
Bajo los efectos del delirio transitorio, feroz y volcánico de contar una historia en la que los personajes tuvieran vida y carnadura, y anhelando hacerlo con palabras livianas para nombrar el dolor y oscuras para nombrar la felicidad, así escribí durante dos años, entre las once de la noche y las dos de la mañana, mi segunda novela, Efectos colaterales.
Quise escribir sobre la relación siempre evanescente y atribulada que construimos con la realidad. Es posible que el resultado final no tenga nada que ver con ese propósito, los lectores juzgarán.
Su protagonista, Nadia, se gestó en mi cabeza inicialmente como un nombre. Influida, quizás, por la Nadja de Breton y la Nanina de Germán García. Un nombre que es casi un pronombre indefinido. Nadia es una profesora de biología que está por jubilarse y quiere celebrar ese hecho con una cena, a lo Mrs. Dalloway. Esos preparativos absorben su atención. Los invitados, el vestido. Su amiga, Valeria se burla un poco de ella. Pero la acompaña, porque la quiere, se quieren mucho. Es una amistad que lleva décadas de conversaciones y encuentros, desde el primero en el balneario La Perla, en el que Valeria traza para Nadia las líneas de un destino. Toda felicidad es política, pero eso Nadia lo ignora. La ceguera es una diosa altiva que dirige sus pasos. Las reivindicaciones feministas, la lucha por la verdad, el cuidado de los otros, no le son ajenos, aparecen en gestos espontáneos. Pero la violencia, que ella quiere mantener alejada, podando el jardín de sus relaciones, se filtra como una serpiente de hielo bajo la tierra, entre los geranios y las hortensias. La violencia fiera, deletérea y silenciosa, que mastica huesos como Cronos, la que deja rastros por generaciones.
Construí la historia dándole voz a un personaje cuya historia y su manera de estar en el mundo son bien diferentes de las mías. Pero, inesperadamente, para mi sorpresa, su voz terminó diciéndome cosas que ignoraba de mí misma.
La novela se mueve en escenarios conocidos que se deforman y se vuelven extraños, las casas familiares; el balneario La Perla; el Delta; los bares. Son espacios confortables que terminan siendo desconocidos. Esa transformación de lo Heimlich en Unheimlich, modelizada por Freud, constituye lo siniestro. Aquello que proviene de la cadencia íntima, el ritmo propio del corazón que se conoce y que de pronto empieza a aullar enloquecido, como un lobo sonámbulo desde dentro de la jaula del tórax.
La historia de Nadia empieza con el retrato de una vida que se acerca feliz a un momento de calma y dicha. Durante unas páginas, se despliega esa felicidad calma que puede dar una vida pequeña. Sin embargo, a poco de andar esa tranquilidad se ve perturbada, conmocionada por un acontecimiento que lleva a la protagonista a dudar de todo. La duda es una larva de polilla que se instala en el tejido de su vida. Y toda ilusión de estabilidad se hace añicos. ¿O no? Esta duda, creo, subyace bajo todas las peripecias y confiere una luz extraña a los acontecimientos banales. Detiene las imágenes que capta la retina de la protagonista para desnaturalizar los significados.
Algunos de los problemas que me planteó la escritura fueron, por un lado, el registro narrativo de la felicidad, que siempre es poco interesante y por otro, darle lugar a la enunciación de una voz ajena que fuera auténtica, vacilante y desordenada como la de un ser vivo. La historia está construida de un modo no lineal, con retazos. Pero avanza siguiendo una cronología que alterna entre el presente y algunos recuerdos del pasado que van dando cuenta de una vida con pinceladas fragmentarias, de acuarela, como nos damos a conocer todos, incluso ante nosotros mismos.
Quise que la novela tuviera la fuerza atrapante de un thriller sin serlo. Y eso exigió un trabajo de selección, una curaduría poética y una escritura que diera la sensación de haber sido tecleada de un modo rápido y liviano.
Aspiré a que la narración diera cuenta de las complejidades éticas y emocionales que generan los vínculos íntimos. Eso implicó dar voces a distintos personajes. Voces que brotaran de diversos cuerpos, de personas con historia propia. Cada personaje tiene una ficha con una extensa historia no escrita que me ayudó a darle verosimilitud, peso existencial.
El trasfondo del libro lo constituye la dimensión política de la familia, narrada por un personaje que cree que su vida transcurre de espaldas a la historia. Quise dar cuenta de las transformaciones de la protagonista. Lo hice a través del uso de diversos registros narrativos, en los que la sintaxis se rompe y recompone, conservando la identidad de la voz.

¿Cuál es la razón, cuál es la fuerza que lleva a alguien que trabaja diez horas diarias a sacarle tiempo al descanso, a los hijos, para escribir ficción? No tengo una respuesta. La potencia de la pregunta reside en la incomodidad que provoca. La pregunta molesta, obliga a socavar la mente, a escarbar los sueños para aliviar el escozor. Algo similar sucede con la literatura. La ficción instala otro orden en la sucesión opaca de los días, una subversión que es esencial para vivir. Pero pica. A veces, raspa, duele. A veces es intensamente placentera, casi orgásmica. Pero si no deja alguna cicatriz, un destello, el resto de una caricia brutal, se desvanece en la selva ingesta de palabras leídas. Escribir esta novela constituyó para mí una locura. Una locura reversible pero intensa. Espero que algunos retazos de este delirio del lenguaje consigan herir a sus lectores.
La novela fue dos veces finalista del Premio Clarín y fue publicada por Aurelia Rivera. La presentación será el 21 de diciembre, en Dain Usina Cultural y tengo el honor y la alegría inconmensurable de que me acompañe el querido y admirado Luis Chitarroni.
* El libro se presenta el martes 21 de diciembre a las 18 horas en Dain Usina Cultural (Nicaragua y Thames, CABA). Participa Luis Chitarroni y la autora. La entrada es libre y gratuita.
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