Si lo que se cocinaba entonces en el Vaticano hubiese sido bíblico, Paolo Gabriele habría sido Judas, sin árbol y sin soga al final del camino, pero con la traición como sello eterno de su destino. Él dijo que lo hizo por salvar al Papa Benedicto XVI, de la misma forma que según la fascinante teoría de Amos Oz Judas fue bueno, honesto y el primer y único cristiano de la historia.
Pero el mundo de Gabriele era más nimio, fugaz y pedestre: era el mayordomo de Joseph Aloisius Ratzinger, que el 10 de abril de 2005 sucedió a Juan Pablo II en el trono de San Pedro del que abdicó, un hecho excepcional, el 28 de febrero de 2013, en plena fiesta pagana del carnaval.
Su papado, hermético y arcano, estuvo salpicado por un escándalo mayúsculo del que no quedan ya casi rastros, porque la prudencia es una de las virtudes teologales que Dios infunde a la inteligencia y voluntad del hombre. La justicia es otra. En 2012, séptimo año de Benedicto XVI, una serie de documentos que debieron ser secretos desnudaron la intimidad, o parte de la intimidad, de la siempre celosa Curia romana, de sus intrigas, de sus pequeños y privados círculos de poder, de sus ambiciones, sus guerras internas, sus envidias y sus miserias. La maravillosa obra de la Iglesia se da por descontada. Pero los documentos filtrados a la prensa mostraban el lado oscuro del Vaticano, que no quedaba por ello más lejos de Dios, pero sí un poco más cerca de Rodrigo Borgia, papa Alejandro VI, sobre el que Maquiavelo escribió en los albores del siglo XIV una frase de plena vigencia: “Los hombres ofenden antes al que aman que al que temen”.
Los papeles del escándalo fueron filtrados por Gabriele, que debió ser custodio de la intimidad de Benedicto y en cambio la violó desde el dormitorio papal y desde la confianza más absoluta que le habían otorgado. Fue preso, fue a juicio, lo condenaron a tres años de prisión el 6 de octubre de 2012, hace nueve años, le rebajaron la pena a dieciocho meses, el Papa lo visitó en su celda para otorgarle el perdón, le cedieron un puesto de trabajo en el hospital “Bambino Gesú” de Roma, que depende del Vaticano, a cambio de su silencio para siempre, condición que Gabriele cumplió con una fidelidad tardía: fue una tumba hasta que se vio condenado a entrar en una, el 24 de noviembre de 2020. Tenía 54 años.
Cuando el cardenal Ratzinger se convirtió en Papa, Gabriele lustraba los mármoles infinitos y pulía los bronces perpetuos de la Basílica de San Pedro. Cómo llegó en menos de un año a ser mayordomo del Papa, es todavía un misterio. El secretario privado de Su Santidad, Georg Gänswein, le confió al escritor Peter Seewald, autor de Benedicto XVI. Una vida, que Gabriele tenía “un pequeño defecto: estaba obsesionado con los servicios secretos y cosas así”. Eminencia, haberlo pensado antes. El mayordomo del Papa, al menos hasta Ratzinger, es la persona encargada de servirle la comida, en los tiempos de los Borgia en los que danzaba el veneno, era el encargado incluso de probarla; es quien lo ayuda a acostarse, quien lo despierta en las mañanas y lo ayuda a levantarse de la cama y a vestirse; es quien hace las maletas y lo acompaña en todos los viajes que Su Santidad encara, como peregrino de la fe que es. El mayordomo es la sombra del Papa, pero una sombra luminosa y no umbría.
En marzo de 2012, el periodista Gianluigi Nuzzi reveló en su programa de televisión Gli intoccabili (Los intocables) dos cartas enviadas por el nuncio apostólico en Estados Unidos, monseñor Carlo María Viganó, en las que denunciaba la “corrupción y la mala gestión” en la administración vaticana. Viganó había sido rival del entonces secretario de Estado Vaticano, cardenal Tarcisio Bertone, y había sido enviado a prudente distancia de San Pedro, a Washington. Si la crítica de Viganó era parte de una interna, era ya lo de menos. La punta del iceberg del escándalo mostraba dos cartas que debieron ser secretas y no lo eran. Si había dos cartas, podía haber más. Había más.
Nuzzi, que escribió luego Sua Santitá: le carte segrete di Benedicto XVI (Su Santidad. Las cartas secretas de Benedicto XVI), reveló también unos informes sobre cardenales masones, una serie de cartas dirigidas por algunos obispos al Papa que los comprometían como encubridores de casos de pederastia, un apunte súper secreto del propio Benedicto, alemán, en el que lamenta que su nuncio en Alemania no fuese más enérgico con la canciller Ángela Merkel, una conversación entre ambos sobre el Holocausto, más apuntes del Papa sobre la abundante financiación de la Iglesia católica alemana con dineros públicos, apuntes que incluían una frase de Benedicto: “(…) Un catolicismo bien dotado económicamente, con católicos contratados que luego se relacionan con la Iglesia con mentalidad de sindicalistas”, algunas menciones a un escándalo de prostitución con menores que parecía involucrar al ex premier italiano Silvio Berlusconi, y otro informe que detallaba la fuerza de un lobby gay en la Curia, en el que se mencionaba una villa en las afueras de Roma donde los prelados pasaban horas de esparcimiento, por decirlo así, y varias otras denuncias sobre chantajes a obispos homosexuales.
En pocos días, otros muchos documentos secretos se filtraron a más periodistas italianos: contenían historias que dejaban al desnudo una lucha constante por el poder, terrenal se entiende, y una carencia acaso alarmante de transparencia financiera y de cumplimiento fiel con las normas internacionales contra el lavado de dinero. La denuncia sobre la corrupción en el Vaticano alertaba incluso sobre el pago de sobornos, o donativos, pedidos por algunos altos prelados para acceder a una audiencia con el pontífice.
¿Quién había sido? ¿Quién tenía acceso a la intimidad papal para apoderarse de esos documentos, leerlos, jerarquizar su importancia, fotocopiarlos, devolverlos a su sitio y entregarlos a la prensa? Es lo que preguntó monseñor Gänswein a los servidores íntimos del Papa. Todos dijeron que no, incluso Gabrielle, a quien Benedicto llamaba con afecto “Paoletto”. Cuando monseñor Gänswein le dijo que había sido suspendido “ad cautelam” porque las sospechas apuntaban todas hacia él, Gabriele dijo: “Ya consiguieron a su chivo emisario…”.
Nuzzi negó siempre que su fuente fuese el mayordomo del Papa y hoy, a casi una década, las investigaciones sugieren que “Paoletto” contó con la ayuda de un alto jerarca vaticano y de una mujer. Benedicto XVI nombró a un consejo de tres cardenales encargado de investigar la filtración de documentos en marzo de 2012. Encabezó la comisión el cardenal español Julián Herranz, superior del Opus Dei, que estaba autorizado a compartir información con los fiscales del Vaticano que investigaban a la burocracia de la Santa Sede.
El 24 de mayo la policía registró la casa de Gabriele, donde vivía con su mujer y sus tres hijos. Después de ocho horas, se llevaron ochenta y dos cajas de documentos, algunos originales y muchos fotocopiados, dos discos rígidos, un cheque por cien mil euros a nombre de Ratzinger firmado por la Universidad Católica de Murcia y varias pepitas de oro, donaciones ambas al Papa, y una edición muy valiosa de la Eneida, la epopeya latina narrada por Virgilio, edición de 1581.
“Paoletto” fue a la cárcel, donde confesó lo obvio, el robo de los documentos, y su cesión a la prensa. Dijo que él era un “infiltrado del Espíritu Santo” en la Santa Sede y que todo lo que había hecho fue en beneficio de Su Santidad, para ayudarlo en su lucha contra “los malignos” y porque veía a Benedicto XVI “mal informado”. Gabriele dijo que pensó que un shock mediático como el que sabía iba a seguir a la revelación de la información secreta, podría haber ayudado a que la Iglesia volviera al camino correcto.
La justicia lo sometió a dos pericias psiquiátricas que revelaron a “un sujeto sugestionable y socialmente peligroso”, en el lenguaje del periodista Giacomo Galeazzi, de La Stampa de Turín. “una mezcla desconcertante de ingenuidad, tonos apocalípticos y sugestiones de chifladura”.
El 30 de mayo de 2012, un abatido Benedicto XVI habló del escándalo en la audiencia pública, en la que los papas hablan al mundo: “Los acontecimientos de los últimos días acerca de mis colaboradores han traído sólo tristeza a mi corazón. Quiero renovar mi confianza en mis más cercanos colaboradores y a todos los que día a día, con su lealtad y espíritu de sacrificio, me ayudan a cumplir”.
El juicio a Gabriele fue veloz. El juez del Tribunal del Estado de la Ciudad del Vaticano, Piero Antonio Bonnet, decidió que existían pruebas suficientes para enjuiciar al mayordomo del Papa que podía ser condenado a ocho años de cárcel por “posesión ilegal de documentos pertenecientes al jefe de Estado”. El 13 de agosto “Paoletto” fue acusado por robo agravado. El juicio empezó el 29 de septiembre. Gabriele admitió haber robado los documentos para “luchar contra el mal y la corrupción y para poner al Vaticano de nuevo en marcha”. Se ventilaron tres evaluaciones mentales del acusado y los informes concluyeron que Gabriele sufría “una frágil personalidad, con tendencia a la paranoia, que cubrían una profunda inseguridad personal”. Otra pericia afirmaba que no mostraba señales de un trastorno psicológico importante y que el acusado tampoco representaba un tipo de amenaza para terceros.
El 6 de octubre, Paolo Gabriele fue declarado culpable de todos los cargos y condenado a tres años de cárcel, reducidos por los atenuantes presentados por la defensa a dieciocho meses de reclusión. Ya en la cárcel, el 26 de agosto recibió al papa Benedicto que fue a llevarle su perdón y el indulto espiritual al menos.
Sacudido por el escándalo, Ratzinger renunció al trono de San Pedro el 28 de febrero de 2013. El órgano oficial de la Santa Sede, “L’Osservatore Romano”, se apiadó de su figura, dijo que había sido “un cordero rodeado de lobos”. Ratzinger, que había sido lobo antes de ser cordero, fue sostenido por el portavoz vaticano, padre Federico Lombardi: “Benedicto no renunció por culpa del pobre y mal aconsejado mayordomo, ni por los demás chismes que circularon por Roma como moneda falsa y se comerciaron en el resto del mundo como lingotes de oro. Ningún traidor, cuervo o periodista cualquiera habría podido empujarlo a tomar esa decisión. Era un escándalo muy pequeño para algo tan grande”.
Paolo Gabriele salió de prisión y empezó a trabajar en el “Bambino Gesú”, el hospital pediátrico más famoso de Roma. Jamás volvió a hablar del caso. Jamás volvió a escucharse su voz, ni su imagen volvió a aparecer en los medios. Como el escándalo, su figura se diluyó en el tiempo y en el silencio. Así fue hasta su muerte, en diciembre pasado.
Lo curioso es que el trabajo en el que se ganó la vida durante casi una década, lo tenía confinado en la sección fotocopias del hospital. Los caminos del Señor, son insondables.
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