Las tapas de los diarios del lunes 22 de abril de 1985 titulaban con tres temas excluyentes. Uno de ellos, deportivo, era uno de hechos más comentados desde la noche anterior: la derrota por 6 a 0, con batalla campal incluida, de Boca Juniors ante Guaraní Antonio Franco de Posadas; otro era internacional pero cercano, la muerte del presidente electo de Brasil en su recuperación democrática, Tancredo Neves, con lo cual el mandato quedaría en manos de su vice, José Sarney.
El tercero, y principal, anunciaba un hecho inédito, no sólo en la historia argentina sino que no tenía antecedentes en el mundo: un tribunal penal ordinario comenzaría ese lunes a juzgar la los integrantes de las tres primeras juntas militares de la dictadura que había gobernado a fuerza de terror y sangre el país durante más de siete años.
El autor de esta nota tenía entonces 27 años y trabajaba en una revista de esas que se llamaban “de actualidad”. Todavía recuerda su frustración por no ser asignado a la cobertura de ese juicio histórico. Ese lunes, su tarea era entrevistar a una vedette cuyo nombre, 38 años después, ha olvidado.
Lo que no puede olvidar es que, al llegar a la redacción, después de hacer la entrevista, se enteró de que el juicio casi no comienza por una amenaza de bomba en el Palacio de Tribunales. Y tampoco olvida el escalofrío que le corrió por la espalda. La dictadura había terminado hacía menos de un año y medio, y la decisión que había tomado el presidente radical Raúl Alfonsín de juzgar por delitos de lesa humanidad a los jefes militares de las juntas provocaba tensión entre el poder político de la naciente democracia y buena parte de la oficialidad de las Fuerzas Armadas.
El presidente del tribunal, León Arslanián, tuvo entonces un gesto cuya importancia no se dimensionó en ese momento. Desoyó los consejos de postergar la audiencia y decidió empezar con el juicio. Después contaría que pensó que si ese lunes suspendía el juicio por las amenazas se corría el riesgo de que arreciaran y no pudiera comenzar jamás. La brigada antiexplosivos de la Policía Federal revisó todo el edificio y no encontró nada. Con el correr de los días, las amenazas se transformarían en parte de la rutina. Y desoírlas también.
Por entonces, Pablo Llonto, que trabajaba en la sección deportes de Clarín, tuvo más suerte que este cronista. Como acababa de recibirse de abogado, lo eligieron para que secundara al experimentado periodista de la sección judiciales Claudio “El Gato” Andrada, en la cobertura diaria del proceso.
“No habíamos medido bien la importancia del juicio. Recién ese primer día nos dimos cuenta de que estábamos ante un hecho de magnitud internacional. Sabíamos que se acreditaba prensa de todo el mundo, pero creíamos que eran los corresponsales y nos dimos cuenta por la cantidad de periodistas extranjeros que habían venido especialmente, o que habían reforzado sus planteles acá, que estábamos ante un hecho que estaba mirando el mundo”, recuerda hoy en respuesta a una consulta de Infobae.
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En cuanto a sus sensaciones de aquel lunes histórico, las recuerda a sí: “Aquel primer día nos habíamos preparado hasta elegantemente, con saco y corbata. Yo tenía mi credencial, orgulloso de estar en la cobertura de ese juicio, con mucha ansiedad y mucha confusión también porque no sabíamos bien cómo se cubría un juicio oral, no teníamos esa experiencia. Yo era abogado hacía poco recibido, pero nunca había participado tampoco como abogado en un juicio oral y creo que ese día con Claudio Andrada fuimos con la expectativa de mirar todo, de anotar todo, creyendo que íbamos a poder tener mucho espacio… y bueno, el diario nos dio bastante espacio, pero nos quedaron muchas cosas colgadas para contar”.
La gestación del juicio
Raúl Alfonsín había prometido en la campaña electoral de 1983 que se iba a juzgar a los dictadores y, en la primera semana de mandato, estableció que el juicio a los responsables de las violaciones a los derechos humanos lo realizaría el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas y que la instancia de apelación debía ser la Cámara Federal de la Capital. Para que eso sucediera se tuvo que modificar, luego de una ardua negociación en el Congreso, el Código de Justicia Militar. No fueron pocos los diputados y senadores que se opusieron, para ellos la represión de la dictadura estaba justificada.
En septiembre de 1984, el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas comunicó a la Cámara Federal que no iba a emitir sentencia en la causa que se había iniciado en diciembre de 1983. Fue entonces que la Cámara Federal tomó el control del juicio y ordenó que el Consejo Suprema le enviara las fojas del expediente, que eran miles.
El tribunal estaba integrado por seis jueces de la Cámara Federal de la Capital Federal, León Carlos Arslanián, Jorge Torlasco, Ricardo Gil Lavedra, Jorge Valerga Aráoz, Guillermo Ledesma y Andrés D’Alessio.
Fueron acusados los nueve comandantes de las tres primeras juntas militares: los generales Jorge Rafael Videla, Leopoldo Galtieri y Roberto Viola; los almirantes Emilio Massera, Armando Lambruschini, Jorge Anaya y los brigadieres Orlando Agosti, Omar Graffigna y Basilio Lami Dozo. Ocho de ellos contrataron abogados particulares, solo Videla decidió ser representado por un defensor oficial.
La acusación estaba a cargo del fiscal Julio César Strassera, secundado por Luis Moreno Ocampo. La enorme cantidad de delitos de lesa humanidad registrados por Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), casi diez mil, hizo que la acusación utilizara el mismo mecanismo que aplicaba el Consejo Europeo de Derechos Humanos: presentar solo casos paradigmáticos.
Strassera murió en febrero de 2015. Hace unos meses, con motivo del estreno de la película “Argentina, 1985″, Moreno Ocampo reconstruyó cómo había llegado a ser fiscal adjunto del juicio.
“Ese juicio fue mi primer juicio como fiscal. Yo trabajaba en la Procuración General de la Nación, que es la fiscalía de la Corte Suprema, ahí le preparaba los dictámenes al procurador general. También enseñaba en la Facultad de Derecho y en el 84 me habían nombrado subdirector del Instituto de Investigaciones. Mi trabajo era muy académico: releía, discutía, explicaba… Y Julio necesitaba ayuda (yo creo que ya había pasado por muchos pidiendo ayuda y nadie se metía). Yo le dije: ‘Mirá Julio, me encanta, me muero por hacer esto, pero quiero que sepas que en mi vida hice un juicio’. Yo no había estudiado el procedimiento penal que se usaba en Argentina. Y Julio me dice ‘¡Mejor! porque acá tenemos que inventar algo completamente distinto’. Entonces me dio la tarea de manejar la investigación y tuve piedra libre para hacerlo. Fue fantástico”, recordó para Infobae.
Testimonios del horror
La fiscalía presentó 709 casos y la Cámara Federal examinó 282. Testimonios del infierno subterráneo del Estado Terrorista, pero también de la brutalidad y la ignorancia de los dictadores y sus esbirros.
Uno de los más elocuentes que se escuchó durante las jornadas del juicio fue el de Adriana Calvo de Laborde.
Contó que fue secuestrada el 4 de febrero de 1977 en su casa de Tolosa, en las afueras de La Plata, y que pasó por varios Centros Clandestinos de Detención y Tortura del llamado “Circuito Camps” hasta terminar en “El Pozo de Banfield”. Estaba embarazada y el 15 de abril empezó con el trabajo de parto. Tuvo a su hija en el piso de un auto, encapuchada y con las manos atadas.
“Mi trabajo de parto comenzó alrededor de las 7 de la noche, supongo era de tardecita ya, era mi tercer hijo, ya sabía que iba a nacer muy rápido. Las demás comenzaron a llamar nuevamente al cabo de guardia. Después de muchas horas, yo ya estaba prácticamente con contracciones de parto, llegó un auto, un patrullero, me subieron al auto y salimos. Adelante iban dos personas de civil, el auto era un patrullero, yo lo vi, y detrás iba una mujer que yo entiendo se trataba de Lucrecia, por la descripción que me habían hecho de ella las chicas, era una mujer de flequillo, de pelo muy negro, de pelo muy lacio y ojos muy grandes, iba detrás en el asiento, ella iba sentada junto a una ventanilla, yo iba acostada en el auto, ya no daba más (…) Yo iba acostada en el auto, vendada, los ojos vendados y con las manos atadas atrás, me dediqué, absolutamente todo el tiempo que duró el viaje, a decirles que yo me iba en libertad, que ellos me habían dicho que me largaban, que me llevaran a un hospital; ellos me dijeron que me llevaban a un hospital, me decían que sí, me decían sí a todo, me insultaban, les decía que estaba por nacer mi criatura, que no podía aguantar más; que pararan, que no era mi primer hijo, yo sabía que estaba por nacer; Lucrecia no hacía nada, el que manejaba y el que lo acompañaba se reía, me decía que era lo mismo, que igual me iban a matar, iban a matar al chico, qué me importaba; por fin, yo no sé ni cómo alcancé a sacarme la ropa interior para que naciera, realmente no lo recuerdo; les grité, íbamos a toda velocidad por la ruta que une La Plata con Buenos Aires y yo les grité ya nace, no aguanto más, y efectivamente nació, nació mi beba. Lucrecia gritaba ya nació (…) Mi beba nació bien, era muy chiquita, quedó colgando del cordón, se cayó del asiento, estaba en el piso, yo les pedía por favor que me la alcancen, que me la dejen tener conmigo, no me la alcanzaban, Lucrecia le pidió un trapo al de adelante, que cortó un trapo sucio y con eso ataron el cordón, y seguimos camino; habían pasado tres minutos; mi beba lloraba, yo seguía con las manos atrás, seguía con los ojos tapados, no me la querían dar, señor presidente, ese día hice la promesa de que si mi beba vivía y yo vivía, iba a luchar todo el resto de mis días porque se hiciera justicia”, contó ante una sala que la escuchó con un silencio poblado de horror.
Durante cuatro meses y medio, los jueces, los fiscales, los defensores y el público escucharon centenares de testimonios de sobrevivientes y familiares de desaparecidos.
El espanto de Borges
Víctor Basterra declaró el 22 de julio de 1985, exactamente al cumplirse tres meses del inicio del juicio. Su testimonio era muy esperado porque durante su cautiverio lo habían destinado a sacar fotografías para falsificar documentos. Arriesgando su vida diariamente, comenzó a hacer copias de las fotos de cada uno de los represores a los que les falsificaban los documentos. Cuando lo empezaron a llevar a su casa para visitar a su familia, las fue sacando ocultas entre sus ropas. Eso permitiría después identificarlos.
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Antes de relatar eso, Basterra contó las condiciones en que sobrevivían cotidianamente los secuestrados en la ESMA. Esto es parte de su testimonio:
—¿En qué condiciones estaba? ¿Atado, engrillado? – le preguntó uno de los jueces.
—El estado en que uno se encontraba en esos momentos era con una capucha puesta en la cabeza, esposado y con grilletes en las piernas. Eso era permanente, para sentarse había que llamar al guardia, si lo permitía. Yo recuerdo que tenía mucha sed y hacía mucho frio, y le pedí al guardia que me trajera agua, por favor, y el guardia dijo: “¿Así que vos querés agua?”, y me tiró un jarro de agua encima de las ropas. Era permanente un trato así, denigratorio y violento – respondió.
Sentado en la sala del tribunal, Jorge Luis Borges lo escuchaba horrorizado.
“He asistido, por primera y última vez, a un juicio oral. He escuchado a un hombre que había sufrido unos cuatro años de prisión, de azotes, de vejámenes y de cotidiana tortura. Yo esperaba oír quejas, denuestos y la indignación de la carne humana interminablemente sometida a ese milagro atroz que es el dolor físico (pero el hombre) hablaba con simplicidad, casi con indiferencia, de la picana eléctrica, de la represión, de la logística, de los turnos, del calabozo, de las esposas y de los grillos. También de la capucha. No había odio en su voz”, escribió pocos días después para exorcizar su espanto en una columna que publicó uno de los diarios de mayor tirada del país y que fue reproducida en todo el mundo.
“Salió horrorizado por lo que había escuchado”, recuerda su biógrafo, Alejandro Vaccaro.
“Nunca Más”
El alegato final de la acusación, a cargo del fiscal Strassera comenzó el 11 de septiembre y terminó siete días después, el 18.
Durante esos días volvieron a correr rumores de atentados o de amenazas. “Los fuertes contenidos acusatorios y la repercusión mundial que en ese momento tenían despertaron inquietudes en la prensa. Algunos medios, sin mencionar fuentes, hablaban de ‘molestias severas en los cuarteles’. Pero ni uno ni lo otro sucedió, más allá de los habituales llamados, cartas o notas que llegaban a las oficinas de Strassera (…) Sin embargo, muchas veces lo vimos salir solitario de Tribunales y caminar por la zona, recibiendo el saludo y la admiración de mucha gente. Para el tiempo de los alegatos su figura era tan conocida como la de Alfonsín”, recuerda Llonto.
El juicio estaba en el centro de atención de la mayoría de la sociedad. Una encuesta revelaba que la realización del proceso judicial contra los excomandantes de las tres primeras juntas de la dictadura tenía el 85% de adhesión entre los consultados.
Los matutinos del miércoles 18 de septiembre anticipaban un título en sus portadas. “El fiscal pedirá prisión perpetua para 5 excomandantes”, titulaba el de mayor circulación de la época, y ampliaba: “Son ellos Videla, Massera, Agosti, Lambruschini y Viola”.
La sala del tribunal estaba colmada a la tarde, cuando Strassera pidió las penas que ya habían sido anticipadas por los diarios de la mañana y el dio la puntada final a un alegato tan preciso como conmovedor.
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Las dos palabras con que lo terminó no le pertenecían a él sino a la Conadep, pero que las pronunciara allí les dio un peso que aún hoy siguen teniendo, porque marcaron un antes y un después en la historia del país: “Nunca más”.
Cuando terminó de decirlas, la sala arrancó un aplauso cerrado que pareció no querer acabarse y desde las bandejas también llovieron vivas a los fiscales e insultos a los genocidas que empezaban a retirarse.
Varios periodistas vieron a Viola levantar la cabeza hacia las bandejas y mover los labios para decir algo que fue posible leer: “Hijos de puta”.
Las condenas
El 9 de diciembre de 1986, la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Federal de la Capital dio a conocer su fallo: Videla y Massera fueron condenados a reclusión perpetua e inhabilitación absoluta con accesoria de destitución; Viola fue penado con 17 años de prisión y a inhabilitación absoluta perpetua con la accesoria de destitución; Lambruschini fue condenado a 8 años de prisión y a inhabilitación absoluta perpetua con la accesoria de destitución; y Agosti recibió 4 años y 6 meses de prisión y a inhabilitación absoluta perpetua con la accesoria de destitución.
Omar Domingo Rubens Graffigna y Arturo Basilio Lami Dozo fueron absueltos porque asumieron la comandancia después que se cerrara el único centro de detención de su fuerza. Leopoldo Fortunato Galtieri y Jorge Isaac Anaya fueron absueltos porque no se pudo demostrar que personal a su cargo hubiera seguido cometiendo alguno de los delitos del sistema ilegal de represión implementado cuando ellos asumieron el poder.
Juicios posteriores, a partir de nuevas pruebas y testimonios, demostrarían la responsabilidad de los absueltos, que también serían condenados.
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