Con la imagen del presidente Lula en el mitin del Primero de Mayo ante una plaza vacía, según los politólogos Brasil entró en una nueva temporada de su participación civil en la que las masas están pasando de la plaza real a la virtual, más extremista y polarizada, con evidentes peligros para la calidad democrática del debate político. Sin embargo, estamos hablando del mismo gigante latinoamericano que “despertó” en las manifestaciones de 2013, como gritaban incluso las consignas en las calles. Pero aquella era otra época. Era el comienzo de la segunda década del milenio, y la mecha que prendió más de 50 ciudades de todo el país en junio de ese año desde San Pablo fue un aumento mínimo de las tarifas del transporte público. Detrás, sin embargo, había un malestar mucho más profundo.
La población brasileña, que por primera vez desde el final del régimen militar salió a la calle de forma masiva – incluso ancianos y niños marcharon durante kilómetros – clamaba por una política mejor y, sobre todo, menos corrupta y por un Brasil con una distribución más justa de la renta. Todo tuvo lugar en vísperas del Mundial de Fútbol de 2014, que en cambio llevó a la construcción de catedrales en el desierto y desencadenó un vasto ejercicio de corrupción entre la clase política de la época. Con las masas en las calles apoyando a los jueces de la operación anticorrupción Lava Jato, la oleada de manifestaciones terminó en 2016 con la destitución de la entonces presidenta Dilma Rousseff. Los brasileños se habían demostrado ante todo a sí mismos, así como al mundo, el gran poder de sus manifestaciones que habían logrado incluso un cambio político. Sin embargo, con el asalto a los palacios del poder el 8 de enero de 2023, ese hechizo se rompió.
Casi una década después, la plaza vacía de Lula en San Pablo, en el estacionamiento del antiguo estadio de Itaquera, hoy Neo Química Arena en la simbólica jornada del Día de los Trabajadores, fue un duro despertar no sólo para el Partido de los Trabajadores, el PT del presidente, sino para todo Brasil. El sindicato Força Sindical esperaba al menos 50.000 personas, pero en realidad acudieron poco menos de 1.700, según los datos del Observatorio del Debate Político de la Universidad de San Pablo, la USP. Como comentó el periodista Mario Sabino en el sitio de noticias Metrópoles, la manifestación de Lula “fue una ofensa legal, un fiasco político y un acto inmoral”. El acto había sido organizado por los principales sindicatos del país, pero financiado con fondos públicos de la llamada Ley Rouanet del Espectáculo, bajo el patrocinio de la petrolera nacional Petrobras y el Consejo de Servicio Social de la Industria, el SESI. En un crescendo kafkiano, Lula, que no esperaba que la plaza estuviera vacía, culpó durante su discurso a los organizadores del evento por no haberlo publicitado bien. En particular, citó a Márcio Macêdo, titular de la Secretaría General de la Presidencia. “Sabéis que ayer hablé con él sobre este acto y le dije: Ay Márcio, este acto está mal convocado. El acto está mal convocado. No hicimos el esfuerzo de traer la cantidad de gente que necesitábamos traer. Sin embargo, estoy acostumbrado a hablar con mil, un millón de personas, pero también, si es necesario, sólo hablo con la maravillosa señora que está aquí delante de mí”, declaró Lula.
“No tiene nada que ver con la organización, sino con la dificultad de hablar con las bases”, explicó al diario Folha de São Paulo Andréia Galvão, politóloga de la Universidad estatal de Campinas. “Los trabajadores se han vuelto más refractarios a la organización y a la acción colectiva, están más alejados del sindicato y apuestan mucho más por la capacidad de encontrar soluciones individuales, o de movimientos sociales organizados en torno a otras entidades, además del apoyo que ofrecen las iglesias y la propia familia”, afirmó Galvão. Además, por primera vez en la historia de todos los gobiernos del PT de las centrales sindicales que organizaron el acto, al menos cinco han criticado y acusado públicamente a Lula desde el inicio de su tercer mandato, especialmente en lo relativo a la reforma agraria y al salario mínimo.
En lugar de tomar nota de la crisis que representaba aquella plaza vacía, el presidente brasileño intentó capitalizarla políticamente, llegando incluso a infringir la ley electoral. En el escenario del Día de los Trabajadores, Lula pidió explícitamente el voto para Guilherme Boulos, del Partido Socialismo y Libertad (PSOL), el precandidato apoyado por él y por el PT en las elecciones municipales de octubre. Refiriéndose a sí mismo, el presidente brasileño dijo que “nadie vencerá a este tipo de aquí si ustedes votan por Boulos para alcalde de San Pablo en las próximas elecciones. Y voy a hacer un llamamiento: cada persona que votó a Lula, en 1989, 1994, 1998, 2006, 2010 y 2022, debe votar a Boulos como alcalde de San Pablo”, declaró el presidente brasileño. En respuesta, el Movimiento Democrático Brasileño (MDB), del actual alcalde Ricardo Nunes, que volverá a presentarse, el Novo, de la precandidata Marina Helena, y el Partido Social Demócrata Brasileño (PSDB) apelaron a la justicia electoral. Además de arriesgarse a una multa de hasta 25.000 reales (4.930 dólares) y a una denuncia que podría llevar incluso a la casación de la candidatura de Boulos, “lo más preocupante es lo fuera de la realidad que está Lula, sin entender que el mundo ha cambiado y Brasil, el equilibrio político, las centrales sindicales, la disposición de las masas, el PT y el propio Lula han cambiado”, escribe Eliane Cantanhêde en el diario O Estado de São Paulo, que concluye diciendo que “el tiempo en que millones de personas se movilizaban ya pasó”.
Unos diez días antes, en Río de Janeiro, una manifestación convocada por el ex presidente Jair Bolsonaro había llenado la plaza, pero la dinámica fue básicamente la misma que la de Lula en San Pablo, es decir, la de transformar a los manifestantes de protagonistas del diálogo político en receptores pasivos. Los manifestantes que protestan y consiguen que las cosas cambien se han transformado en participantes de un ritual que ha pasado de ser político a ser casi hipnótico o religioso. En la manifestación de Río de Janeiro, la esposa de Bolsonaro, Michelle Bolsonaro, después de tomar el micrófono, incluso comenzó a recitar el Padre Nuestro junto con unos 45.000 manifestantes en una mezcla sin precedentes de política y religión. Por si fuera poco, también se dio la palabra al pastor neopentecostal Silas Malafaia, uno de los principales organizadores y financiadores de las manifestaciones pro-Bolsonaro, que habló con vehemencia de política, utilizando las incisivas pausas y tiempos de la predicación evangélica y transformando el acto en un ritual colectivo en el que la emoción prevaleció sobre todo, incluso sobre la política. Así lo confirman también los símbolos utilizados en estos actos, que de hecho les son ajenos, lo que los descontextualiza aún más de la realidad y muestra a menudo las contradicciones esquizofrénicas de estas concentraciones.n Si en las celebraciones del Primero de Mayo en San Pablo circulaban vendedores ambulantes ofreciendo banderas y camisetas con los símbolos de Hamas y Hezbollah por unos pocos reales, en las de Rio abundaban los de Israel. Pero eso no impidió que el 30 de abril Carlos Bolsonaro publicara en sus redes sociales una foto suya en Berlín con Beatrix von Storch, nieta del ministro de Finanzas nazista Lutz Graf Schwerin von Krosig. Storch es la líder del partido ultraderechista Alternativa para Alemania (AfD) y fue recibida en Brasil por el presidente Bolsonaro en 2021.
Así, si en Brasil las manifestaciones se están convirtiendo en una especie de templo para un ritual colectivo celebrado por el político de turno, independientemente de cuántos y cómo le escuchen realmente, los politólogos dan la voz de alarma de cara a la próxima campaña electoral y se preguntan hacia dónde están migrando los ciudadanos-votantes para hacer oír su voz, para comunicarse con la política y cuándo es necesario presionar. Los expertos no lo dudan, del ágora real estamos pasando a la burbuja de Internet donde si bien es cierto que la policía no dispara – como ocurrió en las manifestaciones callejeras de 2013 en las que un fotógrafo llegó a perder un ojo – aún se puede salir muy perjudicados. Según un reciente análisis de la organización no gubernamental Proyecto Global contra el Odio y el Extremismo (GPAHE), en Brasil hay más de 20 grupos extremistas activos y organizados, y la mayoría de ellos difunden discursos de odio en Internet. El estudio también cita al Instituto Conservador-Liberal, fundado por el diputado federal Eduardo Bolsonaro, hijo del ex presidente, por su contenido misógino y fundamentalismo religioso, y al Partido Liberal (PL) como promotor de discursos LGTBfóbicos y de odio contra las mujeres. Tampoco faltan grupos extremistas que exaltan el racismo, como Falange de Acero, un grupo nacionalista blanco que defiende la separación del Sur del resto del país y publica mensajes racistas y xenófobos contra los nordestinos. Otros grupos separatistas, como Resistencia Sur, afirman estar en contra del “liberalismo hegemónico global en todas sus formas, tanto de izquierda como de derecha”. También existe en Internet la versión brasileña del grupo neofascista italiano Forza Nuova. Uno de sus fundadores, Roberto Fiore, fue condenado por la justicia italiana por el delito de asociación subversiva y banda armada en 1985. Brasil también tiene que preocuparse en el frente extremista de izquierda. El antisemitismo y el neomarxismo radical crecen en las redes sociales, provocando una polarización del debate que no hará sino aumentar de cara a la campaña de las elecciones municipales de octubre. El resultado es que la plaza virtual es cada vez menos una plaza con ideologías claras y diferenciadas y cada vez más un lugar de encuentro de lo que en 2020 Christopher Way, el entonces director del FBI estadounidense, denominó “salad bar ideology”, es decir un mixto confuso de ideologías híbridas que absorbe un poco de todo, de derecha y de izquierda, con el objetivo de oponerse de hecho al pensamiento democrático.
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