De la vida y la muerte

(Foto: Julio Menajovsky)
(Foto: Julio Menajovsky)

Dedicado a la memoria de Mica Mochon zl y Cristian Degtiar z¨l

Escribió Jorge Luis Borges: “La muerte es una vida vivida. Y la vida es una muerte que viene”.

La muerte es insondable, incontrastable. El final inevitable.

La llegada de la muerte es siempre inesperada. Siempre. Se trate de una desgracia, de una tragedia, de una enfermedad, o de la misma ancianidad. Siempre es inesperada. Aún cuando debiéramos saber que justamente eso es lo único que va a llegar. Desde el momento en que nos regalan el misterio y la bendición de haber nacido, no hay registro alguno de lo que pueda suceder con nuestra existencia entre esos dos puntos en el tiempo. Apenas nos entregan a cambio una sola certeza: no será para siempre. En algún momento tendremos que partir.

Sin embargo, vamos caminando por la vida pensando justamente que nunca sucederá. Casi como una autodefensa inconciente para seguir apostando a la vida.

Esta semana leímos de nuestra Torá un texto confuso, extraño. Un ritual asombrosamente inexplicable relacionado con el modo de salir del lugar al que se llega, tras estar en contacto con la muerte. Todos los exégetas acuerdan que es una Ley que no tiene explicación alguna. Dicen los antiguos sabios que cuando Moisés le pidió a Dios una explicación sobre este ritual, Dios se quedó callado. Hasta Dios permanece en silencio. En momentos de pérdida y ausencia, necesitamos una respuesta a algunos de los por qué. Y hasta Dios se hace silencio. El rabino Harold Kushner escribió que frente a la muerte, y al dolor que ésta genera, hay veces que Dios nos abraza y llora a nuestro lado, porque tampoco estuvo en sus manos hacer nada.

Buscamos una respuesta ante una pregunta que sólo se define desde el misterio. Y el peligro es quedarnos atrapados en en la pregunta. Exigimos una respuesta que no existe. Y el esperar algo que no existe sólo resquebraja la esperanza, adormece cualquier otra aspiración, deviene en soledad, en tristeza y abandono de todo.

La vida es una muerte que viene. Inevitable. Pero a la vez, la muerte es una vida vivida.

Ante la pregunta sin respuesta, debemos aprender a cambiar la pregunta. no será entonces ¿porqué?, sino ¿Cómo? ¿Cómo voy a hacer ahora? No se cómo lo voy a hacer, pero sí se que lo tengo que hacer. No será ¿por qué? Sino ¿y ahora qué? E ir en busca de la respuesta en la vida vivida. Inspirados en los tiempos sagrados vividos en intensidad, replantearnos los nuevos tiempos que vendrán y ser nosotros la respuesta. Asumir el coraje de mirar a los ojos a la muerte y reconocer que hay cosas que será inevitable que se lleve, pero que hay cosas que de ninguna manera se podrá llevar. La bendición de los días, la sonrisa en lo cotidiano, la frescura vivificante que generan esas personas especiales cuando uno está en medio de un desierto. La personalidad, el humor, lo construido, lo aprendido, lo reído y lo llorado. Todos nuestros tiempos vividos. Tener el coraje de mirar a los ojos a la muerte y asumir que hay cosas que no están en nuestras manos. Pero que hay cosas que solamente están en nuestras manos.

Entonces repensarnos, revaluar nuestros tiempos, rearmar nuestras prioridades, y resignificar la manera en cómo invertir mejor, para vivir una vida más alta. Asumiendo ahora que la muerte puede estar allí enfrente, pero que está en nosotros que la nuestra sea una vida bien vivida.

La oración que recitamos los judíos en momentos del duelo es el conocido “Kadish de duelo”. Es una plegaria especialmene extraña. Partidos por el dolor, asolados de tristeza, en medio del sentimiento de que hemos sido traicionados hasta por Dios, terriblemente solos y atravesados por la perdida, se nos pide ponernos de pie y decir: “Itgadal Veitkadash Sheme Rabah” “Que sea grande, que sea sagrado, Su gran Nombre…”.

Seguramente sea lo último que a nadie se le ocurriría decir en ese momento. El Kadish se transforma así en un acto de auto trascendencia, en un acto de rebelión que exige el judaísmo. Es estar en presencia de la muerte y declarar de pie que aún elegimos la vida. En el texto del Kadish no aparece ni una sola vez la palabra muerte. Sólo nos habla acerca de la vida.

El rabino Yosef Soloveichik acerca del Kadish: “No importa cuán poderosa sea la muerte, ni el triste final del hombre. Por aterradora que sea la tumba, por absurdo y sin sentido que parezca todo, no importa cuán desesperada sea la desesperación y cuan dramáticos pueden ser algunos momentos de la vida, en el Kadish declaramos y profesamos, pública y solemnemente que no nos rendimos. Que no nos rendimos, que continuamos el trabajo de nuestros antepasados y que continuaremos con nuestra vida.”

“Que sea grande y que sea sagrado Su gran Nombre…”

¿El nombre de quién? Se entiende que el Nombre de Dios. ¿O quizá el de la persona que estamos recordando? El texto del Kadish tampoco menciona el nombre de Dios. Quizá nos pide la tradición que nos pongamos de pie para decir acerca de esa alma que acaba de partir: “Voy a hacer que tu nombre siga siendo grande, porque sos sagrada, sagrado, para mí, y para los que tengan el privilegio de escuchar tu vida y tu mensaje”.

Hacer de su nombre una bendición es el mayor acto de amor que podemos entregarles. Porque tal como dice El Cantar de los Cantares, “más fuerte que la muerte, es el amor.”

Julio lluvioso, gris y siempre frío de Buenos Aires desde hace 25 años.
Recordar es caminar el tiempo.

Caminar con los ojos vendados, y abrirlos en ese instante.

Caminar con ojos vendados es asumir el riesgo de salir lastimados. Heridos de búsqueda.

Abrir los ojos nos hace ser parte de lo eterno. Vivir otra vez lo vivido, caminar otra vez lo caminado, pero con la sabiduría de lo ya recorrido.
Recordar es un arte. El arte de definir cuál será el instante exacto donde abrir los ojos.

Recordar nos asegura aprender a amar. Amar profundamente también asume el riesgo de que esas cosas de la vida, o esas cosas de la muerte, nos hagan doler el alma.

El amor y el dolor van de la mano. La desilusión, la ausencia, la pérdida, nos hacen cambiar de un estado al otro en un suspiro. Nos transforman en lo que no quisiéramos.

Por eso recordar se transforma en el hermoso y difícil arte de amar bien. Amar más alto. Amar mejor.

Olvidar es pensar que nunca hemos caminado hasta aquí. Es preferir no salir lastimados queriendo no abrir los ojos, en la ilusión de que ese instante quizá nunca ocurrió. Es cerrar los ojos y esperar que nos deje de doler, a escondidas de nosotros mismos.

Amia, 25 años atrás

Un instante de fuego, terror, escombros, muerte y preguntas. Instante que no merece la eternidad de mi memoria.

Lo que recordemos y cómo recordemos le entregará a ese tiempo el sabor de lo eterno.

Eternas las 85 almas. Las historias. Eternas sus juventudes y sonrisas. La magia de sus voces.

Eternos los vínculos y los sentires. Los sueños y los proyectos. Los proyectados y los logrados.

Eterno el amor y el dolor. Eterna la alegría de haberlos vivido, eterna la bendición de haberlos tenido. Eterno el saber que hubiésemos elegido una y otra vez esta vida, con tal de haber vivido con ellos todos esos instantes sagrados.

Y eterno el a partir de allí. Eterno el sentido de lucha. Eterno su mensaje.
El saber que su mensaje al mundo es el de la Justicia que se persigue. El de gritarle a una sociedad adormecida por la apatía. El de despertar a una ciudad y a un país que no encuentra su futuro por haber olvidado su pasado.
Eterno el arte de recordar. De recordar que estamos vivos. Y que ellos viven a través nuestro.

Recordemos hoy.

Abramos los ojos y miremos nuestro caminar para volver a emprender un nuevo viaje.

Recordemos hoy.

Una peregrinación sagrada por el tiempo.

Amia, 25 años después.

La vida es una muerte que viene. Pero la muerte es una vida vivida.

El autor es Rabino de la Comunidad Amijai y Presidente de la Asamblea Rabínica Latinoamericana del Movimiento Masorti.



FUENTE: INFOBAE NOTICIAS

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