Por Daniel Guebel
De chico no me dejaban quedarme prendido a la televisión, viendo El hombre que volvió de la muerte. Quizá porque era muy impresionable y me desvelaba con facilidad, o porque la serie iba tarde, después de comenzado el horario de protección al menor, y a la mañana siguiente tenía que levantarme temprano para ir al colegio. Pero lo cierto es que yo era el único alumno de mi grado que sufría esa interdicción, por lo que de esa serie tenía una idea muy parcial. Podía ver los avances de los capítulos en las publicidades de la tarde y zurcía otros retazos con los comentarios parciales de mis compañeros. Es el conocimiento incompleto lo que permite que la literatura avance entre los espacios vacíos. Elmer Van Hess y sus máscaras y la voz de ultratumba de Narciso Ibáñez Menta anticiparon mi fascinación de adulto por un personaje extraordinario: Tycho Brahe o Tycho de Brahe o Tyge Ottesen Brahe o tˢyːə ˈʌd̥əsn̩ ˈb̥ʁɑ.
Es el conocimiento incompleto lo que permite que la literatura avance entre los espacios vacíos
Si Elmer Van Hess es una especie de Frankenstein involuntario y velado para producir terror con el temblor de la tela de seda que se agita a cada una de sus palabras pronunciadas con voz de ultratumba, Tycho de Brahe es un monstruo de la ciencia, el mayor astrónomo de la historia de Occidente antes de la invención del telescopio. Y es además el bon vivant y el cortesano que termina muriendo de una infección urinaria por no cometer la descortesía de levantarse a mear durante una cena con uno de sus mecenas. Y es el aventurero que por una discusión sobre mujeres y matemáticas o a causa de su profecía astrológica fallida sobre la muerte de Solimán el magnífico, se lanza espada en mano sobre un rival que, mejor espadachín, le corta la nariz de un tajo, dejándola apenas un colgajo ensangrentado que Tycho cubrirá durante el resto de su vida con un suplemento o prótesis de oro, cobre o plata, según la importancia de la ocasión. Y es por supuesto el maestro de Johannes Kepler y el fundador de Uraniborg, el primer centro de investigación astronómica de Europa pasaba sus días y sus noches entre las observaciones del cielo (mediciones de la posiciones de los planetas respecto de las estrellas fijas) y las investigaciones posicionales de las estrellas carnales fijas de su harén privado. Y es además, y sobre todo, el descubridor de un resplandor que cada día se hacía más grande. Venía de la constelación de Casiopea y era una enana blanca. Es decir, una estrella que dejó de existir hace miles y miles de años pero cuyo fulgor recién entonces nos llegaba. Tycho Brahe fue quien primero la vio y la midió y la bautizó como Stella Nova. En su homenaje, centurias más tarde, se la llamó SN 1572, o supernova 1572 o Nova Tycho.
Pues bien. Ya que en la infancia no pude ver El hombre que volvió de la muerte, durante unos cuantos años de mi adultez quise escribir una biografía imaginaria del personaje real, llamándola Tycho el desnarigado. Era uno de esos proyectos que entre uno y otro libro flotan en el tiempo del desconcierto y nunca terminan de consolidarse.
No soy de la clase de escritores que se sientan a investigar para escribir acerca de un tema.
No soy de la clase de escritores que se sientan a investigar para escribir acerca de un tema. Dejo argumentos, circunstancias e información para que se vayan completando en los azares de la escritura. Demasiada información me aparta de la posibilidad de escribir sobre algo; demasiado poca me desalienta. Y por supuesto, no sé nada de astronomía y la sola idea de meterme a investigar acerca de cuestiones científicas le quitaba todo encanto a la idea de contar o fantasear una vida dedicada al saber y a la fiestonga. Pero un día, después de comprar y leer un par de libros sobre don Tycho, tomé la decisión y me senté frente a la computadora.
No tengo particular temor a la página en blanco: sé que puedo avanzar en un libro si en el comienzo alcanzo a llenar media página. Eso me da confianza. Por las dudas, y como se trataba de un personaje histórico, tuve la prudencia de imprimirme la página de Wikipedia que despacha sus datos biográficos. Y ahí encontré el dato que cambiaría mi historia. Porque leí que, dos siglos antes (el XIV de nuestra era), anónimos astrónomos chinos y coreanos habían descubierto esa misma enana blanca.
En aquel momento, todavía no sé por qué, el dato me atrapó. Fui tras el fulgor oriental y la historia del danés quedó tan trunca como su nariz. Años más tarde porfiaría en incluir al desnarigado en una novela que terminé desguazando y cuyos fragmentos repartí en otras novelas, pero entretanto caí en China y en un cuento imposible de invenciones y amor y odio y conspiraciones políticas leídas en clave: si el peronismo es nuestro cuento oriental, llevarlo a China lo orientaliza tanto que termina volviendo irreal toda referencia originaria. No sé qué tal será el resultado, pero descubrir mi Enana blanca a medida que la iba escribiendo, ver su creciente luz expandirse a lo largo de las páginas, fue una de mis mayores satisfacciones de los últimos años, tan pródigos en desgracias.
(Para los poemas cosmológicos usé libremente los textos de un hermoso libro de tamaño gigante: Cosmos, un paseo por el campo, de Giles Sparrow.)
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FUENTE: INFOBAE NOTICIAS
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