Agosto de 2000 fue uno de los meses más tensos a nivel interno que vivió el presidente ruso Vladimir Putin. En aquel entonces, el Kursk, un submarino de 154 metros de largo y casi 20.000 toneladas de peso, sufrió dos fuertes explosiones mientras realizaba maniobras militares en el helado Mar de Barents, a más de 100 metros de profundidad. Debido a la fuerza de las detonaciones, la nave se vio imposibilitada de salir a flote y 118 tripulantes perdieron la vida.
El 10 de agosto, el Kursk salió a efectuar un recorrido de entrenamiento con la Flota del Norte. En medio de la operación de práctica, en la que el submarino debía atacar a su supuesto adversario mediante el uso de torpedos, se registró una violenta explosión que sacudió a la embarcación. Dos minutos después se desencadenó otra detonación luego de que el fuego alcanzara siete ojivas.
Las autoridades militares recibieron el informe sobre la explosión, pero no consideraron que hubiese razón para detenerse. Los medios de Rusia revelaron meses después que los barcos de la Flota del Norte estaban a 40 kilómetros de distancia. Los impactos ocurrieron el la proa y su potencia fue tal que se generó una enorme fisura en el casco e hizo naufragar al submarino.
La tragedia, destacada como una de las más importantes en la historia naval de ese país, levantó una oleada de críticas hacia el gobierno ruso, pues se demoró varios días en comenzar las tareas de rescate. Además, rechazaron durante varias jornadas la ayuda de otros países para salvar a los marinos. Todo -sostienen- para minimizar el impacto del hundimiento.
Putin, que había asumido el cargo sólo cuatro meses antes, recibió las críticas, entre otras cosas, por seguir de vacaciones en la ciudad de Sochi cuando ya habían pasado cinco días desde la explosión. Cuando finalmente se invitó a equipos británicos y noruegos, fue muy tarde.
“Ninguno de nosotros puede salir a la superficie. Estoy escribiendo a ciegas”, fue la nota que se halló en el cadáver del teniente Dimitri Kolesnikov que muestra que ese 12 de agosto no todos los tripulantes murieron por las explosiones. Al menos 23 agonizaron sin luz y con un oxígeno que se iba agotando con el correr de las horas.
El Kursk permaneció más de 14 meses en el fondo del mar y fue reflotado en una complicada operación que duró más de tres meses y que le costó al gobierno ruso millones de dólares. De hecho, hubo que seccionar su proa con una sierra gigante y perforar en el resto del casco 26 agujeros para fijar los cables, de 25 centímetros de diámetro y 900 toneladas de resistencia cada uno. Sólo así pudieron sacarlo a la superficie.
Los efectos de la tragedia rusa fueron de gran magnitud y modificaron para siempre los protocolos de búsqueda: en 2003 se creó la Oficina Internacional de Escape y Rescate de Submarinos (Ismerlo), para evitar, por ejemplo, retrasos en la intervención de otros países como ocurrió con el Kursk. Por eso aviones y barcos estadounidenses se sumaron a la búsqueda del ARA San Juan el mismo 17 de noviembre y poco tiempo después empezaron a colaborar más países.
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FUENTE: INFOBAE NOTICIAS
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