La primera nota que Osvaldo Soriano publicó en la revista Primera Plana lo expulsó de Tandil. Fue una provocación, una partida buscada, el argumento necesario para abandonar la ciudad. La nota se publicó el 15 de abril de 1969.
Fue la primera vez que apareció su nombre en un medio nacional. Soriano tenía veintiséis años. Desde hacía seis que vivía en Tandil.
La revista necesitaba a alguien que cubriera las procesiones de Semana Santa. Y mientras un periodista de la redacción viajó a San Juan para relatar el culto a la Difunta Correa, y otro a La Rioja, para explicar la veneración a la roca conocida como “El Señor de la Peña”, necesitaban un texto sobre el Via Crucis en Tandil.
El hombre indicado era Osvaldo Soriano.
Osiris Troiani, secretario de redacción, lo recordaba porque le había dejado sus datos tras la jornada de debate en la Biblioteca Bernardino Rivadavia, cuando había visitado Tandil. Recordaba también su interés por trabajar en la revista. “Desde hace tiempo hago el ejercicio de tomar las notas de La Nación y reescribirlas al estilo de Primera Plana“, le había dicho. Era la oportunidad ideal. Lo llamaron.
Su artículo enojó a la curia local.
Soriano exponía al padre Luis J. Actis, de 65 años, con 40 años de sacerdocio, como el paradigma del aplastamiento cultural y religioso de la ciudad, y al Calvario del Viernes Santo, como su propia creación, su propio espectáculo, que se tomaba tres meses para organizar, junto a una comisión ad-hoc.
Criticaba el “quiosco de santería del Calvario”, la venta de cruces de madera y velas, y destacaba la rebelión interna de los curas jóvenes al Vía Crucis.
“Una semana antes del acontecimiento, el padre Eduardo Pérez Guridi, 34, deploró desde el altar de la Capilla del Sagrado Corazón el engendro de Actis y sus acólitos. No faltó quien lo tildara de comunista. Poco después, el Domingo de Pascua, los padres Eloy Villaverde, 28, y Vicente Lahoz, 33, convulsionaban el ambiente con una misa a go go- ambientada en su templo de Santa Ana”.
En su texto de la procesión, Soriano soltaba esas ironías letales con las que avivaba las carcajadas entre los jóvenes de la confitería Rex. “Un parlante instaba a devolver las velas que Actis ordenó distribuir; competía con la banda militar, que asesinó la Marcha Fúnebre de Chopin”.
El artículo marcó la partida de Soriano de Tandil.
Había llegado seis años atrás, en 1963. Y se había integrado al grupo de jóvenes bohemios y transgresores que se habían iniciado con lecturas de Verne y a Salgari en la Biblioteca Rivadavia y estaban atentos a los clásicos del marxismo y del existencialismo.
Eran jóvenes vitales, con prácticas culturales propias, que no querían quedar subsumidos bajo el catolicismo integrista que irradiaba el padre Actis desde el púlpito de la Parroquia del Santísimo Sacramento o el elitismo jerárquico con el que se ordenaba la sociedad local.
Querían su propio universo, laico, abierto, transgresor.
Alrededor de esas mesas de la confitería Rex, pocos años antes que Soriano, en 1957, se había presentado un filósofo polaco. A primera vista nadie lo conoció y cuando los adolescentes le preguntaron cómo se llamaba, prefirió deletrear su nombre en una servilleta: G O M B R O W I C Z.
Un chico de 16 respondió emocionado.
-¡Ferdydurke! -gritó.
Ferdydurke, el libro de Wiltod Gombrowicz, había llegado a la Biblioteca Rivadavia ese mismo verano, y su bibliotecario, Amador Isasa, lo había puesto a disposición de los adolescentes: Jorge “Dipi” Di Paola lo había leído.
Cuando Soriano llegó a esa mesa de la confitería Rex, el maestro polaco que deslumbró a los jóvenes durante tres temporadas ya se había ido, pero las inquietudes literarias y filosóficas de los jóvenes permanecían intactas. Si no más fuertes.
Soriano agregaría un costado más personal a la praxis cultural de la juventud local: el cine. Pero antes del cine hizo, o probablemente haya hecho, un último intento por continuar su carrera futbolística que había iniciado en el sur, en la Liga Deportiva de Confluencia.
Aquellos años felices
Osvaldo Soriano había rodado ciudades desde su Mar del Plata natal. Había vivido en casas transitorias, sin bibliotecas, siguiendo el destino de su padre, el catalán José Vicente Soriano, gerente itinerante de Obras Sanitarias, que supervisaba las instalaciones de redes cloacales. Cuando llegó a Cipoletti, a los 13 años, ya había atravesado San Luis, una breve estadía en Tandil y Río Cuarto.
Se sentía en el Far West, caminando calles de tierra, donde las motos se escapaban hacia el desierto a la hora de la siesta. Era un territorio agreste, sin librerías, en el que los diarios de Buenos Aires llegaban con tres días de retraso. Por entonces sólo leía libros de motores, electrotécnicos, o las revistas de historietas que le compraba su mamá, Rayo rojo, Fantasías, El Pato Donald. También frecuentaba el cine. De hecho, su primera novia era la hija del dueño del cine.
Soriano estudiaba en la Escuela de Educación Técnica, del otro lado del río, sobre la calle Láinez, en la ciudad de Neuquén. Su padre lo soñaba ingeniero electrónico, él prefería el fútbol. Pero ninguno de los dos imaginaba la expulsión de la Escuela, en tercer año, por aquella llamarada que empezó a arder sobre la parte inferior del overol de un alumno, en el galpón que se usaba de taller.
Un fósforo encendido sobre un cepillo de cerda rociado de nafta cuando limpiaban un torno provocó la combustión. El maestro de Automotores logró salvar la situación con el rápido uso del extinguidor.
Broma o accidente, los tres alumnos fueron a la dirección, de la dirección al vestuario y del vestuario a sus casas. Expulsados.
Soriano no volvería a estudiar.
Muchos años más tarde, en un homenaje póstumo, Ricardo Piglia recordaría que cuatro de los más grandes escritores argentinos, Sarmiento, José Hernández, Roberto Arlt y Jorge Luis Borges, no habían terminado el secundario.
Después de aquel percance estudiantil, Soriano realizó trabajos de tornería y se inició y empezó a jugar al fútbol, primero en el club Cipolletti y después en Confluencia, en la zona de las chacras, detrás de la embotelladora de Pepsi. Llegó a participar en una gira en Chile, con amistosos en Temuco, Pucón y Villarrica, adonde llegaron con un micro alquilado, y también jugó en la Liga Deportiva de Confluencia –por lo menos en partidos de reserva, aunque algunos lo recuerdan que lo vieron en el banco de la Primera-.
Uno de los jugadores de la Liga en la que jugaba Soriano se convertiría en celebridad, como El Loco Pedro Prospitti, promesa de Unión Alem Progresista, y luego campeón de América en 1964 con Independiente. Otro jugador, como el Cuco Pedrazzi, que llegaría a marcar al Cabezón Enrique Omar Sívori en un clásico de Torino-Juventus, lo reservaría para sus cuentos. Como aquel gol de Soriano que arruinó el único campeonato que Obrero Dique pudo ganar en su historia, y tuvieron que salir custodiados por la Gendarmería después de permanecer 24 horas encerrados en un vestuario inundado, porque los bomberos se habían plegado a la conjura.
La mesa de los sueños
Soriano llegó a Tandil a los 20 años. La ciudad no le resultaba del todo ajena. Había vivido unos meses en su infancia, en contacto con tíos y primos, dado que su madre, Eugenia Goñi, hija de españoles de Pamplona, había nacido en esa ciudad. Para esa época, en 1963, su padre ya estaba en posición de retiro en Obras Sanitarias.
Se instalaron en una casa de Avellaneda 335, frente a la Plaza Moreno, y a cuatro cuadras del club Independiente de Tandil. Soriano todavía conservaba la tenue ilusión de ser jugador de fútbol. Le gustaba decir que tenía el pase en su poder. Independiente jugaba la Liga Tandilense junto a clubes como Ramón Santamarina, Ferrocarril Sud o Excursionistas. Se supone que el primer aliento para retomar su carrera futbolística se lo dio Pedro Gómez, director del Departamento de Fútbol, y que Soriano llegó a jugar un torneo interno de verano, con la intención de foguearlo, pero una várice o una lesión en la rodilla clausuró el sueño del retorno, aunque quizá nunca se haya iniciado.
Pero quedó al menos espacio para el fútbol informal, el de los sábados por la mañana, en el mismo club Independiente. Nicolas Gino Pizzorno, luego escribano e intendente local en el período 1987-1991, recuerda a Soriano en partidos “en los que entraban todos, catorce contra catorce”, como el recién llegado que se sumaba al grupo.
Después de un tiempo en un corralón de materiales de construcción, Soriano consiguió trabajo en la matriz del empleo industrial de la ciudad: la Metalúrgica Tandil.
Por aquellos primeros años sesenta, la empresa tenía una plantilla aproximada de dos mil personas. En la actualidad trabajan poco más de cien. Trabajó en la Sección Expedición, en el turno noche, de nueve de la noche a cinco de la madrugada. Atendía una oficina con poca actividad en ese horario. No había más que entregar herramientas o algún uniforme cuando se lo requerían. La Metalúrgica también empleó a Víctor Laplace como inspector de calidad de Producto, pero pronto marchó a Buenos Aires para iniciarse como actor, e incluso a Facundo Cabral, también oriundo de Tandil.
Hasta ese momento en la vida de Soriano no había rastros de lectura ni escritura.
“Yo empecé a leer literatura muy tarde –comentaría en entrevistas-. Hasta los 20 años fui un salvaje que no había leído nada, salvo historietas. Mi primer libro lo leí en 1961, Soy leyenda de Richard Matheson. De ahí salté desordenadamente a los clásicos del siglo XIX, Los Hermanos Karamazov, Madame Bovary, Rojo y Negro. Y el primer rioplatense que me golpeó muy fuerte fue Horacio Quiroga, especialmente los Cuentos de amor, de locura y de muerte. Muy cerca vino Roberto Arlt y después Julio Cortázar, que fueron un choque decisivo en mi iniciación como lector”.
El horario nocturno en la Metalúrgica le permitió el contexto adecuado para intentar sus primeros cuentos. Un gran aporte para su formación como lector lo realizó Juan Campagnolle, actor y novio de su prima Nilda Villarreal, que empezó a prestarle libros de su biblioteca.
Para esa época, Soriano estaba de novio con Ana, estudiante de Bellas Artes y amiga de Nilda. Tenía un Heinkel Kabine, un automóvil micro cupe, con puerta frontal, con el que llegaba a la tarde a la confitería Rex, con un bolso de ropa sucia que había usado en su entrenamiento de fútbol en Independiente. Empezó a frecuentar jóvenes vanguardistas hastiados del costumbrismo tandilense, de la palabra hegemónica y premonitoria del padre Actis que gobernaba los ámbitos educativos y sociales católicos. Eran aquellos discípulos del maestro Gombrowicz –que relata su estadía en Tandil en Diario Argentino -, quienes luchaban por la emancipación cultural, como Juan Carlos Gargiullo, que había fundado el Pequeño Teatro Experimental, o Alberto Gauna, entre tantos otros.
“Había urgencia por vivir”
Alberto Gauna, cineasta, radicado en Málaga, España, comentó a Infobae Cultura: “Yo lo conocí en esa mesa de los sueños de la confitería Rex. El Gordo era un genio del decir. Te reías por el ingenio que tenía, era muy vital. Nos quedábamos horas en la confitería hablando de cine, de teatro, política, teníamos mucha vida intelectual. Los encuentros eran larguísimos. Cuando cerraba el Rex, íbamos a la confitería Ideal y nos quedábamos hasta la madrugada, hasta que salieran los diarios. Éramos ‘cierrabares’. O nos juntábamos a escuchar discos de jazz, no sé si en la casa de Dipi o del Gordo. Había urgencia por vivir, por la historia, porque el país cambiara”.
Otro de los frecuentadores la mesa del Rex, además de Dipi Di Paola, investido por el legado de Gombrowicz, Campagnolle o Víctor Laplace, era Eduardo Saglul. Su padre era jefe de redacción del diario El Eco. Quizá haya sido Eduardo, probablemente, el que posibilitó la primera incursión de Soriano en el periodismo.
“El Gordo trabajaba en la Sección Deportes. Él tenía una relación intensa con el fútbol. Viajaba por los pueblos de los alrededores para cubrir los partidos de la Liga. Por decirte algunos, Azucena, Vela… y fue precisamente Vela que le sirvió de escenario para el libro No habrá más penas y olvido.
En Colonia Vela, donde se desenvuelve la trama de la guerra interna del peronismo en 1973, es el pueblo María Ignacia Vela, a cincuenta kilómetros de Tandil. Soriano acostumbraba a escribir en una mesa del bar “Tito”, cuando cubría los partidos de la liga Tandilense en Vela. La mesa luego se convertiría en un atractivo turístico para el pueblo.
Poco tiempo después, junto a Eduardo Saglul e Ignacio Rodenas, Soriano fundaría el Cine Club. Sería parte de su legado en los seis años que vivió en Tandil.
“El Cine Club lo creamos en 1965 –dice Rodenas, entrevistado por Infobae Cultura-. El Gordo era el que más conocía de cine. Teníamos una programación mensual. Alquilábamos un proyector de 16mm y pasábamos películas de la historia del cine, retrospectivas de directores, como acción cultural, en la Biblioteca Rivadavia, con debates posteriores. Y también hicimos muestras en el cine Avenida. Tandil tenía cuatro cines, todos del mismo dueño. Le propusimos programar películas los miércoles a la noche, que era el día más flojo. Nos contactamos con una distribuidora de cine arte de Buenos Aires, Artkino Pictures se llamaba, nos mandaban las películas en tren, las íbamos a buscar a la estación y las pasábamos. Eran películas de cine checoeslovaco, polaco, cine de la nouvelle vague francesa, cine de los años ’50. También pasamos El Romance del Aniceto y la Francisca, de Leonardo Favio, que acababa de estrenarse”, afirma.
El clima de entusiasmo con que se recibían películas como Zorba el Griego –estrenada a sala llena en Tandil, con más de setecientos espectadores-, también se percibía en las conferencias que se organizaban en la Biblioteca Rivadavia, con resúmenes de exposiciones que se adelantaban en el diario El Eco o Nueva Era. También llegaban personalidades españolas para conferenciar sobre el franquismo y la Guerra Civil, y entre aquellas personalidades llegó el periodista de Primera Plana Osiris Troiani, quien tendería un puente de plata para la llegada de Soriano al periodismo nacional.
En su última época en Tandil, había abandonado El Eco y trabajaba en el diario Actividades, como jefe de Deportes. Y como le costaba conseguir un cronista que cubriera los partidos que se jugaban en los pueblos del interior de la Liga Tandilense, contactó a uno de El Eco y le propuso un acuerdo.
“En esa época nadie quería ir a cubrir los partidos en los pueblos porque antes del partido principal jugaban las reservas y como los periodistas íbamos en el micro de los jugadores, había que salir de Tandil a las diez de la mañana. Se volvía muy tarde, además de que se pagaba muy poco –recuerda Nestor Di Paola, primo segundo de Dipi-. Soriano no conseguía un periodista que quisiera ir al campo y me propuso que después de que escribiera la crónica para El Eco la hiciera para Actividades. A mí me servía porque de una redacción a la otra había dos cuadras y por un mismo partido cobraba dos crónicas. Y a él también, porque no conseguía periodista. Lo único que me pedía era que llegara rápido y que no pusiera el mismo título y copete que había puesto en El Eco. Y cuando entregaba la crónica sólo me preguntaba, ¿”le cambiaste el copete”? Era su única preocupación”.
Con la dictadura del general Onganía, los aires de libertad que transmitían las conferencias, las películas y debates del Cine Club en la Biblioteca Rivadavia fueron provocando sospechas ideológicas en el poder castrense local. Hasta que se terminaron.
“Fue cuando comenzamos un ciclo de cine ruso –recuerda Rodenas-. Con el Gordo pasamos películas que eran una maravilla. Hamlet, Pasaron las grullas… Eran películas universales. Pero la información llegó a la Guarnición del Ejército en Tandil y cuando íbamos a pasar El Quijote en versión rusa, el general Sánchez de Bustamante decidió clausurar el Cine Club. No pudimos pasar más nada”.
Poco después, cuando Troiani lo convocó para escribir una crónica sobre la peregrinación al Calvario de Tandil en Semana Santa, Soriano descargó su pluma irónica sobre el caudillo religioso Actis y presentó el Vía Crucis como un negocio turístico, y puso de relieve las disidencias internas en la curia local. Apenas envió su artículo por correo, se fue a Buenos Aires a pedir trabajo en Primera Plana.
Era abril de 1969. Los primeros meses los vivió en un cuarto del hotel “Tandil”, de Avenida de Mayo 890, en Buenos Aires.
“El Gordo sabía que tenía que empezar una nueva etapa –afirma Alberto Gauna-. Tandil lo ahogaba, le quedaba chico. Y para irse crucificó a Actis, que era un cura muy conservador, que todos criticábamos. Ya habíamos hecho viajes previos en micro a Buenos Aires con dos o tres amigos en micro. Íbamos a la Filmoteca, a ver Ciudadano Kane. Y después, cuando él se instaló, volví a encontrarlo. Eran noches larguísimas las que pasábamos. Arrancábamos en el Luna Park, él conocía a todos los boxeadores y después nos metíamos en cafés de Corrientes, tres o cuatro horas hablando, revolviendo librerías, buscando libros a las cuatro de la mañana. Nos quedábamos leyendo hasta el amanecer”.
Poco después, en junio de 1973, Soriano publicaría su primera novela Triste, solitario y final. Llegaría al podio de la lista de bestsellers junto a Libro de Manuel, de Julio Cortázar.
*El último libro de Larraquy es Primavera Sangrienta. Un país a punto de explotar. Guerrilla, presos políticos y represión ilegal. Ed. Sudamericana. En Twitter @mlarraquy
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FUENTE: INFOBAE NOTICIAS
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