CHICAGO| La cabeza de Bobby Kennedy está apoyada sobre una chaqueta que alguien le puso a modo de improvisada almohada. La sangre sale a borbotones. A su lado hay un joven camarero de rodillas que mira con expresión desesperada. De pronto, el senador y candidato presidencial con grandes posibilidades de llegar a la Casa Blanca, le pregunta algo al chico. Este se saca del cuello el rosario que le había dado su madre cuando partió a ganarse la vida en California y lo puso entre las manos de Bobby. Es Juan Romero, un inmigrante mexicano de 17 años que esa madrugada asistió al senador mientras agonizaba por los balazos supuestamente disparados por Sirhan Sirhan, un palestino que permanece en la cárcel desde entonces.
Romero vive ahora en San José, California, y desde allí relata lo que recuerda de esa madrugada trágica en cada documental de televisión y en las notas que se publican en estos días en todos los grandes medios de Estados Unidos. Era un admirador de los Kennedy. Los veía muy cercanos a los inmigrantes y pensaba que entendían mejor que ningún otro político estadounidense lo que sucedía en México. Cuando supo que Bobby iba a hospedarse en el hotel Ambassador, donde trabajaba de camarero, hizo todo lo posible para conocerlo. “Le ofrecí a mi compañero darle las propinas y levantar todas sus mesas para me dejara ir a mí a llevarle cualquier cosa que pidiera de la habitación”, cuenta.
El sueño se le cumplió unas horas más tarde cuando llamaron de la suite del senador. “En cuanto abrieron la puerta, ahí estaba enfrente de mí contra una ventana hablando por teléfono. Volteó hacia nosotros, puso el teléfono en su lugar y dijo ‘come on in boys’ (entren chicos)”, recordó Romero en una entrevista con Los Angeles Times. “Te miraba con distinción. Te miraba directamente a los ojos, te sonreía. Me dio una fuerte estrechez de mano como diciendo ‘este saludo es honesto’. No me sentía como un mexicano, o un busboy, me sentía lo más americano, me sentía con honor”.
Dos noches más tarde, Romero estaba en la cocina de guardia. “Podíamos oír toda la gente gritando y darle el apoyo; había mucha emoción”, dice. Cuando vio a sus compañeros correr hacia la puerta que daba al salón de banquetes, él también se coló entre la gente para ver al senador que caminaba hacia el lugar. “Miré que Robert Kennedy estaba saludando a cualquier mano que le ponían enfrente. Dije ‘voy a felicitarlo y a ver si se acuerda de mí’. Estiré mi mano derecha lo más que pude para que él me saludara de vuelta y cuando llegó a mí me saludó y dio un paso y fue cuando oí los balazos”, relata.
Bobby tenía 42 años aunque representaba menos por su aspecto juvenil. Era introvertido y siempre estaba acomodándose el jopo de su cabello castaño claro. Sus ojos azules y su mueca de timidez atraía particularmente al electorado femenino al tiempo que no aparecía como amenazante para el masculino. Por uno de esos misterios de la política, a pesar de tener una formación católica conservadora terminó siendo el candidato de los que luchaban por los derechos civiles y contra la guerra de Vietnam. En ese 1968 los analistas decían que representaba a la Nueva Izquierda. Siempre prefería charlar con poetas como Robert Lowell o Allen Ginsberg antes que con un político de provincias con quien tuviera que hacer algún arreglo a cambio de votos. Se entrevistó varias veces con Martin Luther King pero nunca fueron amigos; no tenían mucho en común. En cambio, tuvo una amistad profunda con el líder hispano de los trabajadores rurales, César Chávez. Éste ya era un héroe entre los inmigrantes mexicanos y los estudiantes californianos cuando lanzó una huelga por “la Causa” de los hispanos y un aumento salarial para los recolectores de uvas y verduras. Después de muchos “¡Viva la huelga!” y un boicot de meses, Chávez logró que se les aumentara la hora de trabajo a 1,75 dólares. Desde entonces, Bobby Kennedy terminaba sus actos en algunos estados con un “¡Viva la Huelga! ¡Viva la Causa!”, pronunciados en un spanglish muy gracioso.
Su oposición a la guerra fue una postura que no le había sido fácil de adoptar. Venía de una familia de héroes militares y hasta había bautizado a sus hijos con nombres de generales que él admiraba cuando era un adolescente. Pero también sabía que esta intervención en Vietnam era inmoral para sus convicciones cristianas; aunque nunca estuvo de acuerdo con los estudiantes de clase media y alta que se negaban a hacer el servicio militar. En los actos en las universidades les decía a los estudiantes que si ellos no iban a la guerra “todo el peso recaerá sobre los muchachos más pobres”. Al mismo tiempo adoptó una posición muy liberal en temas de Economía. “No encontraremos ni el propósito nacional ni la satisfacción personal en una mera continuación del progreso económico, en una acumulación sin fin de bienes mundanos. No podemos medir el espíritu nacional por el promedio Dow Jones ni el Producto Bruto Interno…El PBI no mide ni nuestro ingenio ni nuestro valor, ni nuestra sabiduría ni nuestro aprendizaje, ni nuestra compasión ni nuestra devoción al país. Mide todo excepto lo que hace que la vida valga la pena. Puede decirnos todo acerca de nuestro país, excepto si estamos orgullosos de ser americanos”, dijo en uno de sus últimos discursos.
Sin duda, Bobby Kennedy era un político diferente. Había llegado en el momento oportuno. Con ese discurso unos años antes o después no habría tenido ninguna posibilidad de llegar a la Casa Blanca. Pero ahora crecía por minuto en las encuestas. Hacía recorridos en tren y la gente esperaba que el convoy pasara para vivarlo mientras mostraban carteles de “I love Bobby” o “Kiss me Bobby”. Era una estrella del rock. Su manejo de las cámaras le valió el apodo, por parte de sus contrincantes, de “Hollywood Bobby”. Pero, al mismo tiempo, también crecieron los peligros por su seguridad. Cuando asesinaron a su hermano había dicho “ojalá hubiera sido yo y no él”. Jackie, la viuda, le había comentado en esos días al historiador Arthur Schlesinger: “¿Sabe lo que pienso que le va a pasar a Bobby? Lo mismo que a Jack”. Y él mismo le había confesado al escritor Romain Gary en una entrevista de campaña: “Sé que, tarde o temprano, va a haber un atentado contra mi vida. Y no creo que vaya a ser por razones políticas sino por contagio. Por emular lo ya sucedido“.
El 4 de junio, Bobby ganó la primaria de California. Derrotó a McCarthy por 45% a 42% de los votos, con Humphrey en un lejano 12%. Bobby estaba tan contento como cansado cuando habló esa noche a sus seguidores que se habían congregado en un gran salón del hotel Ambassador de Los Angeles. Eran las 12:05 del 5 de junio y la gente hacía horas que esperaba este discurso. Fue breve, sin mayores definiciones. “¡Vamos ahora a la convención de Chicago. Allí vamos a ganar!”, finalizó y muchas personas empezaron a empujar para acercársele. Tenía un solo guardaespaldas asignado por el FBI, el agente William Barry, y otros dos contratados por la campaña, ambos ex atletas muy fornidos. Los periodistas querían hacerle notas y presionaban al jefe de campaña, Fred Dutton, para que armara una conferencia de prensa. Había tanta gente que Bobby no podía salir del lugar por la puerta principal como estaba previsto y Dutton y Barry decidieron sacarlo por una puerta trasera que daba a la cocina del hotel. Los guardaespaldas le abrieron un camino pero la multitud se llevó a Bobby para otro costado. Allí estaba el maître Karl Uecker que se ofreció a guiarlo hasta la salida. Uecker llevaba a Kennedy del brazo y lo condujo a través de la cocina donde el personal quería saludarlo y se agolpaba para estrechar su mano. Varios de sus seguidores también habían ingresado al lugar para verlo. Pasaban por un pasillo estrecho entre una máquina de hielo y una secadora, cuando se le acercó el chico inmigrante mexicano al tiempo que se escuchaban los primeros disparos.
“Pensé que eran cuetes, que alguien estaba celebrando la victoria”, cuenta Romero. “Volteé a la derecha donde estaba el senador y lo vi ya en el piso. Yo pensaba que lo habían tumbado para protegerlo. Dije, ‘a lo mejor se golpeó en el cemento’ y corrí a tratar de mantener su cabeza entre mi mano y el agua sucia que estaba sobre el suelo. Sus labios se estaban moviendo. Puse mi oído al lado de sus labios y oí que decía ‘is everybody ok?'(¿Están todos bien?) Yo le dije ‘sí, todo el mundo esta bien’. Me dijo: ‘Todo va estar bien’“.
El camarero movió su mano hacia el cuello del senador y sintió cómo la sangre pasaba por entre sus dedos. “Recién ahí me dí cuenta que era muy grave”, dice. Luego llegó la esposa, Ethel, seguida de unos paramédicos que pusieron al senador en una camilla y se lo llevaron al hospital. Romero se acordó que Bobby era muy católico y que él tenía colgado el rosario que le había dado su mamá como bendición cuando dejó su casa de Nayarit. “Se lo puse entre el dedo gordo y los otros dedos. Así, a las apuradas. Lo vi irse con mi rosario y sentí como que había hecho algo por él. Estaba más aliviado”, cuenta. “Después me vine abajo cuando me enteré que había muerto. Desde entonces trato de hacer todo para que se respete su memoria. Fue un gran hombre. Creo que hubiera cambiado a Estados Unidos y hasta el mundo“.
Boris Yaro, el fotógrafo free lance del diario Los Angeles Times que levantó su Nikon y tomó la icónica foto de Bobby desangrándose y el chico Romero mirando desesperado a la cámara, cuenta lo que recuerda de esa episodio:
Había llamado al periódico y me habían dicho que la noche ya estaba cubierta, así que no tenía que ir a trabajar. Decidí irme a casa porque no me sentía bien. Me puse a ver televisión y también encendí la radio, cuando comencé a escuchar los primeros resultados de la elección primaria demócrata me di cuenta de que tenía que ir a tomar algunas fotos, aunque fueran solo para colgarlas en mi pared. No quería hacer una foto rutinaria, del público o de él dando un discurso. Quería una foto de Bobby Kennedy victorioso, distinta, de cerca. Alguien de su staff me dijo que el senador tenía que ir a otra parte del hotel y que el mejor lugar para tomarle una foto sería en la cocina, donde tendría que pasar de salida, así que evité la aglomeración del discurso y me fui para allá. Había mucha gente en un espacio reducido, pero lo que más me preocupaba era que no había mucha luz para una buena foto. De un momento a otro, Robert Kennedy comenzó a caminar hacia nosotros. A mi lado estaba Bill Eppridge de la revista Life. Le grité: ‘Bobby, Bobby’, pero él solo me entregó una sonrisa con un gesto corto, nada muy llamativo. Cuando escuché los estruendos miré para ver si alguien estaba tirando cohetes o algo así hasta que la estampida de pánico de las personas que estaban allí me hicieron pasar por la cabeza la imagen de 1963 y pensé “Oh no, no otra vez”. No podía ser que fuera otro Kennedy, otro asesinato. Recuerdo que vi a Sirhan Sirhan, que ya había sido detenido por varios hombres. Yo agarré el arma, pero estaba muy caliente, así que la solté y fue allí donde vi a Kennedy tirado en el piso, en medio del pasillo. Tenía que tomar la foto. Lance el primer disparo. Click. Una mujer que estaba a mi lado me tomó del brazo y me gritó que no siguiera tomando fotos. ¡Por Dios señora, esto es historia!, le dije y seguí disparando la cámara.
Apenas se conoció la noticia todos los servicios de inteligencia y los periodistas comenzaron a preguntarse quién era este Sirhan Sirhan y cuál era el motivo para asesinar a Robert Kennedy. Había nacido en Jerusalén de una familia cristiana palestina y había obtenido la nacionalidad jordana. Cuando Sirhan tenía 12 años, la familia emigró a California. Hizo la escuela secundaria y realizó trabajos diversos hasta que se convirtió en un asistente en las caballerizas del hipódromo de Santa Anita. Asistió a varias iglesias cristianas y apoyó la causa palestina pero nunca fue un militante. Aunque todos los que lo conocieron aseguran que era un antisemita acérrimo y que estaba algo desequilibrado emocionalmente. Cuando allanaron su casa encontraron un diario en el que había escrito: “Mi determinación de eliminar a RFK se torna cada vez más en una obsesión inamovible. RFK debe morir. RFK debe ser aniquilado. Robert F. Kennedy debe ser asesinado… Robert F. Kennedy tiene que ser asesinado antes del 5 de junio de 1968”. La fecha podría tener algún significado especial ya que era el primer aniversario del inicio de la Guerra de los Seis Días entre Israel y sus vecinos árabes. Cuando Sirhan fue arrestado por la policía, encontraron en uno de sus bolsillos un artículo de Los Angeles Times sobre el apoyo de Kennedy a Israel publicado unos meses antes. En el juicio, Sirhan aseguró que no recordaba nada de lo que había sucedido en esos días. Y ya nadie cree que Sirhan hubiera actuado solo a pesar de que los jueces se niegan a reabrir el caso. Uno de los hijos del senador, Robert F. Kennedy Jr., y uno de sus mejores amigos, Paul Schrade, creen que Sirhan no pudo haber actuado solo y es posible que, simplemente, lo hubieran usado como “chivo expiatorio”.
Cincuenta años más tarde, el misterio continúa. Romero está jubilado y disfruta de la tranquilidad de los suburbios de San José, donde vive en California. La estructura principal del Hotel Ambassador fue demolida y en su lugar se construyó una escuela secundaria que lleva el nombre de Robert Kennedy.
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FUENTE: INFOBAE NOTICIAS
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