto por los Derechos Humanos. Japón podrá conservar cuantas industrias resulten necesarias para el mantenimiento de su economía. Las fuerzas de ocupación aliadas se retirarán de Japón tan pronto se hayan alcanzado esos objetivos y se haya establecido, en consonancia con la voluntad libremente expresada por el pueblo de Japón, un gobierno responsable y de orientación pacífica. Exhortamos al gobierno japonés a proclamar ahora la rendición incondicional de todas las fuerzas armadas japonesas. La alternativa para Japón es la inmediata y total destrucción”.

La última frase era una terrible amenaza para Japón hecha por el mismo hombre de Estado que líneas antes había expresado su intención de que las armas de su país no afectaran a mujeres y a niños. Pese a esa amenaza, el gobierno japonés se negó a la rendición incondicional, amenazó en parte con un golpe de Estado que llevara al emperador a un exilio interno, y a resistir casa por casa la inevitable invasión aliada. Caso lo consiguen.

En la mañana del 25 de julio, cuando en Kure se hundían los restos de la Armada Imperial y no se habían apagado los incendios que destruían la ciudad, el general Cari Spaatz, comandante de la Unidad Estratégica del Ejército en el Pacífico, recibió una orden de Stimson y del general George Marshall, jefe del Estado Mayor del Departamento de Guerra. Decía que debían ser lanzadas dos bombas “especiales” sobre Japón: “El Grupo 509 de Bombarderos, integrado en la 20.ª Fuerza Aérea, procederá al lanzamiento de su primera bomba especial tan pronto las condiciones atmosféricas hagan posible un bombardeo visual con posterioridad al tres de agosto de 1945, sobre uno de los objetivos: Hiroshima, Kokura, Niigata y Nagasaki (…) Más bombas se lanzarán sobre los objetivos antedichos tan pronto como el equipo del proyecto disponga de ellas”.

El fuego de Kure iluminaba el infierno que iba a caer sobre Japón.


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