“El abuelo”, un cuento de Lucas Rozenmacher

El origen de una tragedia de Lucas Rozenmacher

Marcial abre la puerta de chapa azul, descascarada y con principios de oxidación, da el primer paso temeroso, mira a sus costados, levanta la vista y ve un gato de color negro, con un manchón blanco en el ojo derecho, su pelaje está revuelto y encrespado, el diámetro del tórax es mayor que el habitual, para gatos callejeros. El gato alza la cabeza y aparece en su cuello un gesto doméstico: un collar amarillo de cuero, con unas pequeñas tachitas plata opaco un instante después. Marcial dejó de verlo, el felino se había escabullido al saltar un pequeño paredoncito del que provenían acordes sucios de una radio mal sintonizada.

Marcial volvió a prestar atención al pasillo de baldosas pálidas, con una gran cantidad de polvo, tierra y objetos maltrechos que se engrandecían al avanzar hasta la última puerta del costado, al lado de otra que se veía de frente. La puerta que debía tocar Marcial estaba oxidada y tenía restos de un vidrio esmerilado en la parte de arriba, él se lamentó que no fuera la otra puerta con madera barnizada, que dejaba escapar hacia arriba una escalera de hierro, pero la que era, era, se dijo.

Golpeó la puerta que le correspondía y esperó a que le abrieran. Intentó no tocar nada, todo le daba asco e impresión. Sentía que no podía estar ni un instante más en un lugar así, mientras su pie derecho hacía de pedal de bombo en espera y revoleaba los ojos para los costados buscando algo que lo confortara.

Desde dentro una voz ronca, con nostalgia de los litros transitados pregunto:”¿Si, muchacho, qué precisa?”. Marcial respondió aceleradamente: “dale papá, soy yo, abríme que me van a comer los piojos”. “¿Quién es? (se quedó un instante pensando, mientras Marcial se impacientaba y pueteaba en voz baja: “dale la puta madre”), ¿Cacho?, ¿Delmiro?, ¿Marcial? Marcial respondió rápidamente: “Si papá, soy yo Marcial, abrí por favor que estoy cagándome de frío”. Durante unos segundo no hubo diálogo, ninguno de los dos habló, luego Marcial volvió a repetir la frase y del otro lado se escuchó a Delmiro con voz desconfiada y seguro de lo que decía: “Qué va a ser Marcial, si ese muchacho prometió no venir más, vos sos un vivo que venís a joderme, mejor andate antes de que llame a la cana”. Marcial, respiró y volvió a pedirle que le abriera que era él que venía a ver cómo estaba y que quería charlar un rato con él.

Al rato Delmiro decidió abrirle. Al apartar el pedazo de chapón oxidado se presentó un nuevo escenario. El patio era pequeño, con macetas de metal color rojo, también oxidadas, el gato de la puerta que lo miraba fijo, unos discos tirados y una pequeña mesita de fórmica, modelo 1970, con tres sillas de metal y cinta roja rodeando a una pava con signos de uso en su base y un mate de lata jaspeada negro y gris, con una bombilla de plástico. A un costado de la mesa, parado, con un brazo apoyado sobre una de las sillas estaba Delmiro con un viejo traje azul plomo y rayas profundas blancas, estilo gangster de los años treinta. Cuando estiró su brazo, se notó que desde la axila la manga se separaba del torso y dejaba escapar los hilos gruesos al estilo pesca. Una sonrisa tibia salió de Marcial y Delmiro contestó con una más extensa y, con una pequeña dificultad, se deslizó a pegarle un abrazo tímido, suave y angustioso.

Luego de los saludos, ambos se sentaron a tomar unos mates, sin hablarse, Marcial ofreció unos bizcochos de grasa dulces tamaño chico, Delmiro extendió su mano y agarró un montoncito, luego tiró una cucharada de azúcar sobre la circunferencia que rodeaba a la bombilla, vertió el agua y le ofreció el mate a su hijo. Marcial, cuando su padre estiro el brazo preguntó, con mezcla de gracia y enojo, “me das el mate del boludo papá, ¿el primero es el del boludo, no?” Delmiro lo miró, retrocedió el brazo, se tomó el mate, volvió a cargarlo de azúcar y le dio el segundo, Marcial lo aceptó sin decir nada.

Estuvieron toda la pava sin hablar. Juntaban montoncitos de bizcochos, bebían el líquido que se paseaba por la bombilla plástica y decían palabras sueltas como “qué frío que hizo ayer” o “ta bueno ¿no?”. Mientras ambos hombres estudiaban disimuladamente al otro y esperaban que el otro comenzara a hablar de algo que el ambiente pedía que hablaran, pero que se retrasaba mate a mate.

Cuando la pava dejó de rociar a un montículo verde en el que flotaban los pocos restos de palo que mostraba la yerba, Marcial se levantó y le dijo “bueno viejo, espero que sigas bien y nos vemos la semana que viene”, Delmiro sonrió feliz y le dijo que lo esperaba, le dio un beso húmedo y lo despidió desde la puerta mientras Marcial campeaba los extraños escombros que se hacían dueños del pasillo. Llegó a la puerta de calle, la abrió y se volvió a perder para Delmiro, que cerró su puerta y se dispuso a cambiar la yerba y calentar el agua.

Ya en la calle, Marcial caminó algunas cuadras, pensando que lo “había visto bien al viejo” y que el domingo siguiente llevaría a Rigoberto, su hijo, para que conociera a su abuelo, y que los tres la podían pasar bien, porque con su padre se podía hablar de muchas cosas. Siguió caminando por su barrio, que era el barrio de su padre –Mataderos–, hasta que llegó a su casa: la escuela “Salvadores de la sed”, dependiente de la Municipalidad. Abrió el portón de madera, y una sombra húmeda lo recibió en el primer patio distribuidor, caminó entre las aulas vacías, mientras un cigarrillo lo acompañaba, su gesto era feliz, sentía que había hecho algo que se debía, subió una escalera, treinta escalones lustrados y en el vigésimo quinto dejó caer la colilla, siguió camino hacia arriba, sin pisar la brasa que había producido. Llegó al primer piso, recorrió otro pasillo lleno de aulas vacías, con pizarrones escritos y palabras de papel maché y cartulinas de colores colgadas en las aulas. Al final del pasillo había una puerta color beige, sacó una llave, giró dos veces y la abrió dejando que la televisión lo recibiera. Se sacó la campera, la tiró a un costado, saludó a su hijo –de unos veinte años– y le pellizcó el culo a su mujer, ella no dijo nada, se sentó, agarró el control remoto del televisor y puso el fútbol, ese día Nueva Chicago había ganado y se salvaba del descenso directo.

Palmira se puso a preparar la cena, guiso de mondongo, y Marcial y su hijo (Rigoberto) se quedaron en silencio mirando fragmentos inconexos de partidos. Palmira sirvió en unos platos hondos abundantes porciones de comida, ellos comieron, uno, dos, tres platos y al terminar tuvieron su recompensa, Chicago 2 – Instituto 0 en Córdoba, sonrieron juntos, se abrazaron, brindaron con lo que quedaba de vino en la cajita y Marcial le dijo: “che Rigo, tenés que venir conmigo el domingo que viene a ver a tu abuelo”, Rigoberto lo miró con fastidio y le respondió que ese domingo tenían que ir a la cancha para hacer fuerza en el partido definitivo por la permanencia, Marcial le respondió “uh, tenés razón, … bue, está bien vamos otro día, total el viejo está siempre ahí”.

Pasaron cuatro meses hasta que llegó el día del padre y Marcial le dijo a Rigoberto que fuera a buscar a su abuelo mientras ponía a quemar las primeras brasas en la parrilla tambor que le habían prestado. Rigoberto cortó un trozo de morcilla fría, tomó una “milonguita”, la abrió toscamente con la mano y se fue refunfuñando mientras deglutía la morcilla.

Al salir a la calle se quedó charlando con un grupo de amigos, compraron algunas cervezas y siguieron conversando una hora más. Al notar el tiempo que había transcurrido, Rigoberto saludó al grupo, chocó la palma derecha con uno de ellos y comenzó a caminar rápido. Algunas cuadras después, Rigoberto abrió la puerta de chapa azul, caminó sin prestar atención a los elementos que se hacían del camino y empujó la puerta de su abuelo. Ya dentro fue hasta la puerta del baño, la golpeó y le avisó que estaba esperándolo para que fueran a comer un asado por el día del padre. Delmiro abrió la puerta y desde el inodoro, sonriendo, contesto que ya salía.

Durante la comida y parte de la tarde, en la que compartieron, además del asado una mateada, Delmiro se dedicó a hablar de Marcial y sus hermanos cuando eran pequeños. Todos siguieron atentamente la narración del viejo que había logrado rejuvenecer una decena de años mientras ocupaba el centro de la escena.

Cuando comenzó a desaparecer el sol, y una brisa húmeda rondaba sobre el mástil de la bandera ubicada en el patio, junto a la parrilla que veía encenderse nuevamente las brasas, Delmiro comió unos pedacitos de vacío que Rigoberto le ofreció y comenzó la retirada, sin permitir que nadie lo acompañara.

Todos quedaron contentos con la visita del “abuelo” y durante un par de días a cada persona que veían le contaban de la existencia de este misterio de universos paralelos que por más de cuarenta años nadie de la familia había visto –excepto su ex esposa, la madre de Marcial, que de vez en cuando volvía a convencerla de que “nada ni nadie” los podía separar, tenían otro hijo y volvía a convertirse en un extraño mito que nadaba en gritos y alcohol–.

El año continuó y la municipalidad decidió poner un comedor en uno de los sectores del colegio, por lo que la familia se dedicó a atender ese nuevo menester.

Casi un año después, Rigoberto pasó de visita por lo de su abuelo y al llegar, por primera vez, prestó atención al lugar donde vivía su abuelo. Al recorrer el pasillo, fue tropezándose con cajas vacías, ropa andrajosa y ratones.

Cuando entró al patio distribuidor del PH de Delmiro, vio que una gran cantidad de bichos, que pasaban por el arco iris posible de la dejadez y la miseria se habían hecho dueños del lugar. El viejo estaba a un costado, en una de las habitaciones, sin luz, con olor a comida en descomposición, a desechos en putrefacción, en definitiva con el hombre mismo pudriéndose. Rigoberto entró, lo abrazó, le dio un beso y le dijo “tranquilo abuelo que ahora preparo unos mates y todo va a estar joya”. Se acercó a la cocina, no encontró la yerba, volvió a la habitación donde estaba su abuelo y le dijo que saliera a ver el sol en el patio. Al trasladarse, el viejo mostró algunas dificultades para caminar, arrastrando su pie izquierdo.

Los dos hombres conversaron durante un rato de banalidades y sobre la actual situación de Nueva Chicago, luego Rigoberto le dio un beso y se fue decidido a hablar con su padre y uno de sus tíos para que se “hicieran cargo de la situación”.

De camino a su casa se cruzó con Anabella, la chica que le gustaba desde la primaria, una morocha de ojos grandes y vivos, y movimientos con las manos que parecían danzar y se quedó charlando por horas, la invitó una cerveza y luego otra hasta que se comieron la boca y se internaron en un cuarto hasta quedar exhaustos, temblando de placer y no poder más.

Días después, luego del almuerzo dominical, Rigoberto lo encaró a su padre y le planteó que él no veía bien a Delmiro, lo había notado “medio dejado”. El padre puteó un poco al viejo, a su hijo preguntándole si él era culpable de ello, a él por su historia y decidió que el siguiente domingo iría a verlo.

A la otra semana, Rigoberto y Marcial fueron a lo de Delmiro. Al llegar los dos notaron un gran desorden desde el ingreso por el pasillo que conectaba la casa con la calle. Unos metros más adelante se apareció la primera rata, rosita y ellos sentían que les decía “lo siento muchachos pero ahora es tarde, este es nuestro lugar y no sabemos si los vamos a dejar pasar”.

Los dos hombres se hicieron camino pateando las cosas y puteando a Delmiro por ser tan dejado y entraron al patio de la casa del viejo. Al principio no lo vieron, sólo aparecieron más ratas, el esqueleto de un gato en estado de putrefacción, unas cucarachas dando paseos rápidos por la zona y algún que otro gusano de humedad. Desde una de las habitaciones a oscuras, la voz de Delmiro preguntó si ellos eran ellos, Marcial contesto que sí de mala gana y se percibió una tenue sonrisa desde la penumbra.

Ambos se acercaron al viejo, lo alzaron y lo sacaron al patio. Ya cuando estaban a merced del imperio de la luz diurna, vieron que el viejo estaba con problemas para moverse, Marcial le hizo algunas preguntas a su padre, le dijo a Rigoberto que esperara y salió rápido para la calle. Al rato, apareció una ambulancia y el médico dijo que tenían que llevárselo urgente porque Delmiro tenía roto un tobillo, y lo veía con problemas de nutrición. Los tres putearon al mundo, a la situación y a ellos mismos, por indicación del médico, Rigoberto cargó a su abuelo y salieron raudamente al hospital.

Durante un par de semanas, el viejo estuvo en el Hospital, le enyesaron el tobillo, lo alimentaron y lo asearon. A los pocos días de estar internado, Delmiro coqueteaba con las enfermeras, a algunas intentaba pellizcarlas y con los médicos bromeaba sobre su historia sexual. Durante la última semana la única persona que se acercó a hablarle fue la monja que pasaba todas las mañanas, las enfermeras sólo se acercaban a cumplir con las pautas de seguimiento del tratamiento, pero ni le contestaban a los diálogos lascivos que él establecía y su familia casi ni pasaba.

Cuando le dieron de alta, Marcial y Rigoberto lo acompañaron a su casa, que su nieto se había encargado de desinfectar y limpiar y su hijo había hecho los arreglos necesarios para que tuviera acceso a todos los servicios básicos.

Durante algún tiempo Delmiro compartía cotidianeidad junto a la familia de su hijo y fundamentalmente con su nieto, luego Rigoberto se puso de novio formalmente con Anabella y un amigo de Marcial consiguió entradas para las carreras en el autódromo y una cosa llevó a la otra y las visitas se fueron espaciando.

Aproximadamente un año después, el muchacho fue a visitar a su abuelo y encontró un cuadro aún más complejo que el anterior. El parquet presentaba faltante de maderas, y donde estaba dejaba una muestra de podredumbre. Las ratas habían vuelto y estaban decididas a quedarse para siempre y el viejo volvía a “guardarse” en la húmeda oscuridad.

Rigoberto fue a pedirle a su padre que hiciera algo, que no se hiciera más el boludo, que no lo dejara tirado a su abuelo en medio de todo el raterío.

Unos días después, Marcial tomó la decisión de internarlo en un geriátrico porque “aunque merezca la muerte ese hijo de mil putas que nos abandonó hace muchos años y nos dejó en bolas, solos y tirados, pero está bien, yo me voy a encargar de este hijo de puta”. Una vez, luego de una de las tantas entrevistas que le hicieron en la obra social, Marcial planteó que éste lo había dejado abandonado hacía muchos años, más de cuarenta, y que hacía poco habían vuelto a verse y él notaba que el hombre no estaba en condiciones de asistirse a sí mismo y que él vivía en una escuela, por lo que no podía llevárselo a la casa, por lo que necesitaba internarlo en algún lugar que lo cuidaran, lo alimentaran y lo atendieran, porque no quería llegar un día a la casa de su padre y encontrarlo muerto y devorado por las ratas.

Luego de un mes, Delmiro fue a parar a un Hogar en Barracas, Marcial arregló la casa de su padre y se fueron a vivir Rigoberto, Anabella y el bebé que esperaban.

Marcial dejó de ir paulatinamente a ver a su padre hasta que un día lo llamaron para avisarle que había muerto de un infarto luego de una neumonía que nunca habían terminado de curarle.

En tanto que Rigoberto, cuando comenzó a trabajar y a vivir con su mujer y su hijo en la casa de Delmiro, empezó a ir cada vez menos a la escuela a la casa de su padre, hasta que un par de años más tarde, durante otro día del padre, Rigoberto llevó a su hijo Celestino a conocer a su abuelo, comieron asado, rieron toda la tarde y prometieron volver a juntarse.

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FUENTE: INFOBAE NOTICIAS

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