Después de escribir varias horas de una noche tan agónica como fatal en San Pablo, me propuse ir a Río a la mañana siguiente sin dormir para entrevistar a Pelé. Era junio del ‘66 y faltaba menos de un mes para que se iniciara el Mundial de Inglaterra. Varias veces me pregunté: ¿qué tengo para perder si me dice que no? Nada. Me tiro un lance, me dije al tiempo que le pregunté al conserje del hotel Luxor de Río de Janeiro – donde me había registrado- cuál era la distancia que nos separaba de Teresópolis, lugar donde concentraba el plantel de Brasil, bicampeón Mundial. El hombre me dijo más o menos unos 65 kilómetros. Antes de que le preguntara alguna otra cosa me ofreció, como buen conserje, un coche de total confianza para llevarme, esperarme y traerme de regreso a Copacabana. Era un gasto que yo no tenía aprobado, pero por 50 dólares más o menos me tiré el lance y le dije que lo llamara.
Todavía sufría el impacto emocional que me había causado el nocaut del campeón argentino de los medianos Jorge Fernández sobre el brasileño Fernando Barreto a quien mandó al hospital con conmoción cerebral. Había comenzado mi historia en el estudio de TV Excelsior, escenario del combate y ahora me encontraba en la guardia del Hospital Sirio Libanés de San Pablo, donde los médicos luchaban por extirparle un coágulo en el cerebro al campeón brasileño. Imposible: vivió 35 años más –hasta 1999- en silla de ruedas y balbuceante.
Envié mi nota a El Gráfico desde el mismo aeropuerto de San Pablo y me embarqué a Río en procura de Pelé. Seguro que no se habría de acordar de mí: yo era el joven periodista, el más joven, de aquellas mesas del hotel Continental de Diagonal Norte y Maipú; “el hotel de Pelé” en Buenos Aires. Era a quien ilustres maestros como Osvaldo Ardizzone, Pepe Peña o Julio César Pasquato (Juvenal), podían pedirle que vaya a comprar cigarrillos o el diario. Héctor Vega Onesime, en cambio, a pesar de ser compañero de estudios, estaba en una categoría superior a la mía pues le daban el derecho de hablar con Pelé. Yo en cambio era invitado solo para escuchar. Si en la puerta de la concentración me anunciaba como el pibe que que hacía mandados y que solo escuchaba, no habría de reconocerme. Mejor “chapear” con El Gráfico, con Ardizzone o con Don Ricardo Alfieri, el gran paradigma de la fotografía deportiva a quien Pelé respetaba y amaba. Tanto que cuando intercambiaba el banderín con el capitán del equipo contrario, lo buscaba a Don Ricardo quien se hallaba sentado detrás de un arco y le pedía que se lo cuidara. Los banderines que tenía Don Ricardo firmados por Pelé…
Llegué a la concentración a una hora inoportuna, más o menos la una y media de la tarde. El camino de ingreso a Teresópolis era serpenteado y vegetal sobre una cuidada tierra roja. Había un solo portero que según quien llegara hasta el portón quitaba la cadena que atravesaba el ingreso. Cuando me preguntó que quería y quién era le dije que quería entrevistar a Pelé y que venía de parte de Ardizzone, también de Alfieri, que era de El Gráfico y muy amigo de Samuel Ratinoff, el empresario del Santos y que la nota también saldría en el mensuario Sport que era una revista de lujo y que… Cometí exceso de “influencias”, creo. El hombre obeso, sesentón, de severos bigotes desprolijos y entrecanos me detuvo como diciendo “está bien, está bien… pare y espere amigo, primero voy a preguntar si Pelé lo puede recibir…”. Y agregó: “Ahora den marcha atrás y estacionen el auto por ahí atrás”. Advertí que levantó el tubo del teléfono de su casilla y habló con alguien. A los pocos minutos regresó y dijo: “El señor Pelé lo va a recibir pero después del reposo y antes del entrenamiento de la tarde” ¡Salvado el hombre y todos sus guitarristas”!, me dije repitiendo una expresión de Gardel cuando acertaba algún caballo ganador en Palermo.
Después de una siestita de casi dos horas en el asiento de atrás volví y sin mediar palabra el hombre de abdomen prominente quitó la cadena, hizo señas de avanzar y en un santiamén estuve en el hall desde donde se abrían los pasillos hacia las habitaciones. Un ayudante del técnico Vicente Feola –quien había dirigido a Boca en el ‘61– fue guiándome delante mío hasta la habitación de Pelé. Sentado sobre una silla de paja con la camiseta de entrenamiento y su sonrisa de perfecto nácar me facilitó todo: “¿Y como están los muchachos de El Gráfico, eh…’. Y en natural español continuó: “Don Ricardo con su pañuelito amarillo al cuello, no? ¿ Y Osvaldo con el cigarrillo en la boca, no?” Chau, otra vez “salvado el hombre y todos sus guitarristas”.
Mi entrevistado era la estrella del fútbol mundial que le había devuelto la autoestima al pueblo brasileño después de la catastrófica derrota ante Uruguay en el ´50. Era doble campeón mundial: Suecia ´58 con 17 años y Chile ´62, torneo en el que fue criminalmente maltratado. Su aparición salvó al fútbol brasileño, lo revalorizó y le dio alegría a su pueblo. A partir de él los jugadores brasileños no eran felices porque ganaban; antes bien, ganaban porque eran felices,… jugando. El chico lustrabotas, hijo de un futbolista sin estrella, habitante de la promiscuidad sobre el barro se había convertido en el jugador que el mundo quería ver. Saltaba 30 centímetros más que el más alto de los marcadores. Y en un pique corto de 20 metros aventajaba por 5 a su perseguidor. Hacía goles de toda la gama: de cerca, de lejos, de cabeza, gambeteando, de rebote… Era lo que fue Diego en México y Messi en Qatar: el mejor, un número uno al que había que verlo en acción para disfrutar del juego en su máxima expresión. En Suecia había hecho goles de todo tipo: amortiguación con el pecho, pique, doble sombrero y remate. O dobles paredes con Garrincha o Vavá. O de tiro libre. Igual que Diego. Igual que Leo.
En aquella entrevista me dejó saber que los equipos europeos se habían preparado para anular la creatividad de los brasileños. Una frase próxima a su textualidad que obviamente publiqué fue: “Los europeos no van a permitir que una selección sudamericana gane por tercera vez la Copa del Mundo. Nos van pegar y los árbitros se lo van a permitir…”. Sabía que Alf Ramsey – técnico inglés- había modificado todo el diseño defensivo para neutralizar a Pelé. Lo que no sabía era que lo iban a matar a patadas como a Diego en el ′90. Y también tenía claro y me lo confesó off the record que el gobierno del dictador Castelo Branco lo estaba usando como sujeto de demagogia política y que él no sabía como actuar. Ese off lo recuerdo bien: “Una palabra mía mal expresada al pueblo sobre el gobierno puede significar una catástrofe en uno o en otro sentido”. Era cierto. Y se subordinó a que los hechos futbolísticos siguieran su curso. No desconocíamos los periodistas de entonces una versión sobre que los servicios de inteligencia de la dictadura brasileña tenían encarpetado a Pelé con hijos no reconocidos y que si se negaba a jugar en Inglaterra todo eso saldría a la luz. Por cierto fue a Londres, pero le pegaron hasta lesionarlo. En todos los estadios la gente pedía a Pelé…
Sobre el final le pedí que tomara la guitarra. Mi fotógrafo –un amigo de la France Press a quien había contratado ahí mismo- ya había llegado junto a cientos de colegas para el entrenamiento. Y Pelé no solo esperó a que ingresara sino que una vez que éste estuvo frente a él, cantó para que la foto fuera mas auténtica. Pero se entusiasmó y le metió a otra y otra, hasta que vino el preparador físico y “se acabó la diversión…”; vamos Edson – le murmuró – debemos entrenar”.
En el camino de regreso con la nota “empaquetada” en mi libreta y en mi cabeza pensé qué fácil había sido estar mano a mano con el jugador más premiado por reyes, príncipes y presidentes. Un ídolo adorado por su pueblo y por los amantes del fútbol que llenaban los estadios de cualquier ciudad del mundo para verlo jugar amistosos. Fue un fenómeno increíble. De tal manera que el Santos, su equipo, se convirtió en una especie de Harlem Globbetrotters del fútbol. Como aquellos fueron considerados artistas del juego. Y el Santos actuaba a un promedio de tres shows a la semana en toda Europa, América y aún en Asia donde el fútbol era incipiente. Esas giras eran memorables. Santos, por ejemplo, jugaba por el Brasilerao un domingo y pedía postergar su partido del siguiente domingo. Volaba en aviones que requerían abastecimiento y hacían inevitables escalas. Para ir a Europa se detenían en Recife y Dakar antes de llegar a Madrid o Roma, por ejemplo. El Santos entonces, que había jugado hacia 48 horas, actuaba el martes en Roma, el jueves en Milán y a la semana siguiente – es un referencial – se presentaba el martes en Ámsterdam, el jueves en Zagreb y regresaba a San Pablo para retomar el torneo local. Todo el año año así. El que se ocupaba de la programación era un hombre maravilloso que se llamó, como dijimos, Samuel Ratinoff. Era esposo de la actriz y vedette Silvia Scott (luego se casó con el famoso cirujano Miguel Bellizi quien llevó a cabo el primer trasplante de corazón en la Argentina). Samuel era el empresario que los veranos sudamericanos llevaba al Santos a jugar torneos en Chile, Montevideo y Buenos Aires. También se ocupaba de los contratos de Pelé quien era la imagen publicitaria de decenas de productos: café, gaseosas, combustibles, cosméticos, golosinas y obviamente, el Turismo de Brasil.
Sabía todo lo que le gustaba a Pelé. Y en cada ciudad había alguna mujer de un imaginado “club de fans” de Pelé que tenía autorización para recibir su autógrafo en la habitación. En Buenos Aires eran muy “fanáticas” de su arte algunas compañeras de Silvia Scott que lo veían después de la función en el Maipo. Esto para Pelé era tan sagrado como jugar siempre pues la gente había pagado para verlo a él, no al Santos y el crack jugaba siempre, siempre… Por cierto que era socio comercial del club y de Ratinoff en esa extraordinaria e ininterrumpida generación de recursos.
Que lindas aquellas noches con la barra de amigos en el hotel Continental. Allí O rei contaba anécdotas increíbles. Recuerdo que nos dijo una vez que cuando llegó a Suecia las mujeres iban a ver los entrenamientos de Brasil y pedían tocar la piel de él o de sus compañeros. Nunca habían visto a un negro; “pensaban que estábamos maquillados…”. Y luego socarronamente agregaba: “Garrincha les explicó todo sobre nosotros”. Como se supo años después, Garrincha fue padre de un niño con una mujer sueca concebido durante ese Mundial del 58′.
Su momento más difícil fue cuando había decidido retirarse de la selección brasileña y el propio presidente de Brasil, el dictador Emilio Garrastazu Médici lo conminó bajo amenaza a jugar el Mundial del ′70. Pelé fue a Brasilia – antes y después del tri – y se abrazó con Garrastazu Médici. Esa foto le resultó fatal, En el ′72 fui a cubrir la pelea entre Monzón y Dany Moyer a Roma. Justo el Santos esa semana actuaría en el Olímpico con la Roma. Se me ocurrió hacer una foto para poster juntando a Pelé y Monzón. Tuve la suerte que el fotógrafo designado fuera Don Ricardo Alfieri. De manera que contando con el apoyo de Bruno Passarelli –entrañable amigo, corresponsal por entonces en Italia – nos propusimos hacer la gran foto. Pelé aceptó sin saber quién era Monzón, cosa que debí explicarle; además como decirle que no a Don Ricardo y a El Gráfico. Y Monzón por cierto aceptó enseguida recordándome que él estaba con la barra de Colón el día que le ganaron al Santos 2-1 y nacía para siempre “el cementerio de los elefantes… (así se lo bautizó al estadio de Colón luego de1964)”. Pelé fue vestido de jugador del Santos tal como se lo habíamos pedido, pero Monzón no quiso saber nada sobre posar con la bata y el pantaloncito de campeón. Y casi no llegamos porque cuando le dije lo de la indumentaria me respondió: “Ahora no voy nada”. No recuerdo en que lugar de la Roma Histórica – tal vez en la Fontana de Trevi o Piazza Phanteon o Piazza Navona- llevamos a cabo la foto. Mal momento pasé cuando tras presentarlos, el “dulce y diplomático” Monzón le espetó: “Yo te conozco a vos desde que le rompimos el c… en nuestra cancha después de 43 partidos invictos, ¿te acordás…?”. Luego de ello, Pelé con quien fui a tomar un café en el hotel Adriático de la Via Cavour, cerca de la Termini, me contó que él fue a los mundiales del 66 y del 70 porque no sabía cómo decir que no y que tenía miedo a lo que la dictadura podría hacerle a él o a su familia: “Te llevaban preso y te ponían las pruebas para que el pueblo las viera”, me confesó atormentado con no poca angustia y arrepentimiento. Es que claramente Pelé sabía – y admitía- que se había convertido en un sujeto del establishment. A México fue con la condición que cambiaran al técnico pues el nombrado –Joao Saldanha, también periodista- no lo tenía como titular. Finalmente fue un ex compañero suyo como DT: el Lobo Zagallo. (Algo parecido a lo Scaloni con Messi…). Qué exhibición aquella final contra Italia en el ′70…, 4-1 con un baile inolvidable.
Terminó su carrera en el Cosmos de Nueva York a instancias del ex secretario de Estado, Henry Kissinger, un fanático del fútbol soccer. Fueron dos años: de 1975 a 1977 y fue compañero de Franz Beckenbauer. Mi compañero y amigo Héctor Vega Onesime fue a cubrir esa despedida y remató su nota, de esta manera: “El Ball Room del Pierre Hotel en la 5° avenida con la 60. Es el día jueves 29 de septiembre de 1977, a las tres de la tarde. Como los personajes artísticos, Pelé hace su entrada en escena por un pasillo de la derecha rodeado de la más alta jerarquía directiva del Cosmos y un par de guardaespaldas a los que les cuesta disimular su función […] Palabras formales de Pelé. Su cara es triste, su gesto casi de agobio, su mirada parece suplicar el final de esta dilatada despedida que se le ha programado. Dice que se va, trata de dimensionar la trascendencia de su decisión. Agradece. Se sienta.[…] Trascribiré aquello que tal vez tenga cierto valor testimonial para esta especie de testamento de Pelé quien dijo: “Esto es definitivo y ninguna suma de dólares me hará cambiar. Estoy pasando un momento muy triste y sería muy malo sacar de ellos alguna especulación. A partir de este momento quisiera ser un poco más Edson Arantes do Nascimiento y un poco menos Pelé. A partir de ahora voy a ver si puedo vivir un poco. Es decir disfrutar más de intimidad, de mi hogar, de mi familia”.
Ahora que desconectaron su larga agonía evoco a Pelé con la admiración de mis 18 leyéndome todo y viendo lo poco que pudimos apreciar de Suecia. Recuerdo haber corrido como 10 cuadras para lograr un módico espacio en la popu de Huracán el dia que el Santos le ganó a Racing 4-2 en un partido memorable. Jamás olvidaré aquello: “En plena área de Racing, apretado por varios marcadores, pidió a los gritos y con gestos que «depositaran» la pelota en su pecho. Muelle instantáneo, media vuelta y derechazo casi enganchando por arriba. La pelota se clavó en el ángulo izquierdo del arco de Negri. Fue una jugada que escapaba a las posibilidades comunes. Una jugada que sólo podía concebir, improvisar, realizar, el «atrevimiento» de Pelé. No sé, pida el triunfo que quiera: Brasilerao 6, Campeonatos de Brasil 10, Libertadores 2, Intercontinental 2, la Jules Rimet 3 veces…
A partir de ahora su nombre sonará en los oídos futboleros con la perfección de una imagen. Será el símbolo inicial de una época que permitió, después de él, disfrutar de otros que son y serán leyenda como Diego, como Leo; una raza de pocos que sublimizaron nuestro amor por el fútbol convertido en magia y en arte.
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