El populismo se caracteriza por la provocación del conflicto como un fin en sí mismo. A diferencia del marxismo, cuya concepción escatológica sostenía el triunfo inexorable del proletariado como única clase social tras una larga historia de lucha, el populista se alimenta de la confrontación, sin buscar un fin de la historia. Se inspira en una épica maniquea burda, superficial, sin la menor densidad conceptual, que acomoda a cada circunstancia de su permanente batallar. En este combate constante y desgastante, ya desde la oposición o en el gobierno, se lleva por delante a las instituciones, las constituciones y las leyes; dilapida recursos y destruye la creación de riqueza.
La sociedad se polariza, los pobres son más pobres, los matices del disenso se diluyen entre el todo y la nada, el periodismo y la academia deben ponerse al servicio de la causa populista. De este modo, pierde sentido el debate parlamentario, se esfuma el espacio de la crítica y todo intento por poner límites al poder es visto como una traición.
Pero los populismos afortunadamente no duran para siempre. Tarde o temprano, por el peso de su propio fracaso y asfixia, pueden ser reemplazados por fuerzas políticas que creen en el Estado de derecho, las instituciones, el equilibrio de poderes, el disenso y la apertura. Después del populismo, ¿qué? Porque persistirá la inercia de esa confrontación como forma de expresión política, ubicando en la fácil taxonomía de “buenos” y “malos” a los distintos actores, sin aspirar al sano debate que posibilita la alternancia de las democracias liberales.
Después del populismo, no basta con que funcionen regularmente los poderes del Estado, que la prensa vuelva a respirar libremente y que se transparente el funcionamiento de las instituciones. Se precisan respuestas prácticas y concretas que pongan en evidencia que, además de fundarse en los principios de libertad y pluralismo, las democracias también son beneficiosas para la vida material de los ciudadanos. La democracia liberal, para que sea sólida más allá de los avatares, debe tener resultados tangibles, con más y mejores oportunidades. Para ello, es preciso volver a crear los marcos institucionales que permitan y alienten el desenvolvimiento de la iniciativa privada y la cultura del trabajo, para que cada vez más personas dejen de ser dependientes de la asistencia estatal y, con ello, sujetos a la demagogia populista.
Los regímenes populistas latinoamericanos han creado un entramado de clientelismo basado en la resignación y la culpabilización: resignación a que la vida no tiene nada bueno para ofrecer, por lo que no hay aspiración a la movilidad social ascendente. Culpabilización de que la situación que se vive es debido a que los ricos poderosos le han extraído su porción. Esto genera un círculo de cinismo por parte de las fuerzas populistas, que no le brindan las herramientas para salir de la pobreza, en tanto siguen atizando con una narrativa que perpetúa hábitos perjudiciales. Así, se difunde un conformismo que mediocriza, congela y castiga al innovador. Desarticular esa narrativa y promover canales de movilidad social ascendente, formación de emprendedores y protagonismo cívico son acciones que forman ciudadanos responsables de sus vidas.
La narrativa populista busca culpables, en una espiral interminable de la excusa: todos los males son causados por conspiradores, nunca son el resultado de la propia inoperancia del régimen gobernante. Es lo que hoy observamos con Nicolás Maduro en un país abundante en recursos naturales, pero en el que dos decenios de populismo han destruido los cimientos institucionales y los emprendimientos privados.
Volver a la buena senda es difícil y azaroso, pero con la brújula de los principios claros el navío podrá atravesar las tormentas y llegar a buen puerto.
El autor es doctor en Historia, escritor y profesor titular en la Universidad de Belgrano.
FUENTE: INFOBAE NOTICIAS
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