Pasó el Mundial y dejó un manojo de videos, fotos, posteos, tatuajes, sensaciones y reflexiones. Si algo resulta claro ya desde añares es que el fútbol no es un mero circo anestesiante para los giles. Sin embargo, sí pareciera que, al analizar este gran acontecimiento “deportivo” a la luz de lo que sucede en nuestro país, el simplismo intelectual perezoso, tan propio de nuestros días, vuelve a tomar la cabecera. Somos reacios a dar un paso hacia atrás, para captar todo el panorama, y un paso hacia adentro, para leernos individual y colectivamente.
Que los cánticos y las espectacularidades escénicas no bloqueen la visión de la verdad más significativa que nos deja la experiencia mundialista: es posible construir una comunidad nacional. Y repensarnos gravemente es el primer paso para ello.
Varios interrogantes circularon y otros debieron hacerlo: ¿Por qué el fútbol satisface aspiraciones colectivas mientras la política no logra sus cometidos correspondientes para los objetivos más trascendentales del país? ¿De qué materia está hecha la “clase política” que es inmune a los valores universales del hombre, que si encarnan los jugadores de la selección? ¿Qué lugar le damos al fútbol? ¿Qué lugar concedemos a la Política? ¿Qué hacemos de la cultura y la educación? ¿Qué relación tenemos en verdad con el poder, el amor y la justicia? ¿Por qué se alcanza el éxito en el fútbol y no se logra en la Política?
Todo juego replica directamente experiencias o plasma connotaciones vivenciales. El fútbol como deporte colectivo representa una sociedad con un objeto común y también una disputa. Mirar fútbol es contemplar una expresión reducida y parcial del quehacer comunitario.
Sobre el señalizado césped se divisan variadas virtudes y capacidades humanas. Toda estrategia técnica se encuentra regida por la llave de la solidaridad. La competitividad hace de la disciplina y la constancia las armas más preciadas para afilar el talento hasta la excelencia. Los clubes, por su parte, son las usinas de formación que hacen del individuo una pieza clave de una relojería colectiva.
Completa este micro-fenómeno social el ojo fijo y expectante de quien desde las gradas no acepta pasividad en esto, pues compromete senderos pasionales muy hondos dentro de sí, para ser por un momento parte de esa colectividad. Esta compenetración peculiar conlleva la lógica de presentir rasgos significativos de humanidad subyacentes en toda esta manifestación deportiva.
Lejos de toda duda, el deporte y, el fútbol de una manera particular en nuestro país, labran a la persona y en parte a nuestra sociedad.
Hablando de la selección nacional, todos estos señalamientos adquieren un nivel muy superior, dado que las fuerzas fragmentadas en cada club local se unifican bajo el manto albiceleste que arrasa toda dinámica facciosa, expandiendo ampliamente el sentido de lo popular. Cuestión ésta como nunca manifiesta en el último Mundial.
Una sufrida final consagró una gloria denegada en 36 años de lucha. Momento único e inmortal. Triunfo semejante sacudió las consciencias e hizo temblar el chasis de cada uno de nosotros.
El acervo construido en cada barrio, cada potrero, cada tablón; el empuje de cada familia y el trabajo de perfeccionamiento deportivo, fraguaron finalmente un éxito nacional. No fueron sólo 47 millones de personas los que alentaron a la selección, fue el empuje de la historia argentina entera, la presión del ser nacional encontrando una hendija para emerger en nuestro tiempo. Fue una obra popular.
Argentina lo merecía, merecía un respiro existencial. Una gesta electrizante. La alegría de una de las manifestaciones más multitudinarias jamás vistas, contuvo una sociedad con necesidad de desahogo, pasión por lo nacional y hambre de realización.
El nuestro, un pueblo que se desloma a diario en una cotidianeidad aciaga, saturado de insustancialidad y ahogado en el hastío político, se percibe más bestia de carga que digno criollo. Este pueblo, que no puede atinarle a la tecla del desarrollo real, librado a la mala del diablo más que a la buena de Dios, encontró sus héroes en un grupo de futbolistas a los que sí considera sus representantes. El jugador de fútbol terminó de hacer trizas la imagen del dirigente político.
El sujeto político ha sufrido en el correr de los últimos años una devaluación suficiente como para dejar sin fuerza toda conducción nacional. Y aquí, solemos apresurarnos a tomar distancia de “los políticos”, pero duele advertir que estamos más cerca de lo que creemos. Denunciamos permanentemente “una crisis de representación”. ¿La hay? La cultura política está determinada -no solamente- por la cultura general en la que está engarzada. ¿Estamos a la altura cultural de la circunstancia política?
Padecemos el desmadre social de una espiritualidad truncada, socavada por una religiosidad supersticiosa sin cruz comunitaria, la alienación familiar, el exceso de intermediación tecno-instrumental, la hipersexualización cultural, la drogadicción pandémica, el abandono de lo clásico y la incontinencia turística que rehúye de las raíces interpelantes del terruño.
De esta manera, es inadmisible queja alguna ante el monstruo que hicimos de la (anti)política argentina actual. Pues con dichas conductas y expresiones, afirmamos: no existe el espíritu, ni el amor, ni la Patria. El accionar del dirigente político será ajeno a nuestros deseos pero es propio de nuestra estructura de hábitos, costumbres y pensamiento. No exijamos a la política lo que no le damos a la cultura. Vivimos, tristemente, a la espera de un patriotismo gubernamental que jamás producimos.
Seguidamente, cabe señalar que el fútbol es sentir y cultura popular, es entretenimiento y una profesión. Pero la Política no es una profesión, sino donde todas ellas convergen. El deporte es una necesidad formativa y recreativa. La Política es una necesidad antropológica. Es la matriz donde se funden las fuerzas humanas para resolver la tensión medular entre lo individual y lo colectivo. Constituyendo el grado más alto del deber ser comunitario.
Asumamos, así, que a la política la hemos desnaturalizado. Ya no apasiona, sino fanatiza. Porque servir dejó de ser socialmente relevante. El desamor patrio abrió una distancia insondable entre la responsabilidad colectiva y la “felicidad” individual.
Por otra parte, en la política hay adversidades y exigencias morales abismalmente superiores (a las futbolísticas). Los marcos operativos de la labor política en general y de la función pública en particular, nacional e internacional, están plagados de complejidades tortuosas que no tienen el resguardo de las leyes patentes presentes en el juego deportivo, sino que se sostienen por las leyes de la naturaleza humana. Y esta última reconoce exclusivamente la conducción del espíritu.
Es de esa preparación espiritual de la que adolecemos, aquella que permite resistir moralmente el poder, que, al decir del sabio griego Pítaco, “no corrompe, desenmascara”. El poder echa luz a cada recodo interior, desdobla cada pliegue del ser.
Vastamente rica es nuestra empresa en la generación de futbolistas, pero no neguemos que hace tiempo renunciamos a producir verdaderos cuadros políticos.
Los liderazgos actuales detentan rápidamente fama y poder artificial. Surgidos del aparato comunicacional masivo o de redes que no exceden la catarsis pública que disipa energías participativas hacia la nada. Pocos dirigentes modernos escapan al engaño de la investidura virtual, la que provee seudo-entidad a aquello que no la posee. Notoriamente, por determinación mediática y abdicación cívica, el fútbol se erigió como cosa seria y la política conforma un espectáculo (trágico).
Urge recuperar por fin, el olvidado arte de la conducción política, aquel que confiere orden y direccionalidad fructífera al conjunto de las energías sociales. Permitiendo un sentido pleno de la cultura nacional, donde el fútbol tenga su lugar pero no privilegiado. Incentivemos las vocaciones y profesiones propicias de aportar riqueza humana en todo orden. Integrando la intelectualidad nativa para que brinde riendas culturales a la operatividad social, cesando así de opinar desde la ceguera intelectual de la inacción.
“Muchachos”, restituyamos el ideal de Nación. Se lo debemos a nuestros próceres, a los combatientes de Malvinas, a los submarinistas del Ara San Juan, y a todos los héroes que desde el anonimato transitan nuestro suelo diariamente y hacen que la Argentina siga latiendo.
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